EL PAíS › PANORAMA POLITICO

Interpretaciones

 Por J. M. Pasquini Durán

Con algunas dosis de exageración, tanto los piquetes como el Gobierno, a propósito de la jornada del jueves último, han presentado los resultados de cada uno como exitosos. Los voceros de los movilizados imaginaron que se colocaron a la vanguardia de la resistencia popular, una categoría que por el momento está ausente del imaginario colectivo o, para ser más precisos, de la voluntad mayoritaria, todavía pendiente de la gestión de la administración Kirchner. Llamar vanguardia a una avanzada de un ejército inmóvil describe más bien a una patrulla perdida. Por otra parte, la asistencia a los cortes fue irregular y fragmentaria, como no podía ser de otra manera ya que los convocantes eran porciones, de distinto tamaño, del movimiento general de piqueteros que, a su vez, aun en su totalidad, es una minoría organizada entre millones de desempleados. Tampoco hay datos a la vista que indiquen una aproximación solidaria de las clases medias, incluso las empobrecidas, sino una grieta más ancha en la comprensión pública de este tipo de actos, ni de los trabajadores con empleos, a pesar de los esfuerzos de estos grupos resistentes para izar entre sus banderas la de la reforma laboral.
En rigor, los únicos que pueden alegrarse por la creciente distancia entre la impaciencia de estos piqueteros y las expectativas del resto de la sociedad, sobre todo de las clases medias, son los publicistas de la derecha que alientan campañas destinadas a romper la alianza de cacerolas y piquetes, cuya capacidad de influir en los asuntos públicos se puso a prueba en diciembre de 2001. Esa alianza, ya no para oponerse a un presidente sino para impulsar al actual, es una imagen de pesadilla para las derechas locales y algunos de sus socios internacionales. Como a las llamadas vanguardias estos matices le importan un espárrago –las consideran variantes del mismo sistema–, salen a la confrontación directa y el Gobierno, sin desearlo y aun en contra de sus intereses, responde al desafío sin que sus respuestas hayan conseguido la flexibilidad necesaria para endurecer la réplica y, al mismo tiempo, llevar tranquilidad al resto de la sociedad.
Por el contrario, es cada vez más frecuente escuchar de ciudadanos comunes reflexiones que se preguntan por qué un hombre de coraje como el Presidente no les pasa por encima a los alborotadores y los aplaca de una buena vez. Algunas voces son interesadas y otras desmemoriadas, como si el país no hubiera probado ya hasta el horror el camino en espiral de la violencia represiva. El movimiento de defensores de los derechos humanos debería asumir las tareas de informar y educar a favor de la tolerancia y de la convivencia en pluralidad. En democracia, ningún problema real de política pública puede resolverse por la única vía de la crítica y de la confrontación. Esa nueva narrativa política no llegará nunca a construirse sin referirse al pasado, porque no hay identidad sin memoria.
A esta altura de las circunstancias, resulta necesario volver al análisis ideológico y terminar con las teorías cómodas del fin de las ideologías o, por lo menos, de la crisis terminal de los discursos que marcaron buena parte del siglo XX, de acuerdo con la hipótesis que formó parte de la hegemonía del pensamiento neoliberal ultraconservador. Puede ser que algunos hayan recibido con alivio ese prematuro anuncio del final, porque las ideologías fueron responsabilizadas en las décadas pasadas por las violencias de distinto tipo. Sin embargo, el fin de la dogmática y de la narrativa salvacionista del socialismo más o menos científico, el rechazo de las arcaicas recetas y de los clichés simplificadores, no significa que se pueda abandonar en la banquina a todos los discursos. Una política necesita ser contada, explicada y entendida, lo que implica dotarla de un núcleo coherente y resumible para los ciudadanos.
Sin bases ideológicas es casi imposible distinguir las diferencias en la maraña de siglas que se presentan como piqueteros, aunque algunos pretendan construir un nuevo actor social y otros están fabricando un neoclientelismo para reemplazar a los punteros barriales de los viejos partidos. Estos quieren controlar más subsidios para ampliar la clientela cautiva, mientras que otros buscan vías nuevas de emprendimientos productivos para recuperar la dignidad del trabajo. Ser pobre no vuelve infalible a nadie y la compasión humanitaria, tan virtuosa en sí misma, no es condición suficiente para justificar cualquier política. Defender la cultura del trabajo es hoy una afirmación ideológica, además de una justa reparación económico-social. En esta línea puede inscribirse el acto del próximo miércoles en la Casa Rosada, en el que se pondrán en marcha quince cooperativas de trabajo, con alrededor de 240 miembros de la Corriente Clasista y Combativa y de la Federación de Tierra y Viviendas, que se encargarán de las obras para proveer de agua corriente a dos mil manzanas de la zona de Laferrère, en La Matanza, que podrían beneficiar a 300 mil pobladores.
Sin una perspectiva ideológica, será imposible entender las tensiones internas del peronismo, sobre todo en el distrito bonaerense, porque al final la discusión ahí no es sólo por el reparto de cargos o de jefaturas, sino por la concepción misma del futuro político-institucional, que algunos quieren que sean bajo la exclusiva hegemonía del peronismo mientras que otros suponen que hay que construir una fuerza nueva, incluido el PJ o lo que se pueda rescatar de él, que no puede ser una simple sumatoria de “ex”. Mientras el gobernador Felipe Solá acaba de anunciar que el peronismo bonaerense se congregará en la Plaza de Mayo el próximo 1º de marzo, para el 11 de ese mismo mes la Casa Rosada trabaja en la convocatoria de cinco mil “pensadores”, de múltiples orígenes, para iniciar un debate público sobre el porvenir nacional.
También los que frecuentan la intimidad de la sede del gobierno nacional confirman que el 24 de marzo, entre otras iniciativas, el Presidente entregará la sede de la tenebrosa ESMA para que los defensores de los derechos humanos la conviertan en museo de los años de horror. De paso, podrán visitarlo todos los que hoy, con escalofriante banalidad, piden represión como garantía de orden. Más aún: prenuncian para el 25 de mayo una jornada de movilización cívica que ponga a prueba la adhesión popular a la gestión del gobierno, tan jaqueado en estos tiempos por los financistas internacionales que siguen pidiendo el trozo mayor de la torta nacional. Para entonces, además de la deuda externa, de la pobreza y el desempleo, la administración Kirchner tendrá que mostrar iniciativas destinadas a las clases medias, acosadas por la derecha que pretende organizar un caceroleo por Internet contra los piqueteros.
En ciertos casos, aparte de las campañas interesadas, hay preocupaciones legítimas, como las que acaba de advertir Apyme a propósito de los recientes aumentos autorizados en las tarifas de luz y gas. “Ese incremento, largamente reclamado por las empresas de servicios públicos privatizados, es también un prerrequisito del Fondo Monetario Internacional (FMI)”, señala la entidad, y agrega: “Si, como es previsible, las empresas con clientes cautivos efectúan el traslado, el perjuicio para las pymes tendrá dos ejes: el incremento de sus costos y la necesidad en la mayoría de los casos y por razones de mercado interno de absorber el aumento y profundizar la crisis del sector. A ello se suman los recientes aumentos de precios de proveedores de insumos básicos –por ejemplo siderúrgicos– y la restricción a formas de pago diferidas. Los indicadores macroeconómicos crecen estadísticamente de manera notable. Lamentablemente tampoco en ese ámbito funciona la nunca cumplida “teoría del derrame”.
Estos timbres de alarma suenan en lugar de campanas de júbilo y, así los considere infundados, deberían ser escuchados por el máximo nivel de gobierno, puesto que ha sido demostrado ya por la filosofía que cada acción reposa sobre valores, aunque no se expresen de manera directa, y cada intervención práctica incorpora una opción de sentido de la que no se puede prescindir. Esos valores y ese sentido son los que, en definitiva, confluyen para construir interpretaciones de la realidad que guían y orientan la decisión de los ciudadanos. ¿Esa voluntad no es acaso la que define la calidad de la democracia?

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