EL MUNDO › OPINION

Una calle llamada muerte

 Por Robert Fisk *
Desde el distrito de Shiyah de Beirut

Había excavadoras que volcaban toneladas de escombros y una nube de polvo de un kilómetro y medio de altura sobrevolaba los destruidos barrios bajos de los suburbios al sur de Beirut. Un hombre vestido con una remera gris –un taxista de Brooklyn– estaba parado, al borde de las lágrimas, mirando lo que muy bien podía ser la tumba de su abuelo y sus tíos. La mitad del hogar familiar había desaparecido y todo el bloque de departamentos al lado había quedado aplastado unas pocas horas antes por los dos misiles que explotaron en la calle Asaad al Assad.

¿Qué se le dice a un hombre que está esperando que saquen más cadáveres de abajo de los escombros? Mohamed al Husseini había venido desde Nueva York con su mujer y su hijo –que estaban a salvo en el centro de Beirut– porque quería ver a su familia. “Mire lo que han hecho los israelíes”, dijo, sin quitar los ojos de los pisos de los departamentos. “No sé qué hacer. Podría volver con mi mujer y mi hijo, pero el resto de la familia está aquí. Antes vivían en el sur y sobrevivieron ahí. Luego vinieron a Beirut y murieron aquí.”

¿Y aquellos del edificio de al lado? Por lo menos 17 civiles murieron, muchos de ellos niños, cuando los misiles derribaron su casa justo después de las 7 y media el lunes a la noche. Casi todos los ocupantes de este edificio eran miembros de la familia Rmeiti y también provenían del peligroso sur del Líbano, y quince de los muertos eran del mismo pueblo. Pedazos de paredes colgaban todavía sobre las ruinas, en uno había un corazón pintado con la palabra “Brasil”, en apoyo al equipo de la Copa Mundial de fútbol, en una edad de la inocencia.

Era una escena que provocaba furia. Un “guardián” de Hezbolá me pidió mi tarjeta de prensa y perdió interés cuando la leyó. Pero el mismo hombre agarró a un joven libanés por su camisa, lo arrastró por el cuello y lo entregó a un grupo de individuos altos y fornidos, que lo metieron en un automóvil. Ahora todos buscan espías, hombres y mujeres que son conocidos por “pintar” los edificios de departamentos en Beirut para que la tecnología misilística de Israel impacte en sus blancos.

Pero una sombría y triste reunión en el Hospital Monte Líbano sugirió que la casa no había sido “marcada” por alguien. Encontré a Ali Rmeiti, un empleado del aeropuerto de Beirut, lleno de heridas sangrantes, su rostro crispado, incrédulo. “Estaba en el balcón con mi mujer Huda y nuestros tres hijos, debe haber sido después de las siete y media. No escuché nada, nada. No me di cuenta de lo que sucedió. Todo estaba negro. Luego llegó la segunda explosión y volamos todos a la calle junto con el balcón.”

Huda Rmeiti está acostada con más heridas que su marido. Y tengo que preguntarle tranquilamente cuántos de sus hijos estaban en el balcón, porque sé –y ellos no– que tres de los cuatro niños murieron cuando el balcón del primer piso se estrelló contra la calle. ¿Y por qué fue impactado el edificio? Los israelíes han masacrado a cientos de libaneses civiles, atacando convoyes de refugiados a quienes ellos mismos les dijeron que abandonaran sus casas. Pero Saadieh, la cuñada de Ali Rmeiti, sabe una versión similar a la de otros dos sobrevivientes. Antes que explotaran los misiles, un avión no tripulado voló sobre el distrito de Shiyah haciendo un reconocimiento. De pronto alguien que iba por la calle Assad al Assad en una motocicleta disparó hacia el cielo con un rifle frente a la casa de Rmeiti.

Un idiota probablemente. No se pueden destruir aviones no tripulados, como lo sabe cualquier miembro de Hezbolá. Pero poco después, los dos misiles se estrellaron en los hogares de los inocentes. Quedan dos lecciones morales: no les dispare a aviones no tripulados. Y no crea por un instante que a los israelíes les importará disparar misiles a un hogar cuando su pequeño juguete detecte un hombre con un arma.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.

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