EL MUNDO › OPINION

Sanata para violoncello y piano

 Por Claudio Uriarte

Podrá sonar como una descalificación malintencionada contra la política social norteamericana progresista más injustamente vilipendiada de las últimas décadas –la de Lyndon B. Johnson y su vicepresidente Hubert Humphrey, que impulsaron la integración racial y económica más radical de la historia de Estados Unidos–, pero, francamente, Condoleezza Rice, la afroamericana asesora de Seguridad Nacional del presidente norteamericano George W. Bush, no es el mayor de los argumentos que se pueden presentar a su favor. Fue la hija de una familia superexigente que la obligó a estudiar el piano. Como consecuencia, detestó el piano toda su vida, aunque parece que ofreció una rendición bastante competente de la Sonata Nº 1 para Violoncello y Piano de Johannes Brahms, acompañada por el cellista Yo-Yo Ma en los salones de la Casa Blanca, eso sí, bastante temprano, porque los Bush se acuestan a las 9 y, de todos modos, no son grandes amantes de las cumbres musicales del romanticismo alemán.
Pero de lo que importa, su weltaschaung de la política exterior del Imperio, su registro es patético. Aparte de admitir que leer la aburre, y que “muchas de mis mejores ideas se me ocurrieron en las cintas de los gimnasios”, su opus magnum literario es una obra de tiempos de la Guerra Fría sobre las mecánicas del ejército checoslovaco. ¡Y en colaboración! En esto había cierta justicia poética, ya que el ejército checoslovaco, aunque no tenía ninguna importancia en la estructuración militar del Pacto de Varsovia, era al menos el ejército de dos naciones –la República Checa, y Eslovaquia–, y tenía sentido que un libro sobre dos ejércitos fuera escrito por dos autores. Pero su obra absolutamente original y propia fue una tesis sobre el Ejército Rojo de José Stalin. Aunque, más que una tesis, se parecía a una tesina: uno intuía rápidamente que haría un ratito, a lo sumo, que la autora había aprendido el nombre y la identidad del mariscal Tujachevsky, y que las diferencias entre la infantería y la caballería le habían sido conocidas muy poco antes. Estuvo en el Consejo de Seguridad Nacional del general retirado Brent Scowcroft, bajo la presidencia de George W. H. Bush padre, pero su verdadero ascenso a los extremos se produjo mucho después, cuando hacía gimnasia con George W. Bush Jr. en la residencia de Bush padre en Kennebunkport, Maine. Su vida personal es enigmática: no tiene novio ni novia; sus relaciones personales se reducen a las cenas con el matrimonio Bush –que, como se ha dicho, no se extienden demasiado hacia la medianoche–, y un humorista norteamericano llegó a sugerir que sería bueno conseguirle un novio para que cesara en su pulsión de bombardear a Irak y Afganistán. Pero ni siquiera esto es correcto (y menos que menos, políticamente correcto), ya que “Condi” es una perejil en el campo de la política exterior. Su fulminante ascenso actual a la prominencia obedece al simple hecho de que Richard Clarke, el ex jefe de contraterrorismo de tres administraciones estadounidenses, reveló que el nombre de Al Qaida pareció no representar nada para ella cuando se lo dijo. Es muy posible, tratándose de una experta en el largamente disuelto ejército checoslovaco. De hecho, los hombres que formaron competitivamente la esquizofrénica política exterior de la administración Bush fueron el apaciguador secretario de Estado Colin Powell y el halcón secretario de Defensa Donald Rumsfeld. De Rumsfeld, un hombre de larguísima experiencia en la burocracia de la política exterior de Washington, se sabe que, en las jornadas previas al lanzamiento de su guerra contra Irak, y confrontado con un memorándum que centraba la cabeza de la línea de mando de la operación en la Asesoría de Seguridad Nacional (vale decir, el puesto que ocupa Rice) interrogó, sarcásticamente: “¿Y qué es el Consejo de Seguridad Nacional?”. A lo que Rice contestó, ofendida: “Bueno, ésa sería yo, por supuesto”.
Este es el eje del debate que se desarrolla hoy en Washington. Clarke y otros han revelado que, apenas ocurrido el 11-S, Rumsfeld y Paul Wolfowitz insistieron en que había que atacar Irak y no Afganistán, “porque Afganistán no tiene blanco de ningún valor”. Esto puede sonar muymaquiavélico, pero es estrategia clausewitziana en estado puro, y es sólo una ironía de la historia que la que tenga que pagar la culpa por los platos rotos por la guerra de Rumsfeld y Washington sea la renuente intérprete de la Sonata para Violoncello y Piano de Johannes Brahms.

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