EL PAíS › PANORAMA POLITICO

Agitaciones

 Por J. M. Pasquini Durán

En algunos ambientes políticos, sobre todo en el oficialismo, circula la impresión de que el torrente de energía popular, comparado con diciembre del año pasado, llegó a un espacio de remanso, donde las protestas continúan pero sin multitudes en las calles ni los generalizados repiqueteos de cacerolas y bocinas. Alentados por esa fatiga y cierta calma tensa en los mercados, atrevidos estrategas y pitonisas en la Casa Rosada echan a volar la imaginación o leen en la borra del café que el actual presidente transitorio Eduardo Duhalde volverá para ser permanente sobre los hombros de un “operativo clamor” organizado por sus partidarios. No son los primeros que sueñan con repetir el fenómeno del 17 de octubre de Perón, aunque lo más probable es que todo termine en un libro de memorias elegidas. Hay otro tipo de optimistas y son los que anticipan una sociedad reconstruida desde las bases por los ciudadanos, en una suerte de democracia ateniense pero con ímpetu revolucionario. Advierten, por ejemplo, que a las asambleas vecinales concurren menos participantes, pero no les preocupa: consideran que la práctica social está seleccionando a los mejores. Otros, filosóficos, anuncian con el tono de los partes médicos: “El paciente pueblo está reponiendo fuerzas y reflexionando, pero está entero y todos los signos vitales son normales”. Buscando con atención también aparecen los afectados por la radiación brasileña, según los cuales aquí también están todos los ingredientes necesarios para repetir la fórmula PT. Tienen además una excusa: “Tenemos que ser el reaseguro argentino para Lula”.
En cambio, los pesimistas o escépticos creen que la sociedad se cansó de golpear el muro con la cabeza, ya que después de tanta agitación nada cambió. Ofrecen como prueba de la esterilidad del esfuerzo la atención que despierta la precandidatura contranatural de Carlos Menem y la conclusión es obvia: hoy en día la opinión social no cuenta. Ahí tienen el reciente éxito en la renovación legislativa de los republicanos de Bush que, a pesar del 63 por ciento de abstenciones, se sienten autorizados a inaugurar la era de las llamadas “guerras preventivas”, con o sin la venia de las Naciones Unidas. También podría leerse el resultado como la consecuencia lógica de la actitud pusilánime de los demócratas que fueron cooptados por la estrategia guerrerista, atravesados por la tragedia del 11 de septiembre. Así como en este caso, las diversas hipótesis sobre el estado social del país ofrecen pruebas o interpretaciones que refuerzan las conclusiones de cada una de ellas, con más o menos voluntarismo o sentido común.
En los últimos días, hay un episodio que concentra una parte sustancial de este tipo de debates. Es la ocupación de las oficinas del Rectorado de la Universidad de Buenos Aires por estudiantes de sociología, que demandan reivindicaciones tan legítimas como antiguas sobre edificios, presupuestos y planta de profesores. Los temas son conocidos pero el modo de respaldarlos les dio un toque de dramaticidad institucional que no había vivido en los doce años de gobierno de Oscar Shuberoff. En un país devastado por la injusticia, el caso, por más que los protagonistas lo vivan con un cierto aire apocalíptico, no es más que otra evidencia de la magnitud de la decadencia nacional, a la que no escapa la Universidad. Un grupo de profesores, entre ellos Horacio González y León Rozitchner, en un extenso “Manifiesto por un nuevo sentido y compromiso político de la Universidad Pública” advierten: “Es innegable que la universidad no puede replegarse en sí misma, en sus mecanismos académicos y en un conocimiento supuestamente neutral. Pero no habrá vínculo productivo con los movimientos populares sin una revisión muy profunda de los modos en que se produce ese conocimiento, porque no basta cambiar el objeto para que un saber se vuelva relevante. Un saber que se interrogue a sí mismo es la misión última de la universidad si quiere concebirse como un ámbito radicalizado de cambios: una radicalidad que surge de una actitud interna hacia su propio lenguaje y su conciencia y no de un credo preestablecido [...] El diálogo entre partes debe evitar las furias desatadas, que a pesar de contener proyectos políticos argumentados, no dejan de provocar el sentimiento de una Universidad que se destruye a sí misma por falta de foros mutuamente aceptados de controversia”.
Foros de controversia mutuamente aceptados es una interesante definición que desborda los límites específicos de la universidad para desafiar al pensamiento político. Hace poco tiempo, una iniciativa como la Mesa del Diálogo terminó en el registro de monólogos sucesivos, pero quizá su falla haya sido la relación con el gobierno desprestigiado y una convocatoria indiscriminada que involucraba a los beneficiarios y a las víctimas del modelo de exclusión en un plano inaceptable de igualdad, como si la tabla rasa pudiera resolver las tremendas desigualdades creadas con premeditación y alevosía. Eso no significa que el foro entre fuerzas afines sea un método baldío; más bien parece una necesidad para despejar tantas confusiones y para superar, también, mezquinas consideraciones facciosas. Es un propósito arduo, que requiere elevadas dosis de paciencia y tolerancia, pero indispensable cuando una situación como la nacional requiere energías concertadas porque no basta una fuerza ni un sector social para superar las urgencias de la redención. Por desgracia las fuentes de información son escasas cuando se trata de relatar las experiencias populares, pero una revisión meticulosa de la victoria de Lula en Brasil mostraría una espesa trama de acuerdos, alianzas y mutuas resignaciones que hicieron posible el resultado final.
Provoca cierto estupor cuando se escuchan voces radicalizadas que se niegan a cualquier diálogo entre pares pero se prestan gustosos a las relaciones con grupos, fundaciones y hasta gobiernos extranjeros, sobre todo europeos, y no vacilan en aceptar la cooperación y las donaciones que se les ofrecen. Consideran, según parece, que la política es más diáfana si es de afuera. En otros casos, los catálogos tradicionales de clasificación les resultan insuficientes para definir a las nuevas expresiones, sobre todo juveniles, que emergen en protesta contra el sistema de explotación, como está sucediendo estos días en el Foro Social de Florencia. Con cierta displicencia, acomodan a todas esas expresiones bajo el rótulo general de “anarquistas”, sin más consideraciones. ¿Por qué no asumirlos por lo que son, actúan y piensan, en lugar de etiquetarlos como si trataran de rodearlos con un cordón sanitario? Esos movimientos, por lo general, son tan variados y multisectoriales como una asamblea vecinal y a ningún vecino se le ocurriría pensar que su participación lo inscribe en una corriente tan respetable y definida como el anarquismo.
El mundo está al borde de un abismo de militarismo desenfrenado por obra de una minoría conservadora que trata de ocultar con invocaciones al patriotismo exacerbado las señales de su propia descomposición, con una recesión económica en marcha, desempleo masivo y corrupción en gran escala. El país, desorientado, no encuentra un sitio propio en ese mundo ni tampoco entre quienes se oponen a semejante destino. Los expertos y los políticos podrán seguir debatiendo sobre el estado de ánimo de la sociedad, pero la mayoría de ellos ha perdido los códigos para interpretar las señales con precisión y acierto. En todo caso, hay un potencial energético en la mayoría popular que espera vislumbrar un rumbo cierto y confiable para marchar en esa dirección. Por las dudas, hay que mantener los sentidos en alerta, sin bajar los brazos. Ayer mismo, llegaron a Plaza de Mayo unos trescientos chicos que marcharon a través de media docena de provincias reclamando por su derecho a la vida. En algunas ciudades, los edificios públicos cerraron las ventanas para no ver ni escuchar, del mismo modo que en Florencia el gobierno de derecha asustó a los comerciantes porque llegaban los “vándalos”. ¿Se puede ocultar el sol cerrando los ojos?

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