EL PAíS › LOS CUESTIONAMIENTOS A LOS PIQUETEROS

Qué piden cuando se pide represión

Desde algunos sectores insisten en reclamar que se “respete la ley” frente a la protesta social, un eufemismo para pedir represión. Un penalista y dos políticos opinan sobre cómo se debe actuar ante ese reclamo y sobre la decisión del gobierno de Néstor Kirchner de no reprimir a los piqueteros.

JULIO MAIER*.
Guerra o castigo

Varios le atribuyen a Brecht la definición de “fachista”: un burgués asustado. Yo mismo lo recuerdo así, aunque hoy no he podido verificar la cita. Hasta los últimos años del siglo pasado, la civilización había intentado, con o sin suerte, pero renovadamente intentado, humanizar la pena estatal y todo aquello que esa institución significa. La razón era muy simple: quienes delinquían eran nuestros semejantes, esto es, personas humanas idénticas a aquellas que no delinquían –o que no sufrían una imputación penal por variadas razones–, a las que había que tratar conforme a esa condición, con respeto por su dignidad. Más aún, como un periodista lúcido hizo saber en este mismo periódico, ellos, quienes sufrían el sistema penal, eran, precisamente, los principales necesitados de este tratamiento, trato digno que, además, merecía, incluso, el condenado, el que sufría la pena. Algún jurista famoso llegó a decir, con fervor, que el Derecho Penal era la Carta Magna del delincuente (v. Liszt). Por dos siglos, desde la aparición del Derecho Penal –la regulación jurídica de la violencia monopolizada por el Estado y legitimada por el orden jurídico–, después de la Ilustración, ésta fue la tarea de los juristas y sociólogos que se ocuparon de la pena estatal y de todas sus consecuencias. Delicado equilibrio y equilibristas consumados, pues la línea divisoria entre libertad, igualdad, fraternidad y la violencia arbitraria, la guerra, es tan delgada que resulta continuo el riesgo de caer al abismo.
Toda esa cultura ha entrado en crisis y el equilibrista parece haber perdido pie. Para nosotros, la aparición del señor Blumberg, con todo el dolor de haber perdido un hijo a manos de quienes delinquieron gravemente, marca un hito: dos siglos de trabajo humanitario parecen haber concluido aquí y ha comenzado a aparecer la guerra, aquello que reduce al Derecho Penal –y a sus instituciones– al mero significado de un arma para el “combate” o para la “lucha contra la delincuencia”. La suposición de que la violencia se soluciona con una violencia superior de signo contrario, producto del miedo y susto de la burguesía frente a ciertos acontecimientos, sólo parece crear una espiral de violencia hacia el infinito. Nace así la legítima defensa preventiva del poderoso frente al débil, la idea de imaginar peligros simplemente eventuales, que no han comenzado a ejecutarse; con ella aparece también una especie de Derecho penal institucional, que se ocupa de punir actos preparatorios, casi delitos de opinión (conspiracy), que ya no reacciona frente al resultado dañoso, sino, antes bien, frente al peligro de un daño hipotético, imaginario; el procedimiento penal ya no significa un medio de legitimación de la pena, sino, por lo contrario, resulta ser un método para que el Estado establezca si la pena, aplicada por anticipado sin proceso, es correcta o incorrecta.
El problema real que crea la guerra consiste en que nos coloca en un estado bipolar absoluto: malos-buenos, incluidos-excluidos, ricos-pobres, amigos-enemigos. Y de esa polarización sólo se regresa con mucho tiempo y esfuerzo. Y esa polarización cuesta muchas vidas, casi siempre de jóvenes, según puede apreciarse en la realidad cotidiana circundante, y no repara en la creación de “daños colaterales”. Nosotros elegimos el destino entre la pena-castigo humano por una inconducta humana grave y la pena como arma para el combate contra los otros. Quizás ese destino ya ha sido elegido y no nos hemos dado cuenta. Para advertir el destino al que podemos arribar sólo debemos mirar a Irak o a Afganistán en la escena internacional y lo que significa el sentimiento de la igualdad y la fraternidad como valores que vale la pena defender.

* Profesor Titular Cátedra Derecho Penal. Facultad de Derecho (UBA).


POR EDUARDO JOZAMI*.
Parar la pelota

Un diario considera que después de la toma de la comisaría ya todo lo peor es posible; un movilero pregunta a un miembro de la Corte si ésta asegura la vigencia de la democracia; algunos canales hacen de las protestas contra la policía el tema excluyente; López Murphy condena la inaccción del Gobierno que se niega a reprimir; los radicales, olvidando cuánto desastre y cuántos muertos acumuló De la Rúa en sólo dos años, quieren recuperar espacio interpelando a los ministros y hasta Elisa Carrió, con su progresismo hecho jirones, presenta el asesinato del militante social de la Boca como “un ajuste entre sectores piqueteros” y agrega leña al fuego vaticinando olas de sangre si no se modifica la actitud gubernamental. Todo esto sirve para mostrar al mundo una imagen caótica de un país cuya economía crece significativamente, que ha emprendido una notable recuperación de las instituciones y valores democráticos y cuyo gobierno es apoyado por más de los dos tercios de la opinión pública. ¿Es tan grave la situación?
Después de que el asesinato de un militante piquetero se agregó a la fundada sospecha de que las purgas policiales no son ajenas a la creciente sensación de inseguridad, no faltan motivos para preocuparse, si además tenemos en cuenta la persistente realidad de pobreza y desempleo. Sin embargo, no parece que estas inquietudes justifiquen el discurso que en los últimos días presenta a la Argentina al borde una crisis institucional. Es raro que los que denuncian esta grave situación señalen los verdaderos problemas. Son pocos los que dicen cuán ilusorio es imaginar sin conflictos sociales a un país aún sumido en la pobreza. En cuanto a la cuestión policial, es obvio que no se trata de predicar la violencia como respuesta, pero el verdadero escándalo no radica en las protestas contra las comisarías sino en la diaria constatación de que funcionarios policiales aparecen vinculados a la mayoría de los delitos. Lejos de lamentar las purgas –como lo hace Macri–, habría que instar al Gobierno a seguir avanzando en una reestructuración de la policía que asegure que los delincuentes ya no estarán en ambos lados del mostrador.
No se explica tanta alarma si no fuera evidente el intento de debilitar el gobierno de Kirchner. En la Argentina se ha iniciado un proceso de cambio y muchos parecen dispuestos a impedirlo. Para apoyar y profundizar este proceso es necesario que no se pierda el apoyo de los sectores medios asediados por la inseguridad y por los fantasmas que alienta la presencia piquetera. Es bueno recordar con más frecuencia que los piqueteros son un emergente natural de la crisis social y que las organizaciones de desocupados –al margen de algunas políticas y actitudes que no se compartan– constituyen no sólo una forma de organización popular sino también un factor de contención para tantos jóvenes a los que la pobreza aparta de las oportunidades de estudio e inserción laboral. En este contexto es sabia la actitud del Gobierno negándose a reprimir: el avance en las políticas redistributivas y la profunda restructuración de las fuerzas de seguridad aparecen como el único camino en el que puede verse una luz.

* Ex legislador del Frepaso.


POR LEON ZIMERMAN*.
Judicializar la pobreza

La criminalización de la protesta social no es más que judicializar la pobreza, es decir que, por el solo hecho de ser pobre y estar en condiciones miserables de vida, eso puede dar lugar a causas judiciales. Se busca con esta medida que las personas que intenten reclamar por sus derechos puedan ser penalizadas, como si estuviesen cometiendo un acto criminal. En los últimos años, la modalidad represiva ha sido parcialmente reemplazada por lo que los voceros del sistema han calificado como “represión con el código en la mano”, generando una creciente criminalización de la lucha social como consecuencia de la cual miles de personas han sido sometidas a proceso por hechos directamente vinculados con el conflicto social y el legítimo reclamo de sus derechos.
La criminalización de la protesta social es una de las defensas que tiene el sistema económico social que en estos momentos rige al país, para mantener los privilegios de los sectores que no han sido afectados por esta crisis. El objetivo de esta decisión política es lograr que el conjunto de la población acepte sin reclamo, sin exigir nada, la actual situación económica. En esa dirección hay que tomar la decisión del fiscal platense Marcelo Romero, que ordenó a la Policía Bonaerense identificar a los desocupados que marchen con bastones y que sean denunciados por intimidación pública.
El derecho de reunión y de petición a las autoridades es de los más caros al sistema democrático y republicano. Su cercenamiento previo al hecho, amenazando con persecución penal a quien se movilice, y exigiendo la obtención de imágenes fotográficas o fílmicas –que implican una inaceptable violación a la intimidad de las personas– es inaceptable bajo cualquier circunstancia, puesto que se pone en riesgo la libertad de quienes, sin estar cometiendo delito alguno, se nieguen a identificarse o a ser fotografiados y filmados sin causa suficiente. Teniendo en cuenta estos elementos, tuvimos la iniciativa que tomamos en el terreno legal e interpusimos un recurso de hábeas corpus preventivo, para resguardar el derecho de los manifestantes.
Se busca bajar el reclamo de las personas, para que acepten como algo natural la actual situación social donde un grupo tiene grandes privilegios y la gran mayoría de la población está desocupada, bajo la línea de pobreza.

* Diputado de la provincia de Buenos Aires. IU.

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