EL PAíS › OPINION

El encanto de cumplir la ley

 Por Mario Wainfeld

Las instituciones deben amoldarse al signo de los tiempos y los actuales ameritan que se revoque una violación constitucional que lleva más de 150 años, la no implementación del juicio por jurados. Reseñemos a vuela pluma el debate. El punto fuerte de quienes propugnan que haya jurados es la intervención de los ciudadanos comunes en los actos de gobierno. Y el núcleo argumental de los opositores es que las gentes normales no son aptas para manejar tecnicismos propios de la materia legal. Que son demasiado sensibles a psicopateadas emocionales, chicanas de los abogados, prejuicios colectivos o propios. Cabe reconocer que todos tienen una parte de razón y que elegir una solución implica asumir ciertos riesgos: el del aristocratismo o el de los errores del vulgo. Me permito proponer que, hoy y aquí, este riesgo es mucho menos amenazante que aquél. Veamos.
Nuestro sistema político, en función, es bastante más pluralista que democrático. Hay gran participación y endeble institucionalidad. Coexisten fervorosa diversidad de pareceres, religiones variadas, opiniones muy surtidas. Los argentinos suelen ser orgullosos, cuando no arrogantes, cuando no jacobinos. Lo mismo puede decirse de los grupos de interés, sumamente aguerridos y movilizados. Existe una noble tradición de resistencia en las calles y plazas públicas. Claro que este vivaracho pluralismo adolece de sesgos de intolerancia y hegemonismo. La relación de la sociedad civil con los poderes del Estado propende a ser confrontativa. Es un tópico de la mayoría de los grupos resistentes jactarse de “no hacer política”, no ser funcionarios, no tener responsabilidades de gobierno, circunstancias que el sentido común suele emparentar con perversiones.
Esta tendencia belicosa se engarza en una tradición política que prioriza la intransigencia a la aptitud negociadora, la combatividad a la aptitud de articular. Se origina en luengos motivos históricos (dictaduras, épocas de enorme intolerancia y proscripciones) pero no se corresponde del todo con el –relativamente sosegado– esquema democrático de los últimos años.
Es palmaria la necesidad de integrar al pueblo a los actos de gobierno y de ampliar las fronteras de su participación allende la resistencia o la presión exterior. En ese marco, el juicio por jurados sería un precedente valioso para emprender un camino mucho más complejo. Un primer paso, ni más ni menos.
En cuanto a la impericia o vulnerabilidad de las personas de a pie, valga replicar que el desprestigiado Poder Judicial no las tiene todas consigo. Los jueces suelen padecer vicios que –se supone– descalificarían para ese métier a los ciudadanos: son vulnerables a los climas de opinión, ni qué decir a los embates mediáticos y tienden a seguir modas.
Es más, tamaña falta de ponderación atañe a todos los poderes del Estado. El lector puede pensar que, en el actual momento cultural, jurados establecerían condenas muy severas, acaso demasiado. Pues bien, el Ejecutivo y el Legislativo se han anticipado agravando penas a la bartola, bajando imputabilidades etc. Todo indica que los jueces letrados, como han venido haciendo en general, tenderán a plegarse al signo de los tiempos.
La dificultad técnica, que la jerga jurídica busca enfatizar, es un mal argumento. En una democracia –donde todos los ciudadanos, aun los menos instruidos, votan y son elegibles para cargos públicos– el deber de los funcionarios y magistrados es hacerse entender. La transparencia de los actos de gobierno, bien mirada, incluye la exigencia de su inteligibilidad. El críptico léxico corriente en Tribunales, lo digo en cuanto abogado recibido hace tres largas décadas, tiene mucho de esoterismo. Foucault y Lacan han explicado cómo el lenguaje abstruso es una herramienta de poder.
Por último, en nuestro orden legal el Judicial es el más aristocrático y cristalizado de los poderes del Estado. Sus integrantes se eligen por métodos muy indirectos y conservan sus cargos mientras dure su buena conducta, lo que en los hechos vino a asemejarse a que son vitalicios. El mecanismo constitucional del juicio político ante el Senado resultó un escollo fenomenal para intentar revisar malos desempeños o incapacidades. El Consejo de la Magistratura tampoco fue eficaz. “Full life”, describió su cargo el Supremo Carlos Fayt, un jurista de nota.
Los jueces no son nombrados por el pueblo ni están sujetos a revalidación o revocación por el voto. Presidente, gobernadores y legisladores corruptos o sospechados pueden ser sancionados por los tribunales o por la pérdida de apoyo popular, expresada en el sufragio. Los jueces, en el mejor de los casos, sólo por el primer camino. El Judicial es, entonces, el poder del Estado más hermético a la presencia ciudadana.
El saldo de un siglo y medio de violación legal (una irregularidad que muchos juristas de buena fe santifican como “tradición”) ha sido desolador: magistrados lejanos a la gente del común, a veces desacreditados, son cuasi inamovibles. Respetar la Constitución y habilitar nuevas instancias de participación popular sería toda una novedad. Un estímulo para una sociedad cuya alta politización no tiene correlato en el involucramiento institucional de sus ciudadanos.

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