EL PAíS › OPINION

Cambiar para continuar

Una derrota del Gobierno, una herramienta válida invalidada. Saldo de una etapa con desmesuras y con logros democráticos. La caja de herramientas del Gobierno, necesaria y no suficiente. El modelo en discusión. Alegato contra el perfil bajo. Y apuntes sobre cómo cambiar sin defeccionar.

 Por Mario Wainfeld

Lo sucedido en estos meses, trillado en tantas crónicas, acumula datos paradójicos (si se sobrevuelan) o dialécticos (si se los mira bien). Veamos.

El conflicto detonó conductas intolerantes y violentas. Las hubo desde ambas facciones pero las más brutales las cometió el sector ruralista. Medidas de fuerza ilimitadas e insolidarias, desabastecimiento incluido, en el comienzo. Agresiones e intimidaciones a legisladores, en el cierre. Del lado del Gobierno hubo algunos hechos de violencia física y una permanente exaltación verbal, que llevó a Néstor Kirchner a infortunadas alusiones a “grupos de tareas” en su discurso del supermartes.

En contrapeso, la violencia contra las personas tuvo un tope acordado tácitamente. El Gobierno, fiel a sí mismo, renunció a la represión salvo en la paródica detención de Alfredo De Angeli, uno de sus más infortunados goles en contra. La cuestión se zanjó en el Parlamento por una sensata, sí que tardía, decisión de la presidenta Cristina. Hubo trámites turbulentos pero se debatió de lo lindo. En los días previos a la sesión final del Senado todos se comprometieron a acatar el veredicto institucional. Fue el oficialismo quien debió honrar su palabra y lo hizo, derogando la Resolución 125.

Movilizaciones multitudinarias sacudieron una modorra de años. El martes coincidieron en la misma ciudad, a pocas cuadras. El ejercicio democrático primó sobre los excesos verbales y las chicanas.

El saldo habla de una sociedad encendida, politizada y vital. También de un gobierno que, más allá de su retórica ardiente, ejercitó autocontención, respetó las libertades públicas (sus adversarios y los medios les dijeron de todo), llevó el conflicto a un ámbito institucional y acató su determinación.

En términos de gobernabilidad progresista el resultado es acre, trasciende a las retenciones móviles. Ha sido un triunfo de las fuerzas conservadoras que buscan limitar la acción estatal.

El oficialismo recibió el revés más duro en cinco años y prima la interpretación que llegó al (buscó el) desenlace frontal desguarnecido y con poco tino. Le birlaron las retenciones móviles, una herramienta válida como reconocieron incluso varios legisladores que le bajaron el pulgar. En el maremoto, renunció un ministro de Economía, se le encabritaron gobernadores y dirigentes peronistas. Un nuevo sujeto político-social le disputó, con ventaja, el espacio público. Quedó enfrascado en un tema único, lo propuso como una disputa de suma cero, la perdió. Está muy por debajo de su elevada posición de diciembre.

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El primer paso, de manual, es “hacer agenda”, superando la era del tema único, dar vuelta la soja. Recobrar iniciativa, generar políticas públicas congruentes con el discurso reparador y redistribucionista. Un haz de acciones está en la caja de herramientas, atrancado y demorado. Aumentos en las jubilaciones, en las asignaciones familiares, en los salarios de los empleados públicos. El Consejo del Salario, como es rutina desde hace años, será convocado para dentro de un par de semanas y elevará el salario mínimo. La ley de Movilidad de las jubilaciones debe ser activada.

Se trata de acciones habituales, salvo la última, instada por los fallos Badaro I y II de la Corte Suprema. Airearán al oficialismo, interpelarán a sectores acallados por la grita sectorial vigente desde marzo. Son necesarios, serán funcionales, airearán, no serán bastante.

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Ocurre que Cristina Kirchner debe revisar su primera versión respecto de la díada continuidad/cambio que fue matriz de su llegada. El oficialismo, tras cabildear en la campaña, optó claramente por la primera variable y se quedó corto. Poca rotación en el Gabinete, pocas caras nuevas, poca innovación en políticas públicas.

El conflicto con “el campo” le adelantó drásticamente los tiempos. Fue la reacción de una parcialidad, pero cifró un cuadro más vasto. El acicate recurrente a la confrontación activó reacciones políticas que estaban en gateras y que, menos incentivadas, podrían haberse demorado y llegado en fila india.

La sociedad ha cambiado. La sustentabilidad económica genera requerimientos nuevos y más fogosos, nada disciplina tanto como la malaria. Ultimamente, se puso de moda un proverbio: “Toda crisis encierra una oportunidad. En la Argentina es al revés, la oportunidad genera una crisis”. El ingenio del autor se va perdiendo con la repetición. Pero, además, la supuesta incongruencia no existe, más bien es una obviedad. Las oportunidades engendran crisis de reparto, de apropiación y de liderazgos. Si hay una olla enorme llena de tuco, hasta el más pequeño quiere mojar su pancito. El crecimiento excita ambiciones políticas y económicas. Nadie se quiere quedar afuera, nadie quiere quedar abajo. Muchos tienen más fuerzas para lidiar.

El resurgimiento del poder político no fue monopolizado por la Casa Rosada, también “derramó” sobre otros actores. Gobernadores e intendentes que en 2003 temblaban por su pervivencia, fueron revalidados y afrontan situaciones más desahogadas. Otros gobernantes, de nueva camada, están en ascenso, como Hermes Binner y Mauricio Macri. Es una constelación más requirente, a fuerza de más legitimada. Y más pretenciosa porque tiene menos miedo al porvenir.

En ese cuadro, el modelo centralizado de Néstor Kirchner (que fue mucho más consentido de lo que se cuenta porque era la única tabla de salvación posible) terminó su ciclo. La construcción de poder exige acciones colegiadas, acumulación de consensos, intercambio de información, pactos cotidianos.

El manejo oficial del conflicto con el “campo” incita a cien contrafactuales. El cronista propone algunos, como mera muestra. ¿Qué hubiera pasado si la Concertación Plural hubiera tenido un lugar, desde luego ceñido a su tamaño, en el esquema del gobierno? ¿Qué hubiera pasado si Kirchner hubiera habilitado en paralelo una mesa de acción política con sus principales dirigentes, articulando durante este atroz semestre? ¿Cómo hubiera discurrido todo si el Consejo Federal Agropecuario se hubiera reunido regularmente involucrando a los gobernadores en las soluciones y recibiendo flujos de data permanente? ¿Y si, de entrada, se coparticipaba con algún rebusque parte del aumento recaudatorio? No se alega que esas jugadas eran panaceas pero se sugiere un rumbo inexplorado.

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El “campo” no se deja describir con categorías de veinte años atrás. La clase trabajadora, tampoco. Las desigualdades regionales clásicas sobreviven pero se complican. Hoy por hoy, el conurbano bonaerense sea tal vez el territorio más inviable del país o, cuanto menos, está en el pelotón más desdichado.

El “modelo” económico de Néstor Kirchner tuvo eficacia para salir del fondo del pozo. Tuvo una virtud que quizá se le retacea desde tiendas ajenas: usó el consumo y la generación de empleo como motor de la economía y de la recuperación del consenso. La legitimación ascendente de Kirchner fue pari passu con la recuperación de la autoestima de muchos argentinos, que en una sociedad capitalista tiene mucho que ver con laburar y consumir. Pero el “modelo” generó contraindicaciones (concentración de la riqueza, crecimiento “silvestre” que detonó fenómenos como la sojización) y dificultades para transgredir ciertos cercos que encierran a pobres o trabajadores con empleos de baja calidad.

Salirse de esa traba exige una mirada de mediano plazo, que preserve los objetivos de hoy pero ponga bajo sospecha a varios de sus instrumentos que no suenan tan afinados como en 2005.

Urge una discusión sobre el mediano plazo, alejada del simplismo egoísta y anacrónico del modelo agroexportador que flameó en el discurso de las corporaciones del campo y los dirigentes políticos que se les aferraron como a una tabla de salvación. Pero tampoco valdrá empacarse en negar las contradicciones que anidan en un “modelo” simple y con contraindicaciones flagrantes hijo de la emergencia que ya fue. O que se metamorfoseó.

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La expresión “perfil bajo” no es redonda, como es habitual en las que son traducciones literales de otro idioma. Desde el segundo tramo de la gestión de Néstor Kirchner, el oficialismo ha incrementado el número de funcionarios no ya de “perfil bajo” sino inocuos o grises. Le faltan figuras que agreguen masa crítica, que puedan trascender el Palacio y tener palabra con peso en la opinión pública. Gentes con capacidad de innovar, de polemizar en el ágora, de representar las ideas fuerza del oficialismo y de sumarle otras nuevas. El ejemplo de Javier de Urquiza, que dejó vacante de facto su cargo en momentos cruciales, es un ejemplo extremo sin ser atípico. El hombre está de salida, debe ser el primero de una renovación de elencos que oxigene, genere expectativas, proponga un cambio de pantalla. Como lo cortés no quita lo valiente, también debería tenerse en mira reforzar la relación con los que acompañaron al oficialismo en la lid.

El oficialismo no debe rasgarse las vestiduras ni dar señales de flaqueza. Pero sí debe ofrendar a la sociedad (no a sus adversarios, como creen varios dirigentes oficialistas que confunden consecuencia con obstinación) gestos que comprueben que está dispuesto a mejorar, a recobrar el liderazgo, a hacerse cargo de sus errores y de las necesidades colectivas que siguen siendo enormes.

Una derrota al comienzo de un mandato no es irreversible ni tampoco una nimiedad. Raúl Alfonsín la sufrió con la ley Mucci y pudo remontar la cuesta en 1984 y 1985 con su prédica refundacional democrática y el Juicio a las Juntas. Mantuvo primacía hasta 1986, ganó las elecciones parlamentarias de 1985. Mantuvo poder de convocatoria masiva hasta Semana Santa, en 1987. Luego cayó, pero no fue por el knock down de la ley Mucci, en el primer round.

Bill Clinton comenzó jugado a la reforma sanitaria de Hillary (esa mujer ha de ser mufa), trastrabilló dos años. Levantó luego, fue reelecto y el único taita demócrata en años.

Por cierto, son asiduos los casos en los que un mal comienzo anticipa un mal final. Pero nada está sellado, menos para en una coyuntura de solvencia económica, con un gobierno que pasó como nada una crisis financiera internacional de aquellas y que bancó de pie embates desmesurados de corporaciones muy validadas por los medios.

La virtualidad existe pero depende de respuestas que no han integrado el código genético del kirchnerismo. Hacerse cargo de errores importantes, revisar parte de su instrumental, imaginar formas nuevas de articulación política, trabajar con un Parlamento indócil y gobernadores ariscos.

Una parte del desafío es, notablemente, algo que sí pensaron los Kirchner: la etapa de Cristina debería ser diferente, más institucional, más sofisticada, más atenta al largo plazo que la del actual presidente del PJ. Claro que avizorarlo es una cosa y rearmarlo muy otra, pero hay tiempo, voluntad, amén de recursos económicos y políticos.

Con casi todo el plazo de su mandato por delante, a año y medio de las elecciones, le cabe a la Presidenta relanzar su gobierno, tras haber retrocedido varios casilleros. Es tiempo de cambiar para continuar, de registrar qué pasó para seguir adelante sin traicionar sus premisas.

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