EL PAíS › PANORAMA POLITICO

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 Por J. M. Pasquini Durán

Entre las múltiples iniciativas presidenciales, esta semana algunas fueron dedicadas a las Fuerzas Armadas con la intención de provocar el “reencuentro” con la sociedad civil. Por lo pronto, reencuentro no es lo mismo que “reconciliación” como pretendía Carlos Menem con el indulto a los jerarcas del “Proceso” y antes Raúl Alfonsín con las leyes de obediencia debida y punto final. En ambos casos, los ex presidentes pretendían el olvido, mientras que Néstor Kirchner propone que cada uno se haga cargo de lo que hizo sin usar a la institución como paraguas o muro de contención. En otro momento, estableció que los crímenes cometidos y aún los pedidos de extradición de militares reclamados del exterior por delitos durante los años de plomo sean temas del ámbito exclusivo de la Justicia, desvinculando así al Poder Ejecutivo de ese indignante pasado. Por supuesto, sería deseable que los tribunales nacionales se hagan cargo de esos trámites pero si no es así, en tiempos de globalización, las jurisdicciones cerradas como ghettos pierden el sentido de soberanía para degenerar en aguantaderos de impunidad. No es casual que la derecha, tan entusiasta cuando se trata de la economía mundializada, en estos otros temas se brota de urticaria chauvinista.
La ausencia de oficiales retirados de la tradicional cena anual de camaradería subrayó el parte aguas en la historia contemporánea de las Fuerzas Armadas. La gélida recepción al mensaje presidencial de los militares en actividad también puso en evidencia que buena parte de ellos, aunque no hayan participado del terrorismo de Estado, todavía acepta la continuidad histórica sin ningún quiebre. Tal vez el texto de la mentada autocrítica del general, ahora retirado, Martín Balza, debería ser parte de la bibliografía de estudio de los colegios militares. Lo que es seguro, hoy como siempre, es que el “reencuentro” necesita de altas dosis de verdad y justicia para saldar la memoria histórica en lugar de forzar el olvido voluntarista, fuente segura de confusión y rencor. Los jefes y oficiales que realizaron la llamada “guerra antisubversiva” no tuvieron honor ni coraje para afrontar sus actos y las consecuencias, pero si esa bochornosa conducta suscita la complicidad, el consentimiento o la mera aceptación pasiva de lo que ocurrió, terminará por contaminar a las nuevas generaciones. En su propio beneficio, y por extensión en el de la sociedad civil toda, las Fuerzas Armadas, mejor más temprano que tarde, tendrán que darle batalla y derrotar al pasado de oprobio, sacando a la luz lo que hoy está oculto en los repliegues de un dañino espíritu de cuerpo. Es el inevitable punto de partida de una nueva época o, de lo contrario, como lo prueba la experiencia internacional, aunque pasen décadas las cuentas impagas volverán a ser reclamadas.
Saldar la violencia del pasado no es una exclusiva responsabilidad sectorial o de algunos, sino una tarea que involucra a la mayor parte de los ciudadanos. Asimismo, la reivindicación de los derechos humanos debería abandonar los límites de sectas esclarecidas o de afectados directos, ya que la ausencia de garantías y responsabilidades ordenadas por la Constitución es un lastre para la necesaria integridad nacional en términos de pluralidad democrática. Esa concepción tendría que ganar la comprensión de todos los núcleos vecinales que están ganando las calles en demanda de justicia para las víctimas de la delincuencia o del “gatillo fácil”. Sobre todo porque a caballo de esos legítimos dolores cabalgan propuestas autoritarias, alentadas incluso por algunos medios nostálgicos del orden conservador, que no se limitan a criminalizar la pobreza sino que aspiran a reprimir la protesta social con el pretexto de acabar con toda clase de violencias. Sin contar a los oportunistas que, con lágrimas de cocodrilo, tratan de llevar agua a sus molinos electoralistas. Con ajustado criterio, el gobierno nacional impartió directivas a la policía, que incluye la creación de la superintendencia de derechos humanos. El asunto es demasiado importante para que quede en las únicas manos de las burocracias. El movimiento de derechos humanos tiene multivariadas experiencias para aportar al propósito oficial, sobre todo para canalizar las debidas protestas vecinales hacia propósitos positivos, en lugar de abandonar esos espacios a las tentaciones despóticas o a los timadores de votos. Los derechos humanos no son exclusividad de los caídos en las luchas sociales y políticas, sino una parte sustancial del contrato social propio de un Estado de derecho que abarca a toda la población. Del mismo modo, la seguridad no excluye la libertad porque son términos de la misma ecuación de convivencia y una sin la otra acaban por anularse las dos en perjuicio del bien común. El despotismo y la represión ciega son los peores enemigos de la seguridad individual, según todas las evidencias de la historia.
Por lo mismo, sería lamentable que los veteranos defensores de los derechos humanos no integren a los reclamos vecinales de justicia, ante todo para darle una dimensión política, no partidaria, a lo que suele presentarse como una mera confrontación (cuando no complicidad) entre policías y ladrones. Detrás de esa apariencia está la degradación por la droga y el alcohol, el cada vez más fácil acceso a las armas de fuego, la ausencia de horizontes de progreso individual y colectivo, la agobiante desocupación, los míseros ingresos de las familias pobres que se ven obligadas a dejar a sus jóvenes, incluso a los más chicos, librados a su suerte, así como otros factores concurrentes. Ninguno de ellos se resuelve aumentando el poder de fuego de la represión, aunque el mayor número de agentes sea necesario para recuperar la sensación de tranquilidad en algunas zonas de la ciudad y del conurbano. La sociedad tiene que ir más a fondo que el propio gobierno. El movimiento piquetero, por su propia composición, debería asumir como una cruzada propia el combate contra el consumo de drogas y de alcohol, más que nada entre los jóvenes desocupados. Con el soporte de equipos multidisciplinarios hasta podrían encarar programas de rehabilitación. Cambiar la calidad de vida individual es otra forma de avanzar hacia los cambios de valor general.
Es natural que desde ambos extremos del arco ideológico se levanten voces de críticas intransigentes. Por otra parte, algunos movimientos de base, acostumbrados a la oposición frontal, son renuentes a construir expectativas favorables en el Gobierno por el temor de una defección o, peor, una traición como las que ya han vivido en veinte años de democracia. Por lo tanto, les cuesta tomar la palabra presidencial y avanzar en la misma dirección tan lejos como puedan llegar, así sea más allá de las intenciones oficiales. El prejuicio de ser catalogado por sus competidores ideológicos como “oficialistas” los inhibe, sin advertir que ingresan en otra contradicción: perder la oportunidad de incidir en las políticas públicas, cuando éstas se ajustan al bien común.
El presidente Néstor Kirchner no es un revolucionario y, hasta que no demuestre lo contrario, más bien es un buen burgués con sensibilidad social, sentido de la decencia administrativa y fuertes ambiciones de poder, las mismas que lo instalaron en el lugar que ocupa. Es obvio que desea erigir un liderazgo sobre bases conceptuales opuestas al discurso único de los conservadores ¿Hasta dónde llegará? Hay quienes piensan que una vez consolidado en el puente de mando, recaerá en la conocida voluntad hegemónica que suele atribuirse al pensamiento peronista. Otros sospechan que a la hora de acometer los temas de fondo de la economía amortiguará el ímpetu reformista para acomodarse entre los parámetros convencionales de las últimas décadas. Marchará, sin duda, hasta donde lo lleve su propia voluntad, las limitaciones de pertenecer a un mundo interdependiente y a una región sombreada por la presencia dominante de Estados Unidos, pero enesa enumeración hay que considerar la presión popular como una fuente de energía. A sus antecesores terminaron educándolos los factores de poder asociados con las peores prácticas del capital financiero internacional. ¿Será ésta la oportunidad para que los intereses del pueblo ocupen la cátedra? En lugar de acertijos especulativos, ojalá vayan consolidándose los buenos pasos porque el movimiento popular aplique la inteligencia y la flexibilidad que la hora requiere.

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