EL PAíS › OPINION

La casa, el piso y el techo

La nueva moratoria previsional, un modelo que se amplía. El sistema jubilatorio, su evolución. El esquema actual, una base muy ampliada. Progresar avanza: los que ya están, los que faltan todavía. Movimiento obrero y clase trabajadora, dos conceptos cada vez más distintos. Y un vistazo sobre el Congreso.

 Por Mario Wainfeld

La nueva moratoria previsional fue hecha ley en Diputados por una mayoría contundente, pluralista y atípica (ver nota aparte). Se procura incorporar a medio millón de jubilados que no pudieron cumplir con los aportes. El sistema no es universal químicamente puro, pero le pasa bien cerca a fuer de muy abarcante y solidario. El derecho se supedita a requisitos objetivos que anulan o minimizan en extremo la discrecionalidad de los funcionarios. Se concibe para ser reconocido “por ventanilla” y no merced a favores personales o políticos.

El porcentaje de cobertura jubilatoria es altísimo, comparado con parámetros internacionales: creció explosivamente desde 2003. Forma parte de un esquema de protección social extendido, muy reparador respecto de los sectores más desfavorecidos.

Un imaginario popular aún vigente conserva memoria y valoración alta del sistema contributivo. Se instaló en épocas de pleno empleo, con alta densidad de aportantes. Sólo se jubilaba quien “se había puesto” durante períodos prolongados, lo que no parecía tan grave porque eran numerosos.

A pocos se les ocurría tomarse en serio jubilar a las empleadas domésticas o al grueso de los peones rurales. De las amas de casa, ni hablar.

La jubilación privada fue una estafa que imprimió un giro individualista al criterio imperante. Simplifiquemos, con fines didácticos, no exhaustivos. Se inducía al “inversor” a pensar: “es mi plata, un banco o financiera me la administra y hace crecer, me juntaré con un toquito cuando llegue el otoño”. Era un curro descomunal, que sintonizaba con el espíritu neoliberal de la época, que no sólo cundía “por arriba”. De la matriz contributiva-ciudadana se pasaba a la idea del individuo aislado que se salvaría solo.

El neoconservadurismo menemista y de la Alianza arrasó con lo que había. El desempleo, la merma sideral del valor adquisitivo, los recortes formaron un combo explosivo que indujo a la baja de cualquier indicador.

A partir del 2003 se fue reconfigurando un sistema que elevó y ensanchó el piso, cambiando las coordenadas básicas. No se teoriza tanto ni hay leyes que lo sistematicen en conjunto pero hoy día predomina un sistema mixto, en parte contributivo y en parte solidario. Cada vez son más quienes, sin haber aportado ni el tiempo ni el dinero “necesarios”, tienen protección cuando se retiran. Es formidable que así sea, para una cosmovisión que cuestione y mitigue la lógica cruel del capitalismo.

El diputado Martín Lousteau (FA-Unen) fue uno de los pocos que se abstuvieron. Argumentó que la norma era más generosa con los que no habían aportado plenamente que con quienes lo habían hecho. Su punto de vista es sesgado, aunque (por eso) es coherente con su visión del mundo. Discrimina, sin verbalizarlo, a quienes se quedaron atrás o afuera sin responsabilidades propias. Omite ponderar qué tal se portaron el Estado, los patrones, la sociedad con quienes estaban desvalidos, sus supuestos “privilegiados” de hoy.

Son un colectivo heterogéneo y castigado, excluido o semiexcluido. Comprende a quienes no consiguieron conchabo como consecuencia de las crisis, las políticas antiobreras. O cuyos patrones defraudaron al fisco evadiendo las cargas obligatorias: trabajaron en la informalidad, porque el empleo decente no es, ni siquiera ahora, un derecho concretado para todos.

La nueva ley empareja algo a quienes tienen similares derechos. Las consecuencias son patentes: se amplía el universo, crece la inversión social. La base de la pirámide se hace más ancha, predomina la jubilación mínima, la cima se distancia menos.

Son opciones de política económica social, que justificarían abordajes públicos profundos. Reformas legales innovadoras, que contemplarán o emprolijarán las distintas situaciones.

También será necesario, más pronto que tarde, un pensamiento estratégico acerca de qué hacer con futuras camadas de personas mayores que tampoco estarán “al día” con todos sus aportes. No por falta o culpa propia, sino por falencias del sistema económico-social.

El pensamiento que expresa Lousteau (tan distinto de lo que predicaba hace pocos años) es una versión posible. Acaso sea la que prime en el amplio espectro opositor.

Prolongar esa política de modo sustentable no es labor sencilla, ni en las pampas feraces ni en ningún lugar del globo terráqueo. La expectativa de vida crece, las edades para retirarse se mueven lentamente y suscitan resistencias lógicas de los interesados.

El sistema nacional suda tinta tras treinta años de restricciones en los aportes. Un tercio de la clase trabajadora en la informalidad es un escollo mayúsculo. El kirchnerismo consiguió reducirlo en sus años más prósperos, hace varios que no mueve esa aguja.

Una reforma fiscal agresiva con los estamentos más ricos o con actividades exitosas y demasiado protegidas sería parte de una solución compleja: no parece estar en la agenda de la etapa. El kirchnerismo, da la impresión, no innovará a fondo hasta el fin del mandato presidencial. Las oposiciones con más chances electorales para 2015 sólo piensan en reducir impuestos.

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No es simple progresar: Tras un largo lapso de medidas expansivas, de tendencia universalista (como la Asignación Universal por Hijo, las leyes laborales y las jubilaciones) adivino el momento de centrar la mirada en quienes no accedieron a esas conquistas. La consigna, o el slogan, aplicable es “focalizar para universalizar”. O sea registrar colectivos a los que no llegaron las ampliaciones de derechos. La moratoria es un caso. El programa Progresar es otro. Se dio a conocer en febrero, para dotar de ingresos a jóvenes de escasos ingresos y promoverlos mediante la educación formal o la capacitación laboral.

La hipótesis oficial, que se mantiene ahora, es que podía sumar más de un millón y medio de beneficiarios. De entrada, pudo advertirse que no sería simple que se inscribieran exitosamente todos. A diferencia de la Asignación Universal por Hijo (AUH), cuyos titulares eran niñas y niños, representados por sus padres o madres especialmente, en este caso son los jóvenes ciudadanos quienes deben gestionar su alta. Es más arduo que lo hagan, sobre todo porque no son para nada un conjunto homogéneo.

Las cifras oficiales no son de fácil acceso. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner y el titular de la Anses, Diego Bossio, ponderaron recientemente en 500.000 los pibes y pibas que ya están incluidos en el Progresar. Para julio se arañaba esa cifra según datos extraoficiales, muy confiables, a los que accedió Página/12. Las solicitudes rechazadas por no cumplir los recaudos fijados rozan las 300.000 y hay más de 220.000 pedidos observados por falta de algunos elementos, que podrían superarse.

Una mirada impresionista sugiere que las primeras inscripciones provinieron de trasvasamiento de otros programas nacionales o locales, similares en sus designios pero menos amplios en los beneficios. Y que también llegaron pronto jóvenes avezados, con ciertas competencias o hábiles para hacer valer sus derechos. Estudiantes de hogares muy modestos, por ejemplo. O pibas-madres jefas de hogar, siempre atentas para buscar cómo parar la olla.

Tal vez los núcleos más duros de exclusión sigan sin cobertura, en tendencia. Se irán agregando, si media mucho laburo social, militante o estatal. La desconfianza respecto de lo institucional o del Estado, quizás, sea un factor a remover. De cualquier modo, Progresar es una movida contracíclica y tutelar, en una coyuntura difícil. Un buen ejemplo: incentivar la inversión social, “por abajo”, en un trance recesivo. Otra opción ideológica, dura para implementar, digna para remarcar.

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La clase y el movimiento obrero: Desocupados, changuistas, informales, microemprendedores, laburantes de empresas recuperadas... el “mundo del trabajo” está segmentado. Su abanico es, por ahí, el más amplio de los últimos setenta años. La retórica peronista a menudo usa “clase trabajadora” y “movimiento obrero organizado (MOO)” como sinónimos, expresivos de la “columna vertebral”. Jamás fue estricta la asociación, nunca fue tan impropia como en las décadas recientes.

Concentrada en los trabajadores en relación de dependencia, la Confederación General del Trabajo (CGT) expresa a un sector, el más aventajado, lo que no equivale para nada a decir una elite.

En un libro imperdible (Ser sólo un número más), la socióloga Paula Abal Medina describe así al MOO: “fragmentado o unido está corroído por las exclusiones: es una realidad demasiado extensa la que le que queda fuera. Una realidad que no representa ni además ni siquiera interpreta y, para peor, muchas veces descalifica y estigmatiza”. Puesta a describir al “sindicalismo camionero” que encarna Hugo Moyano, Abal Medina añade que “es una representación de segmento que, cuando quiso desplazar su conducción al conjunto del movimiento confundió la parte con el todo y por eso terminó subordinando sus alianzas con el gobierno kirchnerista con las necesidades legítimas de los trabajadores ‘del techo’ (...) El sindicalismo se vuelve incapaz de expresar e interpelar e interpelar al universo heterogéneo de la clase trabajadora”. Es difícil sintetizar mejor la trayectoria reciente de Moyano, que siempre fue mejor dirigente de los camioneros que del conjunto.

No es una carencia que lo rezague respecto de otros líderes gremiales. Mayormente es compartida, tanto que “el Negro” fue primus inter pares durante muchos años. El déficit, la mirada sesgada, es patrimonio compartido y demuestra la magra creatividad de una apabullante mayoría de la dirigencia sindical. No capitalizaron una etapa de mejoras generales: cambios legislativos e institucionales progresivos en sesgo, crecimiento del empleo, paritarias anuales y fortalecimiento de sus propios gremios.

El paro del jueves pasado, más allá de abordajes contingentes (que este cronista sobrevoló el viernes) subraya las disparidades del conjunto, que son un reto para los años venideros.

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La casa y el futuro: El kirchnerismo, que arrancó con una visión laborista-desarrollista muy tradicional, fue revisando sus premisas. Lo hizo al percatarse (a veces rápido, a veces con timing, a veces un poco tardíamente) que su visión de país y su modelo de crecimiento no abarcaban a todos los argentinos. Comprendió que la política económica y la laboral se quedan cortas para abordar las necesidades de la clase trabajadora.

Edificó un paradigma de políticas sociales a su modo: como una casa familiar construida por un maestro mayor de obras. De a puchos, agregando dormitorios, sin una planificación fina, respondiendo a los desafíos sucesivos, pensando en que hubiera cobertura social para todos. El piso se ha ampliado generosamente.

La moratoria de las jubilaciones, el Progresar, son dos ejemplos encomiables, presentados en un año difícil.

Las preguntas de cuánto debe mejorarse, cuánto ampliarse, cuánto sostenerse el actual sistema de protección social y de quién capacita para hacerlo son ejes centrales que dirimirán los argentinos con su voto.

El contorno y la región parecen virar o por lo menos guiñar a la derecha. Un avatar azaroso de la historia pone en jaque la reelección de la presidenta brasileña Dilma Rousseff. El resultado no será inocuo para los argentinos. Los virajes en Europa dan pavor.

Los pueblos definirán su futuro, acá y allá. La proverbial capacidad de los trabajadores argentinos para defender sus conquistas forma parte del cuadro, en buena hora.

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Imagen: Télam
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