EL PAíS › OPINIóN

Lecturas

 Por Mario Goloboff *

Probablemente desde mucho tiempo antes, desde la época de la escritura sobre piedra, hueso, arcilla o caparazones de tortuga, en cera, en pergamino, en cuero, omóplatos de carnero, hojas de palmera, trozos de vasijas de barro, pieles de bestias salvajes, pedazos de corteza, mediante nudos, lazos o imágenes... Aunque, con mayor certidumbre, desde el momento en que no tan bárbaros sajones como los que vendrían después, dueños por entonces de una adelantada metalurgia, la adaptaron en la imprenta al papel y a la letra gótica, haciéndola llegar hasta el siglo XXI, la lectura constituye un verdadero problema de civilización.

Por otra parte, la sociedad moderna, azuzada por la semiótica y el psicoanálisis, ha ido convirtiendo el verbo que describe una actividad tan visible y concreta como la de posar y deslizar los ojos sobre una línea de diario o de libro en resbaladiza aptitud metafórica: no sólo leemos la curva de los astros y los designios de Dios en las marcas del cielo, el destino en las manos o en las cartas, los pasos de la bailarina en la danza, un recuerdo impreciso en el gusto de cierta magdalena; ahora también leemos la disposición de los muebles y adornos en una casa como expresión del espíritu de sus habitantes; las intenciones y objetivos de los integrantes de cualquier manifestación colectiva en sus ropas y caras; la traición de la amada en sus actos fallidos, en sus enojos o en sus apuros; el inconsciente en los sueños. Todo es pasible ya de una “lectura”, ampliada, sistemática, permanente, obsesiva. Esta captación, este presunto apoderamiento inteligente de los signos de la realidad, desplazado, al fin, del simple ojo hacia otras regiones ignotas de los sentidos o del espíritu, a pesar de su aparente hondura se revela cada día como más ingobernable por el raciocinio.

Sin embargo, no todos han de ser inconvenientes en esta proliferación de supuestas capacidades; ellas pueden servir de consuelo ante tanta queja que carcome hoy a padres, adultos mayores, maestros, profesores, por su señalada o sentida o percibida escasez, quienes acusan a las nuevas generaciones de despreciar la lectura, a los medios de obstaculizarla y reemplazarla, a los fantásticos adelantos tecnológicos de deformarla, aunque la justicia de tales denuncias es polémica y está por comprobarse, como tantas otras que se largan a circular por el vasto mundo.

De todas formas, cualquiera haya sido aquel dibujo, aquel trazo, voluntario o involuntario, consciente o subconsciente, es siempre el lector el que le da sentido, según su propia historia, su sentimiento, su interpretación, según lo que quiera establecer o demostrar. La tan mentada legibilidad viene muy dudosamente del propio objeto; somos los observadores quienes se la conferimos. Y no sólo al libro de la naturaleza o al de las cosas, también en el de aquéllos donde los seres humanos pusieron toda su voluntad y su genio de afirmación filosófica, estética, poética. Somos nosotros quienes les otorgamos el sentido a partir de nuestras vivencias, de nuestra experiencia, de nuestra concepción del mundo. Escribió alguna vez Virginia Woolf: “Anotar nuestras impresiones sobre Hamlet después de una relectura anual representaría escribir nuestra biografía, puesto que cada vez que aprendemos algo más de la vida Shakespeare comenta lo que nosotros sabemos”.

A favor de aquella multiplicadora tendencia se han lanzado, en estos últimos tiempos electorales, políticos, politólogos, intelectuales y académicos volcados resueltamente al minucioso análisis político, opinantes libres de la más diversa especie, fascinados por lo que, bien críticamente, Oscar Terán llamó “el imán de la política”. Todos ellos venían anunciando que iban a leer los resultados de las últimas elecciones, y hasta cómo habrían de leerlos. Hay, por las horas que corren, naturalmente, una extraordinaria coincidencia entre dichas lecturas, sus previsiones y sus opiniones precedentes y actuales.

Van, claro está, en una misma y feliz dirección. Tampoco, por supuesto, ciertas miradas y balances en la dirección contraria parecen muy ajustados y objetivos. En fin, que nadie podría, seriamente, jactarse de leer con gran exactitud en el polifacético libro de eso que llamamos realidad. O la voluntad del electorado. O lo que quiere la gente. O el alma de los pueblos. Ni de hacerlo, con tamaña velocidad, por y para mucho tiempo.

Cada vez con más fuerza, ahora se están leyendo hasta los silencios. Como en los grandes edificios que poseen ascensores y escaleras, las responsabilidades de tales actos corren por cuenta del lector, espectador o intérprete. Ya, con su ilimitada sabiduría, lo había anunciado el senador Carlos Reutemann, muchas horas antes de la jornada electoral: “Va a haber lecturas de todo tipo”, dijo.

Puede que, en un futuro no lejano (o en un presente no cercano), los hechos se lean de otros modos. O que, tal vez, éste de la multiplicidad de lecturas no sea el más pertinente de los caminos que suele elegir la razón: por algo el libro mayor de nuestra lengua pone tan cerca del enjuto caballero, derivada de su copiosa e indiscriminada lectura, una siempre extraña y discutible locura. Casi como un roce anagramático y una lección de vida.

* Escritor, docente universitario.

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