EL PAíS › OPINION

Del Rodrigazo a Remes Lenicov

Por Alberto Ferrari Etcheberry

Argentina es uno de los más prósperos países de América latina... y a diferencia de sus vecinos no es, estrictamente hablando, un país en desarrollo... Autosuficiente en cuanto a la mayor parte de los bienes de consumo y a una parte creciente de bienes de capital... su industrialización separa a la Argentina de otras naciones en desarrollo dándole una estructura balanceada entre la agricultura y la industria. Este balance se refleja en el alto standard de vida que goza el argentino medio y en la ausencia de la pobreza en gran escala que prevalece en cualquier lugar de América latina.” Así comienza la Enciclopedia Británica la descripción de la economía argentina en la edición de 1974 (15a. ed. Universidad de Chicago, mi traducción).
Al año siguiente, durante el gobierno justicialista de la señora de Perón, “el Rodrigazo” inició un cambio absoluto en el rumbo de la economía y en los valores que hasta entonces la movilizaban, que surgen de la sobria descripción de “la Británica”. Desde entonces la pretensión de lograr una “moneda dura” ha sido el centro, al menos aparente, de la política económica argentina. Esa aspiración pareció concretarse de modo definitivo en 1991 con la convertibilidad.
Es obvio que la descripción de la Argentina de hoy no guarda relación alguna con la de la Enciclopedia Británica de 1974. Es probable que buena parte de los argentinos y aun de su dirigencia podrían coincidir en cuanto a que este patético presente es el resultado de ese cambio de rumbo que inicia “el Rodrigazo”, profundiza el plan de Martínez de Hoz, se mantiene de hecho luego y se institucionaliza con la convertibilidad. Sin embargo y aunque se enfrenta una crisis inédita en todos los órdenes, en el Gobierno y en los partidos políticos principales, entre los empresarios y los expertos, en la prensa y en los comunicadores sociales, etc., sigue dominando en el discurso y en la discusión la misma preocupación central por la moneda y sus condicionantes formales: pesificación y dolarización; presupuesto y déficit público; inflación; sistema bancario, crédito externo y FMI, etcétera.
Sin embargo, si por un momento se dejara de lado esa preocupación y ese modo de afrontar o definir la realidad, o de ideologizarla, con buena fe sería imposible soslayar que en el último cuarto de siglo lo ocurrido en la Argentina se resume en dos fenómenos interrelacionados:
1) Desocupación, caída del salario real y de la participación del trabajo en el ingreso nacional y debilitamiento cercano a la desaparición de los sistemas de regulación de las condiciones de trabajo y de seguridad social; todo producto de la pérdida de la “estructura balanceada entre la agricultura y la industria” que subraya “la Británica” en 1974.
2) Práctica desaparición de la capacidad del Estado –en todos sus niveles– para cumplir hasta sus funciones más elementales, aunque sin disminución de su costo impositivo, que cada vez más se limita a las formas de recaudación más retrógradas: altísima inflación, el consumo y el endeudamiento del Estado.
La visión dominante desde “el Rodrigazo” ignora esa descripción: más allá de sus matices o aun de diferencias éticas y valorativas, la coincidencia objetiva es innegable: sólo un ordenamiento de las variables macroeconómicas que permitan lograr una moneda fuerte puede crear las condiciones para que haya inversión y producción.
La estrepitosa y sin igual decadencia argentina que simboliza la cita de la Enciclopedia Británica debería bastar para rechazar el diagnóstico y el remedio de esa visión dominante: lo exige el presente “africano” de la Argentina. Por eso es tan inútil como peligroso pretender (o esperar que) cumplir con las exigencias presupuestarias o cambiarias del FMI –en definitiva hacer lo que se viene haciendo desde 1975 con similares efectos– puede siquiera lograr el mínimo cambio que exige una sociedad que se encuentra en el umbral de la desintegración. Es necesario un cambio de perspectiva y de diagnóstico: lo específico de la situación argentina es la no utilización de sus recursos humanos. Más sencillo: los argentinos no producen porque no trabajan ni consumen. Este es el punto de partida y no hay razón, no ya ética sino económica y de estricta lógica capitalista, que exija o justifique forma alguna de espera para que trabaje y para que consuma la mitad de la población de ese mismo país que en 1974, antes del “Rodrigazo” y de Martínez de Hoz, se caracterizaba por “la ausencia de la pobreza en gran escala que prevalece en cualquier lugar de América latina”. Para frenar el proceso de desintegración, el objetivo es crear empleo y que se cubran las necesidades básicas de consumo.
Es indudable que la absurda paridad del peso con el dólar fue causante directa de la pérdida de competitividad de la producción argentina, principalmente pero no sólo industrial. Por eso quienes apuestan a la devaluación esperan que actuará como aliciente para la producción, alentar la inversión, aumentar las exportaciones, sustituir importaciones y consecuentemente crear empleo. Las últimas medidas de gobierno, la surrealista reaparición de Menem, López Murphy y Cía. que presagia la nueva embestida por la dolarización, y el comportamiento de los precios, muestran que esa esperanza es, al menos, ingenua, pues ignora, olvida o pospone características estructurales de la Argentina africanizada actual, tales como:
u Preponderancia de los oligopolios con extranjerización generalizada, que incluye a los grupos “nacionales” más concentrados, que pretenden continuar exportando dólares;
u escasa necesidad de empleo en la producción exportable principal: complejo aceitero; granos y carnes; petróleo, gas y minería; pesca; acero;
u transformación agrícola pampeana basada en la alta tecnificación que destruyó la capacidad, directa e indirecta, de generar empleo, etcétera.
Y eso es así porque pese al “productivismo” que se proclama y al que se aspira, se continúa pensando la realidad en términos opuestos a los que exaltaba la Británica en 1974. O, lo que es lo mismo, se siguen usando los propios de Martínez de Hoz, Cavallo, el CEMA, FIEL, Machinea, Santibáñez, López Murphy, etc. y sus voceros periodísticos. Una vez más el círculo se cierra en la aspiración, sicótica o malvada, de curar la enfermedad con más enfermedad, de salir de la agonía acelerando la agonía. No es exageración: los alemanes del Tercer Reich “marchaban a la muerte por miedo a la muerte”, sintetizó Brecht.
Esa reiteración suicida no debe sorprender. La otra característica crecientemente dominante desde “el Rodrigazo” ha sido que la política económica se delegó en los “técnicos”, responsables de lo que se hace que no responden por sus actos pues, cuando son despedidos por su fracaso, culpan a la falta de confianza generada por los políticos elegidos por el pueblo, los mismos que les entregaron la suma del poder. Trágico círculo: la ignorancia y la debilidad de la política abdica su potestad en los “técnicos”, y las recetas de los “técnicos” incrementan la ignorancia y la debilidad de los políticos. El resultado está a la vista.
Para cambiar de rumbo hay que poder deprimirse sanamente ante la descripción de la Argentina 1974 de la Británica y, paradójicamente, saber seguir el consejo de un símbolo de la reacción (la derecha es siempre realista):
“Las decisiones clave de política económica no son técnicas sino políticas.” (Henry Kissinger, White House Years, p. 950, a propósito, vaya casualidad, del abandono de la convertibilidad del dólar.)

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