EL PAíS

Entre los precios y los valores

 Por Eduardo Aliverti

El nuevo índice oficial para medir la inflación acabó por ser la gran cuestión de estos días. Lo que continúa sin resolverse es de qué hablamos cuando hablamos de inflación, si es por hallar algunos acuerdos básicos en torno de la forma de combatirla.

Como señaló el jueves Alfredo Zaiat, en su breve pero muy precisa columna sobre el tema en Página/12, la discusión sobre cómo se construyen los índices estadísticos es un debate tedioso y que corresponde a los especialistas, “bastante lejos de políticos, consultores y analistas. (...) Es prudente escuchar a quienes entienden de la materia y eludir a los promotores de la ignorancia. Encuesta nacional de hogares, canasta de bienes y servicios, ponderaciones, precios promedio, cantidad de locaciones y comercios relevados son conceptos básicos en la elaboración del IPC. Cualquier otra consideración, como la inflación del changuito u otras definiciones que parten del ombligo, sólo contribuyen a la confusión”. Y otro señalamiento destacado es que nadie, ni desde la oposición formal ni desde la que se nuclea en los “consultores” sistemáticamente requeridos por los medios adversos al Gobierno, salió a cuestionar el nuevo índice. Nadie. Hasta Hugo Moyano se permitió elogiarlo. El dato es relevante porque tanto las cifras de los asesores del establishment como las que difunde la oposición parlamentaria, en sus teatralizaciones mediáticas mensuales, se basan exclusivamente en las variaciones de precios de Capital y Gran Buenos Aires. El indicador debutante, en cambio, mide la inflación en todo el país y está compuesto por seis canastas que conciernen a Noroeste, Noreste, Cuyo, Patagonia y las regiones Pampeana y Metropolitana, en cada lugar con 520 variedades que se derivan de 150 productos a través de la suma de bienes y servicios en cada zona. Estas precisiones, sin perjuicio del descrédito absoluto que tenían los números inflacionarios del Indek, dejan muy débil a la sustentación científica del índice brindado por la oposición y sus agencieros. Jorge Capitanich relató ciertas anomalías infartantes acerca de cómo la oposición mide los precios. La opinión de que cada quien disponga sobre el funcionario, o acerca del Gobierno en general, no tiene por qué contar en esto, ya que se trata, sólo, de marcaciones procedimentales. Una de las metodologías de las consultoras privadas toma lo que cuestan alimentos y bebidas en el microcentro porteño, únicamente; y otra apenas releva dos supermercados de Buenos Aires. Lo más impresionante es que el jefe de Gabinete no fue desmentido. Ni entre los concurrentes a la presentación del nuevo índice ni entre los que pudieron haber estado –que supuestamente representa(ban) la urgencia de que los funcionarios dieran explicaciones con prensa “libre” delante– hubo quien lo retrucara. Ni durante ni después. Es carácter transitivo puro: si las cifras privadas que contrarrestaban al marcador oficial eran sólo e igualmente de Capital y GBA, y si ahora todos aceptan que el nuevo índice es realista porque, entre otras cosas y nada menos, mide los precios en el total del país, significa que el índice privado era tan trucho como el oficial. Para peor, el flamante IPC cuenta con el aval del FMI. Es decir que la oposición queda algo así como a la derecha de sí misma porque, al regir el respaldo de un organismo internacional con la fama de ése, que no es precisamente un antro de la izquierda trotskista, carece de amplitud para prolongar el cuestionamiento. Se repite: no porque el cuestionamiento no fuera legítimo, pero sí porque era ilícito en su fundamentación técnica.

Y a esta altura (aspecto, el siguiente, que en una buena mayoría de los análisis circulantes no se expone), indiquemos de una vez por todas que nunca ocurrió que el Indek fuese un órgano conducido por bobos, o trastornados, autoconvencidos de los falsos o incompletos guarismos que difundía. Lo que el Gobierno venía mintiendo del índice inflacionario fue una decisión política, cuyos costos centrales los pagó, en imagen, el cuco de Guillermo Moreno. ¿A efectos de qué? De que los bonos indexados por inflación –en manos de los sectores que viven de ella– no condujesen a un terremoto en las cuentas fiscales. Y la verdad comprobada es que, hasta ahora, tanto el Gobierno como la sociedad se las arreglaron para convivir con esos números tramposos, que no ejercieron influencia alguna en la voluntad popular. El antecedente semiológico más cercano –no el único, ni de cerca– son las elecciones presidenciales de 2011, cuando el kirchnerismo arrasó con el 54 por ciento y una distancia abrumadora sobre los dispersos que se le enfrentaban (y enfrentan). En ese momento, o etapa, la inflación oficial ya era fuertemente cuestionada, pero no como factor decisorio. Y en comicios previos y posteriores, ora la problemática de las patronales agropecuarias, ora la corruptela, la inflación real nunca fue una carta jugada a fondo. En síntesis previa: el Gobierno mintió a sabiendas por urgencias políticas mayores y el pueblo lo aceptó, porque en la relación costo-beneficio el cociente dio a favor de lo segundo. Este argumento puede parecer extremadamente cínico. Pero, en todo caso, no lo es menos que lo testimoniado por las políticas neoliberales. Nos vendían la necesidad de los ajustes ortodoxos. Y de la copa de los ricos que sólo al desbordar derramaría hacia abajo. Quienes ejecutaron esa construcción de sentido son los mismos que hoy ofertan volver a las recetas fracasadas, capaces de haber hundido al país hace pocos años. Debería aceptarse que no son menos mentirosos que el kirchnerismo habiendo manejando las cifras de inflación. Como, también en este diario, escribió ayer Claudio Scaletta, en la contratapa de Cash, “la historia de al menos los últimos 80 años muestra (que) los procesos de desarrollo económico, y expansión de derechos sociales para las mayorías, se produjeron siempre en el marco de políticas heterodoxas, nunca de la mano del presunto sentido común del mainstream y el beneplácito del poder financiero global. Una vez más, es necesario cuidar al bebé”. Lo único o prioritario que cambió es la necesidad gubernamental de ajustar tuercas en sus relaciones con ese mundo financiero internacional, producto de dólares que faltan, de inversiones que se necesitan, de ataques especulativos que son a escala regional y contra los países emergentes, y por supuesto de las deficiencias oficiales en cuanto plasmar una estructura productiva más resistente. Pero si la receta contra esos problemas es confiar en Melconianes y Esperts, vaya con lo que nos espera. Puede analogizárselo con el pase de Raúl Othacehé, alcalde de Merlo y quizás el más afamado como... barón de los intendentes del conurbano, a las huestes de Sergio Massa: porque, recordemos, Massa es quien dice que viene a renovar el proyecto nacional y popular. Su foto con Othacehé provocó conmoción en el propio “peornismo” opositor, como suele ilustrar Horacio Verbistky.

Disquisiciones de este tipo al margen, si se quiere y para reiterar, ese índice inflacionario terminó siendo uno de los grandes temas de la semana, a falta de alguno que volviera a contactar las probabilidades de nuevas corridas cambiarias, devaluación, clima de pudrición completa y etcéteras. Tanto es así que llegó a título de portada un rutinario chequeo médico a la Presidenta, para no hablar de que el Día de los Enamorados sustituyó a la inminencia de tembladerales. Los pronosticadores de catástrofes que nunca se cumplen arrancaron el año con buenas perspectivas, visto el escenario con el tipo de cambio y remarcación de precios que –es cierto– movió el amperímetro de la sensibilidad popular. O de lo que trasladan como sensación los medios de comunicación dominantes. El “reconocimiento” de la inflación por parte del Gobierno fue así un bálsamo que les permitió volver a la carga pero un índice, al fin y al cabo, no es más que un índice. Oficialistas y opositores coinciden en que lo sustancial es cuál política antiinflacionaria tomará nota del índice. El pequeño detalle diferenciador es que, para los unos, basta con ajustar por abajo, restringiendo la emisión de moneda. El Gobierno resiste y avisa que, aunque los agroexportadores y demases le hayan torcido el brazo, no dará el brazo a torcer. Ya apuntado en este espacio hace una semana, no se advierte en lo volitivo un ajuste por derecha. Hay un retroceso porque la devaluación implica regresividad en el bolsillo popular, pero no una dirección hacia asentar por ahí. Entre los unos y los otros, esa diferencia es el combate por la conciencia más o menos masiva en torno de quiénes forman los precios. Si los precios suben porque los precios suben, en reemplazo de especificar cuáles correlaciones de fuerza lo habilitan, es una pregunta invariablemente reiterada. El grado de concentración de la economía argentina en pocas manos es apabullante, al igual que su dependencia del exterior. Puede discutirse si esa concentración es mala en sí misma, pero es difícil impugnar que en el caso argentino no sirvió ni sirve para el aumento sustantivo de inversiones y productividad. La experiencia kirchnerista extrajo una parte de esa renta de las grandes compañías, para satisfacer necesidades o intereses populares, como nunca se lo había hecho, pero queda claro que no alcanza –más vale: nunca alcanzará– para afrontar cimbronazos tranquilamente. Ese es el terreno de disputa. O el central, por lo menos. Quién gana la batalla para administrar la conciencia popular. El poder, bah.

La pueden ganar los que terminaron con el país, como ya se sabe, o quienes aún presentan pelea contra los que condujeron, para no abundar, a diciembre de 2001.

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