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Hace diez años Germán Abdala se fue a la lucha

Por Alfredo Leuco

Ayer se cumplieron diez años de la muerte de un patriota que hoy necesitamos más que nunca. Germán Abdala. El tendría hoy apenas 48 años. En los ‘70 se hizo militante peronista como don Manzur Abdala, su viejo, que siempre le decía “leé, Germancito, leé”, mientras se escondían de la policía brava de Onganía para entreverarse en reuniones peronistas donde se estudiaba cómo voltear a ese general patricio para recuperar la democracia y que así pudiera volver el general plebeyo.
Germán amaba la vida pero sobre todo el mar. Se hizo joven en Santa Teresita, con la caña para pescar y un asadito para compartir con los amigos. Abandonó los estudios de mecánica en un colegio industrial y empezó a ganarse la vida como pintor de autos en la Secretaría de Minería. Enseguida lo eligieron delegado. Porque era el mejor. El mejor compañero, el más generoso, el más divertido y, encima, el que levantaba todas las minas.
Germán, “negro, hincha de Boca y peronista –decía–. Qué más puedo pedir”. Se hizo hermano de la vida y de la lucha contra la dictadura y por los derechos humanos de Víctor de Gennaro, el tano. Juntos eran dinamita. Eran dos mosqueteros con una sola bandera de libertad. Un día, en la clandestinidad en la iglesia Santa Cruz, fundaron la agrupación con la que iban a ganar las elecciones en la Asociación de Trabajadores del Estado.
Siempre cerca de los organismos de los derechos humanos. Siempre lejos de los jerarcas sindicales corruptos y entreguistas. Siempre cerca del peronismo pero abiertos al diálogo y al trabajo conjunto con todos los sectores democráticos. Siempre adelante.
Hubo solo una cosa que lo pudo. Un maldito y extraño cáncer que se le instaló en la base de la columna vertebral. Dicen sus amigos que sufría dolores brutales que ni la morfina podía calmar. Que sentía como si le estuviesen acribillando la cintura y después las piernas. Su cuerpo se bancó 26 operaciones. Dos de ellas en los Estados Unidos y una en Cuba. Pero el turco Abdala se seguía consumiendo. Sus ojos profundos cada vez más metidos en la cara, sus huesos grandes cada vez más expuestos. La silla de ruedas para moverse. El coraje para seguir viviendo de la mano de Marcela Bordenave, su compañera de los últimos años.
En esa silla de ruedas tuvo dos momentos de gloria. Cuando asistió a la sesión en que la Cámara de Diputados sancionó su ley de convenciones colectivas de trabajo para los estatales que hoy se conoce como ley Abdala. El otro momento de felicidad en plena enfermedad lo vivió durante el plenario que fundó la Central de Trabajadores Argentinos. Abandonó la internación en Estados Unidos para estar presente en ese momento histórico. De Gennaro le decía que se quedara en el sanatorio. Pero Abdala lo abrazó y le dijo: “Tano, dejame vivir ese día con ustedes”.
Fue uno de los principales enemigos tempranos que tuvo Carlos Menem en el peronismo. Junto a Chacho Alvarez fue integrante del Grupo de los Ocho, que resolvió irse a buscar otros espacios para desarrollar las mismas convicciones de siempre.
Al final de los finales resolvieron con la familia ir a decirle chau a Santa Teresita. Pero pasaron tres días y Germán no salía de la casita humilde que habían alquilado. Griselda, su hija mayor, le dijo:
–Dale, papá, vamos que te llevo hasta la playa... Está tan lindo el mar.
–No, chiquita, no quiero que me vean así.
–Pero, papá, te llevo a la madrugada y así nadie te va a ver.
–No, negrita, no quiero que el mar me vea así.
Germán se fue hace 10 años y dejó un agujero negro entre los grandes referentes sociales de este país. Se extrañan sus ojeras turcas, su cigarrillo entre los dedos, su mate amargo, su grito de gol bostero, sus ocho hijos, su uniforme de jean, su devoción por Serrat, por Neruda y por Cooke, su hecho maldito del país burgués. A las 9 de la mañana del 13 de julio de 1993 Marcela vio cómo el monitor dejaba de emitir señales y se llamaba a silencio en el Hospital Italiano. Era el final. Empezó a acariciar la cabeza de un Germán Abdala que a esa altura pesaba 35 kilos. Se había quedado ciego y sin embargo veía con una claridad asombrosa el futuro.
No quiso que lo velaran.
Un día le dijo a Víctor: “No me bancaría la corona de ningún hijo de puta”. Seguía rebelde y combativo a las puertas de la muerte. Tal como fue su deseo, sus cenizas fueron llevadas al muelle viejo de Santa Teresita y cuando Marcela arrojó el primer puñado al mar dijo simplemente: “Chau, Germán”. Y se fue al oceáno que tanto amaba. Al mar, a la tierra y al cielo. Y a todos lados menos a la muerte. Se fue a la vida a organizar sindicatos decentes y a seguir luchando por la libertad, la dignidad del trabajo y los derechos humanos. Hace 10 años Germán Abdala se fue a la lucha.

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