EL MUNDO › OPINION

La paradoja europea

Por Claudio Uriarte

“Voto castigo”, son las palabras que resuenan a ambos lados de la frontera franco-alemana, desde la aplastante derrota de los socialdemócratas de Gerhard Schroeder en las elecciones del estado de Renania del NorteWestfalia el último domingo al resonante “¡non!” que se espera en las urnas francesas hoy respecto de la propuesta Constitución Europea. Puede ser, pero, ¿voto castigo a favor de quién? O, como en las investigaciones policiales clásicas: ¿a quién beneficia?
En Renania del Norte-Westfalia, el electorado destronó del poder a los socialdemócratas por primera vez en 39 años. Fue interpretado como un voto castigo por el desempleo de más del 10 por ciento, que azota con particular ferocidad al estado más industrializado de Alemania, y a las módicas reformas neoliberales introducidas por Schroeder. Es una contradicción (aunque los electorados suelen ser contradictorios), porque esas reformas se proponían paliar aquel desempleo (y no lo lograron, sus apologistas dicen que por demasiado tímidas), por medio de una agilización del mercado de trabajo como la que ha convertido a la Gran Bretaña de Tony Blair en un heterodoxo estado del bienestar separado por mucho más que un canal de la deprimida Europa continental. Pero el resultado neto del malhumor alemán ha sido catapultar a una posición expectable a la aún más neoliberal Angela Merkel en las elecciones generales que se esperan para septiembre. Merkel, la austera hija de un pastor luterano que vivió bajo la Alemania comunista, está empezando a despegar en las encuestas de popularidad y esta semana se registró la primera en que supera claramente al carismático Schroeder. Su formación, la Unión Cristiano Demócrata, aventaja desde hace tiempo al SPD de Schroeder, y parece muy posible que llegue al poder de la mano de la aún más conservadora Unión Cristiano Social –su formación hermana de Baviera– y los liberaldemócratas, de centroderecha.
En Francia, donde no se introdujeron reformas neoliberales y donde el desempleo también permanece petrificado en más de un 10 por ciento, la alta intención de voto por el “no” se interpreta como un voto castigo contra el presidente Jacques Chirac y el lánguido gobierno del primer ministro conservador Jean Pierre Raffarin, pero también como expresión del temor a la introducción de un “capitalismo anglosajón” que haría más inestables los puestos de trabajo y menos generosos los subsidios de desempleo, alentaría la exportación de puestos de trabajo a las economías de bajos salarios de los nuevos países entrantes a la Unión Europea de Europa del Este, estimularía la contratación en Francia de mano de obra barata proveniente de la misma zona y facilitaría la entrada a la UE del gigante de 100 millones de habitantes de Turquía, todo lo cual tendría un efecto depresor sobre el valor de la masa salarial francesa, así como diluyente de la centralidad político-económica francesa en el seno de la Unión. También se hace destellar el peligro que la entrada de países básicamente agrícolas como Polonia (ya consumada) y Ucrania (por considerar) supone para la bien protegida (y proteccionista) Política Agraria Común (PAC) de la UE, cuya principal beneficiaria es Francia. Pero, por un lado, la exportación de puestos de trabajo es una tendencia irreversible del capitalismo moderno (anglosajón o no); si los capitalistas franceses no exportan puestos de trabajo a Polonia, lo harán a Asia, donde el valor de los salarios es aún inferior, y Europa quedará debilitada como conjunto económico (ver suplemento Cash, pág. 7). Y, por otro lado, la parte del león de los subsidios de la PAC se los engullen los países fundadores y los de Europa del Este se encuentran a más de 10 años de compartir beneficios siquiera parecidos.
Desde Renania del Norte-Westfalia hasta París y Lyon, un ganador emerge claramente de las tendencias electorales europeas actuales: Estados Unidos. Y no sólo porque Schroeder y Chirac hayan sido los críticos internacionales más estridentes de la invasión norteamericana de Irak (“la vieja Europa”, en las inolvidables palabras del secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld), sino porque una “Europa de las naciones” como aquella en la que todavía sueña el líder ultraderechista francés Jean-Marie Le Pen (ver pág. 20) es la mejor garantía de que la UE se convierta en una colección de países introvertidos, sumidos en disputas mezquinas, incapaces de ponerse de acuerdo para confrontar con Washington, y política y diplomáticamente irrelevantes. Ese es el último rizo de la paradoja europea.

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Schroeder y Chirac en un confuso abrazo.
 

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