EL MUNDO

Cómo es la vida (y puede ser la muerte) en un secuestro colombiano

El domingo pasado, el candidato antiguerrilla Alvaro Uribe se impuso masivamente en las elecciones colombianas. En esta nota, el relato de una secuestrada ayuda a entender la intensidad de ese giro.

Por Juan Jesús Aznárez *
Desde Bogotá

La vegetación sobre las trochas atravesadas por la guerrilla formaba una cubierta tan espesa que Cristina Londoño calculó un período de 15 minutos entre la irrupción de las lluvias y su filtración por los platanales y frondas que protegieron a sus secuestradores de la observación aérea. Su secuestro de ocho meses por el Ejército de Liberación Nacional (ELN) fue singular entre los 3200 perpetrados en Colombia el pasado año a manos de la guerrilla, los paramilitares o la delincuencia común. Cristina, de 35 años, es profesora universitaria, hija de un adinerado terrateniente, propietaria de una finca, simpatizaba con los insurgentes. Hoy los aborrece, y ya abandonó Colombia.
Cristina Londoño vivía relativamente tranquila en su finca ganadera porque todos sabían de su compromiso con la justicia distributiva, de sus coincidencias con las bases del ideario guerrillero. El cautiverio la cambió y hoy los mataría. “¡Burgueses!”, les espetó a la cara en varias ocasiones. Era como mentarles la madre, el peor insulto. Contrariamente al derrumbe psicológico de la mayoría de las personas abruptamente sometidas, o al síndrome de Estocolmo de otras, desafió a sus carceleros y les propuso un debate, siempre rechazado. “Son muy pobres ideológicamente”. Para enamorarla y arrancarle información sobre el patrimonio familiar, el comandante del grupo se fingió cautivo y ex periodista del diario The New York Times en América latina. El farsante, de 50 años, era alto, delgado y magro. Ella no tardaría en advertir la farsa.
Cristina había tenido un novio del M-19, la guerrilla desarmada en 1990, pagaba a sus trabajadores por encima del salario mínimo, era querida en el pueblo y pensaba que los reclamos esenciales de los rebeldes eran de justicia. Esas credenciales fueron inútiles. El 7 de abril del pasado año, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) fue a buscarla después de haber sido alertado por dos empleados soplones sobre su inminente partida al extranjero. Creyó que eran paramilitares y corrió hacia el monte pistola en mano, con el corazón en la boca. La partida retuvo a sus trabajadores y amenazó con destriparlos si no les señalaban el escondite de la presa en fuga.
La charla política fue una mentira más. Muy pronto, el comandante pelirrojo a cargo de los primeros interrogatorios desnudó las verdaderas intenciones del ELN, supuestamente revolucionarias: “¿Quiénes son los ricos de la región? ¿Con quién nos comunicamos? Queremos un número de teléfono y la lista de propiedades”. Pero Cristina no les dio ni el teléfono, ni la relación de bienes.
Las primeras jornadas fueron de tránsito hacia los campamentos selváticos, levantados en parajes impenetrables o monótonos, que los milicianos conocían como la palma de la mano. Las travesías eran doblemente penosas porque duraban muchas horas, y porque una dolencia de riñón de Cristina la obligaba a una regular evacuación de orina. Le permitieron una pequeña mochila con medicinas y cosas personales, pero ignoraron sus protestas cuando quedó tendida sobre cuatro palos y un plástico negro de techo, su habitual dormitorio al raso. El guardia recibió órdenes de soltarle un plomazo si acudía al baño, un decir, sin permiso. Hubo ocasiones en que lo pidió cinco veces a otros tantos guerrilleros adolescentes que decían: “Queremos ser como Cuba”. Y Cristina dice ahora: “No tienen ni idea de lo que es Cuba, ni dónde está Cuba”.
La petición del mingitorio de campaña no obtuvo respuesta en una ocasión por la sencilla razón de que el centinela dormía profundamente. No lo pensó mucho. Anduvo toda la noche, sorteando un infierno de malezas, y a las dos horas observó que habían salido en su busca con linternas, muy pocas veces utilizadas por los guerrilleros porque los haces de luz pueden delatarlos. Tres grupos le pisaban los talones cuando amanecía. Feliz, divisó a lo lejos su aldea. Avanzando entre la niebla, apresuró el paso, y el corazón le dio un salto de nuevo cuando se topó con los refuerzos del ELN procedentes del pueblo.
Vestían de civiles, la rodearon profiriendo insultos, y hacían como que la iban a machetear. Les parecía una locura que hubiera intentado fugarse porque sus otros rehenes nunca lo intentaron, tales eran los impedimentos naturales y la abundancia de serpientes venenosas. Le quitaron los zapatos, y fue como quitarle las piernas. Su determinación los sorprendió, y confundieron el arrojo físico impuesto por la vida campera con un entrenamiento castrense. “¿No será usted paramilitar?”. Su respuesta fue la misma hasta llegar al convencimiento de que la retenían bandoleros y no idealistas. “Yo soy de ustedes, aunque la vida no me ha llevado a optar por las armas, pero coincidimos mucho”.
Los guerrilleros reaccionaban con sarcasmo, burlándose de las confesadas divergencias políticas con el padre millonario: “Sí, sí. No se preocupe, si hay necesidad la incorporamos a la guerrilla”. Era la señora pendeja, la hija de papá consentida, una oligarca irremediablemente egoísta y explotadora. “Tranquila, aquí vamos a acabar con la historia de amor y odio con su papá”. Cavaron una fosa junto a su catre de palos y plásticos, y le indicaron que sería su sepultura si trataba de escaparse de nuevo.
Las averiguaciones sobre el patrimonio declarado por la joven cautiva fueron constantes, les parecía poco, y la acuciaban a escribir a su padre implorándole dinero. “No me presionaron físicamente nunca, pero me empezaron a pasar cosas, como que no había comida, no llegaban las medicinas, no había cigarrillos. Apretaban sin darle a uno un golpe.” El aburrimiento sumía a Cristina en profundas melancolías. La imposibilidad de establecer una relación amistosa con sus secuestradores le permitió ser repelente, acometer un programa de mortificaciones para cansarlos y acelerar la negociación de su rescate. Cuando los veía sentados, protegiéndose de las picaduras de las moscas con una toalla sobre las cabezas, les escarnecía. “Yo me sentaba enfrente y les decía: ‘Mírales, parecen vírgenes, tan lindas, tan hermosas; en vez de unos guerrilleros que viven en la selva, parecen unos maricas cuidándose todos de los moscos, son una partida de estúpidos. ¿Se han visto lo estúpidos que se ven? ¿Por qué no hacen algo de provecho, pendejos?”. La hubieran matado, pero no podían hacerlo porque era un cheque al portador.
Cualquier pertenencia guerrillera olvidada era pateada por la cautiva o escondida bajo la hojarasca. Dos meses después, batallando siempre contra la depresión y la angustia, acabó el calvario que había desmoronado sus ideales. “Hoy la vamos a soltar”, le dijeron.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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Un soldado del ejército busca a secuestrados en el tipo de zona donde suelen recluirlos.
 
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