EL PAíS › OPINIóN

Salud pública, salud mental y comunicación

 Por Santiago Diehl *

La inminente presentación en el Congreso de un proyecto de Servicios de Comunicación Audiovisual en reemplazo de la vieja Ley de Radiodifusión 22.285, sancionada por la última dictadura, es una buena razón para profundizar una cuestión que viene estando ausente en el debate: la relación entre los medios de comunicación, la salud pública y la salud mental.

Para eso es útil repasar algunas nociones elementales de psicología y comunicación, empezando por la idea misma de mente. El psicólogo ruso Lev Vigotsky, padre de la escuela sociohistórica, postuló que la mente construye cada identidad en un proceso que va de lo interpersonal a lo intrapersonal. El diálogo con otros, la familia especialmente, se transforma poco a poco en esa voz interna con la cual dialogamos a lo largo de la vida. Su teoría constructivista es muy valiosa porque vincula al individuo con la cultura, en abierta crítica a otras escuelas de psicología que imaginaban la posibilidad de un individuo aislado en su propia isla mental. En la actualidad, nuevas teorías de la mente rescatan esta dialogicidad entre un yo (ego) y un otro (alter) como el dispositivo básico de creación de las representaciones sociales. Vale decir que nuestro yo, nuestros valores e ideas, son el resultado de toda una serie de interacciones que sostenemos con otros. A la socialización primaria con la familia se suma luego la escuela, “el segundo hogar”. Sin embargo, cada vez más, los medios de comunicación de masas fueron constituyéndose en un factor decisivo e ineludible del proceso de socialización. Un hogar para la mente disponible a toda hora, en prácticamente cualquier lugar. En sociedades modernas como la nuestra, en las que el tiempo es un bien escaso para la mayoría de la población, los grandes medios de comunicación, en particular la televisión, simplemente encajan en el modo de vida y dan soluciones a un sinfín de situaciones habituales: niños que pasan horas y horas frente a esa niñera que los tiene quietitos mientras sus padres trabajan, duermen, salen o comparten tiempo con amigos o amoríos; adultos que también encuentran en ella su chupete electrónico para ir a dormir, o un parlanchín comensal con el cual compartir la cena, solos o en familia.

La TV, especialmente, por su fácil accesibilidad, es la principal fuente de información de más del 50 por ciento de la población, tal como comprobó hace dos años la encuesta sobre hábitos informativos de los argentinos realizada por el Sistema Nacional de Consumos Culturales, de la Secretaría de Medios de la Nación. Los diarios son las usinas de ideas y editorialización que establecen la agenda temática y fijan posición; las radios difunden, acompañan y enriquecen con su ida y vuelta con el público; pero es la TV la que bombardea las mentes 24-7 (24 horas, siete días a la semana) con una batería hipersensual de imagen, animación, texto, palabras, música y sonido. Al tocar todo el piano emocional de nuestro sistema nervioso, por su poder para acaparar nuestra atención y nuestro tiempo mental, la TV se convierte en una de las formas básicas de construcción del lazo social, del sentido común. La productora de contenidos de nuestras charlas en el café, el almacén, el ascensor, el almuerzo en la oficina, las cenas entre amigos o en familia.

Esta capilaridad en el alcance de los medios es la que explica su poder para instalar temas, crear climas de opinión y alterar el humor social.

Las principales técnicas por las cuales la información actúa directamente sobre el contenido de nuestro pensamiento son dos. La más potente focaliza la atención social, privilegiando algunos temas por sobre otros (agenda-setting) que quedan en la sombra. La otra gran técnica es encuadrar la información de una forma tal que, por lo general, no deja lugar a dudas acerca de las conclusiones a extraer. Ante esta situación, el paradigma actual en investigación acerca del poder de los medios apunta a demostrar la influencia en el largo plazo de su diario gotear ideológico.

En nuestro país, uno de los efectos imprevistos –o no tanto– del largo y manoseado conflicto por los derechos de exportación fue, sin dudas, poner sobre el tapete el rol de los medios de comunicación en el decurso político de la sociedad. Esto es, poner en discusión que los medios sean espejos neutrales de una realidad social dada y empezar a concebirlos como actores que intervienen activamente en su construcción. En especial, se hizo evidente que un mercado de medios monopolizado puede suponer un riesgo para la democracia. La realidad argentina no es muy distinta en esto a la del resto de Latinoamérica: pequeñas comarcas nacionales dominadas por grandes gigantes multimediáticos es el paisaje típico de la región. Basta con mirar la feroz disputa simbólica que deben enfrentar los gobiernos de Bolivia y Venezuela, por ejemplo. El efecto psicológico perseguido por los dueños de las cadenas de TV, en procura de horadar la base de sustentación política de los gobiernos, es poner a sus votantes y apoyos a la defensiva ante un envío continuo y masivo de disonancia cognitiva. Pintar una supuesta mayoría de opinión que condene al pueblo al ostracismo y al desánimo: tal es el fenómeno de la espiral de silencio.

En lo que a la salud pública respecta, conviene recordar que “la salud mental es mucho más que la ausencia de enfermedad. Es un proceso determinado histórica y culturalmente en la sociedad, cuya preservación y mejoramiento implica una dinámica de construcción social, vinculada a la concreción de los derechos”. La definición, tomada de la avanzada Ley de Salud Mental porteña, sirve de marco a la necesidad de regular los monopolios informativos a fin de garantizar las condiciones para que el derecho a la salud mental pueda ejercerse. Sin ir más lejos, un pequeño y grotesco ejemplo de los efectos con que el monólogo de los medios afecta la salud mental son aquellos apacibles pueblos del interior del país en los que existe temor a los secuestros extorsivos, con casos que derivan incluso en consumo de ansiolíticos. La jueza de la Corte Suprema Carmen Argibay tiene razón cuando dice que los medios magnifican los casos de inseguridad, y ello obedece puramente a la lógica misma de su razón comercial de ser, en tanto su foco se guía por lo truculento y lo dramático. El resultado –ya lo dijo mejor la Bersuit– es que paranoiquean a la población.

Que en el continente más desigual del planeta la inseguridad sea puesta tan alto en la agenda pública, relegando la cuestión de la distribución del ingreso y aun ignorando la probada relación existente entre ambos temas, dice mucho de lo que los monopolios mediáticos han estado haciendo con la salud mental de los ciudadanos y ciudadanas argentinos. Es hora de empezar a construir un país menos alienado y, regulación de la comunicación audiovisual mediante, mentalmente más sano.

* Licenciado en Psicología (UBA), master en Política y Comunicación (LSE).

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