EL PAíS › LOS ARGUMENTOS DE LOS ABOGADOS DE LOS REPRESORES EN EL MEGAJUICIO DE LA PERLA Y CAMPO DE LA RIBERA

La estrategia de negar todo

En el juicio que se realiza en Córdoba y concluiría en agosto, pese a los múltiples testimonios y pruebas, los defensores de Menéndez y otros 44 acusados insisten en que no hubo delitos de lesa humanidad, ni un plan de apropiación de bebés, ni tampoco centros clandestinos.

 Por  Marta Platía

Desde Córdoba

Ante la prueba abrumadora de los 581 testigos que pasaron por este juicio, más la documentación escrita que se sumó y dio cuenta de los padecimientos de las 716 víctimas que abarca esta megacausa, los ejes de la defensa de oficio del multicondenado general Luciano Benjamín Menéndez y los otros 44 represores acusados pasan por la negación. En esa hipótesis, para ellos no hubo crímenes de lesa humanidad “porque ocurrieron antes de que se determinara que eran de lesa humanidad”, no existió genocidio, ni plan sistemático de apropiación de bebés en Córdoba, ni tampoco campos de concentración.

En ese punto, cuando nombran a los centros clandestinos, los llaman tal como los designaban los represores en la última dictadura: “Lugar de reunión de detenidos”. Y cuando los abogados admiten que alguno de sus defendidos estuvo en una sala de tortura, se preguntan “¿Y qué es estar? ¿Se puede culpar a alguien sólo por estar?”. Interrogantes que en este marco, y por su estentórea falacia, avergonzarían a cualquier filósofo que rinda honor a la ética de la duda como herramienta de búsqueda de la verdad.

Como ya ha sucedido con cada una de las etapas de este extensísimo proceso judicial –va por su cuarto año–, tampoco es fácil ahora escuchar los argumentos de los defensores sin someter al sistema nervioso a un enorme ejercicio de paciencia y tensión. Durante este tramo que comenzó hace poco más de un mes, es habitual ver cómo algunos de los familiares de las víctimas y los sobrevivientes, que aún siguen asistiendo semana tras semana, se muerden los labios para no proferir quejas, se tapan los oídos con sus manos o sacuden la cabeza negando los planteos a favor de los imputados, resoplando una y otra vez en un intento de darle respiro al cuerpo. A los pulmones que se les cierran como un puño. Mantenerse en silencio ante lo que no pocas veces arrancaría gritos de bronca.

Es que cuando por fin los abogados dan por cierto que hubo “sitios donde se alojaban prisioneros”, sus defendidos nunca estaban allí. Por eso no torturaron, ni violaron, ni robaron, ni asesinaron ni desaparecieron a miles de personas: porque no estaban. Siempre ausentes con o sin aviso, tenían licencia; o los habían trasladado de provincia; justo estaban a punto de ser padres; estaban rindiendo alguna insólita materia de algún poco probable oficio; pasaban los días cuidando a sus madres ancianas y enfermas; o en alguna otra dependencia en la que desempeñaban sólo “trabajos administrativos”.

La Perla, el Campo de La Ribera, estaban poblados de represores casi evanescentes, pero a la vez eran sitios férreamente controlados por la Gendarmería sobre la que sí deslindan toda la responsabilidad de lo ocurrido. “Ellos tenían a cargo la vigilancia y la atención de los prisioneros”, repiten. Es obvio que la muerte durante el juicio del acusado Luis Ángel Quijano, uno de los principales jerarcas de Gendarmería y el único que estaba imputado aquí, les vino bien para cargarle con ese peso.

Claro está que hay decenas de testigos que juraron ante el Tribunal haber visto a los acusados en los campos de tortura y exterminio. Represores reconocidos en acción con nombres, apellidos, alias, tormentos y muertes. Uno de los casos más flagrantes que le tocó al dúo de defensores Carlos Casas Nóblega y Juan Pablo Ferrari fue el de Héctor “Palito” Romero. Un hombre al que llamaban así por su técnica para torturar a palos a quienes caían bajo su arbitrio. Los abogados alegaron que “viajaba todos los días en ómnibus desde su pueblo, donde era y siempre fue un buen vecino, y a la noche volvía a cuidar a su madre que estaba enferma. Era casi una hora de ida y otra de vuelta todos los días en 1976: no tenía tiempo material para hacer todo lo que se le atribuye”. En cuanto a uno de sus más célebres crímenes, el del estudiante de arquitectura Mateo Molina, a quien mató de un puñetazo apenas llegó secuestrado a La Perla, explicaron: “El agente Palito Romero le dio una trompada y lo hizo caer. En la caída golpeó la cabeza con una mesa y murió instantáneamente. No hubo tiempo para torturarlo. Hubo testigos como (el sobreviviente Gustavo) Contepomi que dijo que lo mataron apenas llegó a La Perla, que no hubo tiempo de llevarlo a la sala de torturas”, remarcó el defensor a modo de descargo.

Durante el juicio hubo varios sobrevivientes que describieron el momento en que el represor Palito Romero salió de la oficina apenas mató a Mateo Molina: mirándose el puño con el que lo golpeó, mostrándolo orgulloso y soplándoselo mientras se jactaba: “¡Qué pegada que tení, varón!”.

Ya que era imposible negar el asesinato por la contundencia y coincidencia de los testimonios, los defensores le bajaron los decibeles al crimen: “homicidio preterintencional”, lo recalificaron. Es decir: no hubo intención de dolo, de matar a la víctima. Además, “tampoco lo habían llevado a la sala de tortura”. Todo un atenuante.

Las defensoras Natalia Bazán y Berenice Olmedo tienen un estilo más sofisticado, detallado y preparado en sus alegatos. En el caso de Bazán –nacida en La Rioja en 1975– ya es una de las más destacadas profesionales en su especialidad en Córdoba. De hecho, tuvo a su cargo la defensa oficial del dictador Jorge Rafael Videla y de Luciano Benjamín Menéndez en el juicio de 2010, en el que se los condenó por los fusilamientos en falsas fugas de 31 presos políticos durante el invierno de 1976 en la cárcel estatal UP1. En esa oportunidad ejerció una defensa técnica que fue valorada por sus compañeros de equipo, la fiscalía y varios de los querellantes. Sobria y precisa, sabe caminar por hielo fino en un difícil, inusual equilibrio que incluso los dos jerarcas le reconocieron.

Genocidio sin autores

Para la defensa, “como no se tiene precisión de quién (entre los represores) hizo qué, a todos los comprende el beneficio de la duda”. Desde allí, van directo al pedido de “absolución” de los acusados “por la duda insuperable”. En esa dirección intentan soslayar el hecho de que se trató de terrorismo de Estado, ejercido por militares y policías. Funcionarios estatales que operaron durante años (aún antes del golpe del 76) a modo de pandillas; de grupos de asalto con roles asignados, apodos y alias; sin autorización judicial y de modo sistemático. Bandas que secuestraban, torturaban, violaban, robaban, asesinaban y desaparecían a los ciudadanos sin darles oportunidad alguna a defensa en juicio.

“Acá se involucra a todos en todo; los acusan de pertenencia”, repiten los defensores a modo de estribillo, y solicitan que se demuestre “quién hizo qué cosa, cuándo y contra quién” en cada uno los casos de las 716 víctimas que juzga esta causa. Se quejan de las supuestas fallas de la instrucción del juicio e intentan desmerecer la tarea de los fiscales.

Respecto de las torturas, la defensa alegó que “las víctimas fueron atormentadas por otros prisioneros, no por los imputados”. Así lo aseguró el abogado Carlos Casas Nóblega en el caso del desaparecido José Carlos Perucca. “Los sobrevivientes dijeron acá que estaban vendados, que no podían ver quiénes los torturaban”, dijo. Pero no negó que la víctima a la que se refería “fue trasladada” (fusilada y ocultados sus restos) en la jerga de los represores.

Como en un campo minado, la prueba demoledora explota en cada caso: “Sí –tuvo que conceder el penalista– uno de mis defendidos, el ya fallecido Bruno Laborda, explicó con lujo de detalles en un reclamo administrativo cómo ejecutaron a un detenido por lo del asesinato de Bulacio, pero eso no significa que diga quiénes fueron. Él dice que fue un pelotón, pero podría haber sido una sola persona... Acá se los acusa de pertenencia. De estar. No se precisa quién hizo qué, así que debe aplicarse el beneficio de la duda insalvable para mis defendidos”, insistió.

En cuanto a los sobrenombres y alias de los represores, la defensa alegó que “no hay pruebas de que los imputados sean realmente los que llevaban esos apodos”.

Por su parte, su colega Juan Pablo Ferrari rebatió la figura del genocidio durante la dictadura: “No se trató de genocidio porque no se trató de exterminio de grupos étnicos”, zanjó. Dejó de lado, como viene ocurriendo en esta discusión, el “politicidio” y la pertenencia a grupos políticos que son perseguidos y exterminados por su cosmovisión y pensamiento.

En ese punto hasta citaron a Albert Einstein y su teoría de la relatividad para definir “qué es la verdad”. ¿Es un elemento pétreo o tiene el dinamismo y la relatividad que cambia con el tiempo de una cultura a otra? Así, cuestionaron que los delitos sean de lesa humanidad “porque cuando se cometieron no lo eran, no se habían fijado como tales” (en el país); e intentaron desacreditar la “imprescriptibilidad” de la apropiación de bebés durante la dictadura.

Uno de los argumentos más descabellados fue el que esgrimieron contra los sobrevivientes: “Ellos faltaron a la verdad a la pregunta del juez (la inicial, la de forma que se realiza cuando se pide el juramento de veracidad antes de cada testimonio) de si tenían enemistad manifiesta o alguna otra relación con los imputados, o interés en este juicio. Dijeron que no. Lo negaron. Los testigos faltaron a la verdad”. Según este razonamiento, se podría invalidar cualquier testimonio en cualquier juicio. La víctima no quiere a su victimario. Huelga ese planteo en un proceso judicial por delitos de lesa humanidad: con sobrevivientes de campos de concentración, sometidos durante semanas, meses o años a esclavitud, torturas, violaciones de todo tipo y la inminencia de la muerte.

La teoría del dominio del hecho, del jurista alemán Claus Roxin –según la cual es tan o más responsable quien ordena el crimen quien lo comete– también padeció lo suyo en estas últimas jornadas. En defensa de los represores de menor rango, la defensoría apuntó a que “no tenían el dominio del hecho: no pudieron decidir el hecho. Recibieron órdenes y lo hicieron”. Pero si el defendido pertenece a los grados más altos, se invierte la carga: “No estaban en el lugar, ellos no apretaron el gatillo. Esa es una teoría hecha para jerarcas de escritorio, como Hitler o Stalin, no para los militares de este país”, desestimaron.

Aunque aún faltan semanas para que terminen sus alegatos, los defensores ya plantean el corolario en vista de las posibles condenas a prisión perpetua. Sostienen así que “penarlos con cárcel sería violatorio de sus derechos humanos, ya que la mayoría de ellos rehizo su vida, sus familias y hace treinta años que están insertos en la sociedad. No son un peligro para ella”.

Cuando concluya esta etapa, los imputados tendrán derecho a ampliar –una vez más– sus declaratorias. Se sabe que Luciano Benjamín Menéndez, que ayer cumplió 89 años, volverá a hablar. El ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército está en prisión domiciliaria y cuenta en su haber con once condenas a prisión perpetua y otras dos por una veintena de años cada una. El Cachorro o La Hiena Menéndez es el militar más condenado de la historia argentina.

El juicio de Córdoba

Cuatro años es mucho tiempo en un juicio. Este, que es el juicio más largo e importante de la historia judicial cordobesa, arrancó el 4 de diciembre de 2012 y terminaría en agosto. En su desarrollo ya murieron diez de los imputados y hasta un abogado defensor, el penalista Osvaldo Viola.

De los acusados, el primer fallecido fue Aldo Checchi, quien se suicidó apenas un día antes del comienzo: se disparó a la cabeza dentro de un hospital militar en Buenos Aires, donde supuestamente lo custodiaban y tenía vedado el acceso a armas. El último represor muerto fue Raúl “el Francés” Fierro, también llamado “el Coleccionista”, por su costumbre de guardar fotos de los cuerpos acribillados debajo el vidrio de su escritorio del Tercer Cuerpo de Ejército. Fierro murió el 1° de enero de este año.

En todo este tiempo –y ya van casi 340 audiencias– ninguno se arrepintió de nada. Ninguno se conmovió por el dolor de las víctimas. Por el reclamo de las Abuelas o las Madres de Plaza de Mayo que buscan a sus hijos y nietos. La mayor parte del tiempo se comportaron como en una siniestra, decrépita estudiantina en la cual se acostumbraron a hacer señas peyorativas a las cámaras; taparse la cara con bolsas y revistas y, en el caso de tenaces violadores y abusadores como el Gato Gómez, no perdieron oportunidad de acosar e incomodar a las reporteras gráficas, cada día, a la hora de las fotos del inicio de las audiencias. Fuera de la sala, ya en horda y mientras suben o bajan del colectivo que los traslada desde Tribunales al penal de Bouwer, tampoco se privaron de insultar, proferir propuestas obscenas o insultos y amenazas contra los periodistas que cubren el juicio.

Quienes asisten a este proceso desde el principio pueden dar fe de que lejos de vivir situaciones de “venganza”, como afirman políticos y activistas de sectores contrarios a estos juicios, los reos han gozado de atención médica permanente, internaciones hospitalarias cuando lo han necesitado, y hasta la posibilidad diaria de ver a sus familiares en la sala contigua a la de audiencias: la misma en la que cuando así lo prefirieron, pudieron seguir las alternativas de las sesiones por un sistema de televisión de circuito cerrado. También se les proveyó, para la ampliación de sus declaratorias y cada vez que lo pidieron, de pantallas con sistema power point para dar sus pseudo clases de historia: tal como convirtió en costumbre el ex carapintada Ernesto “Nabo” Barreiro.

Este fue un tiempo judicial por el que los organismos de derechos humanos aguardaron y lucharon por más de 37 años, y durante el cual el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) halló por primera vez en un predio militar en Córdoba los restos óseos humanos de cuatro estudiantes de medicina secuestrados y asesinados el 6 de diciembre de 1975.

La sala de audiencias se estremeció como nunca la mañana del 24 de octubre de 2014, cuando en los Hornos de La Ochoa –la estancia en la que descansaba Menéndez durante sus años de poder absoluto– se encontraron los restos de Lila Rosa Gómez Granja, Ricardo Saibene, Alfredo Felipe Sinópoli Gritti y Luis Santillán Zebi.

Pocas semanas después, el 10 de diciembre, e intentando bastardear el Día de los Derechos Humanos, el Nabo Barreiro se paró ante el Tribunal Oral Federal N° 1, presidido por Jaime Díaz Gavier, y le entregó la primera lista de nombres de desaparecidos que militar alguno le haya entregado a la Justicia argentina desde que comenzaron estos juicios. Dieciocho nombres y la “ubicación” de entierro de un desaparecido “el 19, innominado” de una lista que, según dijo, había confeccionado con “la comisión” que lideraba y estaba integrada por otros tres represores que oficiaron todo este tiempo como sus súbditos: Hugo “Quequeque” Herrera, Héctor “Palito” Romero y Luis “Cogote de Violín” Manzanelli (fallecido en noviembre de 2015).

Barreiro sabía que era cuestión de tiempo que el EAAF obtuviera las identidades de los restos óseos hallados cotejando los ADN. Y de hecho sabía lo que entregaba: “Los cuatro estudiantes hallados estaban juntos, tal como lo indicaron en el papel. Eso demostró que los reos tienen su base de datos intacta. Que si quisieran, podrían decir dónde están los desaparecidos”, le dijo a este diario el fiscal Facundo Trotta.

El Nabo, en el cénit de su cinismo y megalomanía, intentó que se lo viera “con ánimo de colaborar con las familias”. Pero el tiro le salió por la culata: “Entregando esas listas no hicieron otra cosa que admitir que los mataron”, coincidieron el querellante Miguel Ceballos y el fiscal Trotta. Eso, y su voracidad por la prensa a la que mintió que “en La Perla no murió nadie”.

Este fue un juicio que vio al casi siempre pétreo, paquidérmico Luciano Benjamín Menéndez enrojecer de ira, perder la compostura, tartamudear y hasta tropezar con los muebles de la sala de audiencias cuando fue acusado de ladrón en el caso Mackentor (el “Papel Prensa” cordobés); o cuando algún sobreviviente de una de las familias más perseguidas y masacradas de Córdoba, como los Vaca Narvaja, le recordó su “miserabilidad, cobardía y barbarie” por la decapitación y exhibición de la cabeza del padre, Miguel Hugo Vaca Narvaja, ex ministro del Interior del presidente Arturo Frondizi, o el fusilamiento de su primogénito del mismo nombre, un abogado de 35 años, defensor de presos políticos y padre de tres hijos.

Un juicio en el que Héctor Pedro Vergez, alias “Vargas”, se burló impiadoso del dolor de la también diezmada familia Ferreyra. Con un gesto de sus manos le “gatilló” a la foto de Diego Ferreyra, a quien literalmente cazó a balazos frente a sus padres y se llevó junto a su joven esposa Silvia “Pohebe” Peralta, el 24 de mayo de 1976. Su hermano Francisco, que sostenía la pancarta, lo denunció por este gesto al Tribunal a través de su abogado querellante.

Este ha sido un juicio durante el cual los represores se pelearon cuerpo a cuerpo dentro del pabellón MD2 de Bouwer –donde están recluidos los presos por delitos de lesa humanidad– por la territorialidad y el poder en una en una convivencia de infierno. O se agruparon para darle una paliza a puños y patadas a Vergez: un hombre cuya extrema grosería, escasa higiene física y “constantes flatulencias a voluntad”, entre otras violencias cotidianas, terminaron por socavar el ya infranivel que comparten seres de esta ralea. Presos singulares en todo sentido y a los que, hace pocas semanas, en una redada que efectuó el Servicio Penitenciario, les confiscaron desde “vinos espumantes” en la heladera; hasta teléfonos celulares, seis módems, aparatos de MP4, un destornillador, chips y hasta un consolador.

Por estos días, este es un juicio en el que se ha vuelto habitual ver que los acusados lloren en cámara conmovidos por sí mismos, cuando los defensores en el ejercicio de su trabajo profesional, los señalan como “buenos abuelos”, vecinos “ejemplares”, excelentes “compañeros de trabajo” o “ancianos que merecen terminar sus días en familia”.

El torturador Miguel Ángel “Poroto” Lemoine sollozó y las lágrimas le empaparon la cara debajo de sus anteojos cuando la defensora Berenice Olmedo pidió para él y “para Luciano Benjamín Menéndez” que, si llegaran a ser condenados, “no se les prive de la jubilación ya que ellos, aun cuando no tienen a otras personas para alimentar, es con lo único que cuentan en esta difícil etapa de su vida”. Afirmó que dictaminarlo sería una “pena cruel que dejaría a personas ancianas y con problemas de salud sin ningún medio para proporcionarse la subsistencia. Y los efectos de la pena se extienden sobre sus familiares, ya que son ellos quienes deberían afrontar su manutención”. Los presentes en la sala se revolvieron molestos en sus butacas, intentaron con una dosis extra de templanza escuchar el pedido de un ansiado, casi idílico final de vida para estos acusados que, cuando se creyeron los dueños de la vida en todo el país, se la arrebataron para siempre a sus víctimas y aún hoy no les permiten a las Abuelas, las Madres y los familiares de los desaparecidos saber dónde están y qué fue de los nietos apropiados.

Imputados que ahora lloran, pero siguen sin decir dónde están.

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El megajuicio abarca los casos de 716 víctimas del terrorismo de Estado en los centros clandestinos de La Perla y Campo de La Ribera.
 
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