EL PAíS › UNA MIRADA SOBRE LOS PRIMEROS DIAS ULTERIORES A LA TRAGEDIA

Las deudas de la política

Las dificultades de un sistema donde la movilización queda lejos de la participación. La ley Cafiero, un ejemplo de desidias compartidas. Algunos apuntes sobre la designación de Juanjo Alvarez. Un párrafo sobre el duhaldismo en acción. Las marchas y las que sobrevendrán. Un parlamento que da espanto. Y algo sobre todo lo que falta.

 Por Mario Wainfeld

OPINION

El dolor, antes que nada. La percepción compartida de que la catástrofe era evitable. La gente en las calles reclamando. El debate acerca de cuánto y cuándo pusieron el cuerpo el jefe de Gobierno y el Presidente. Reuniones intensas de Kirchner e Ibarra con los familiares de las víctimas. La convocatoria a Juan José Alvarez. La sesión de la Legislatura. El debate en los medios, con su alquimia de intervenciones agudas y de oportunismo sádico. La semana ulterior al incendio de República Cromañón dice mucho sobre la Argentina, un país que no encuentra una síntesis entre su sistema político y su sociedad civil.
Los argentinos tienen una formidable capacidad expresiva y de movilización. La sociedad sabe tomar la palabra. Los damnificados saben (lo aprendieron viendo a tantos otros) que hay que hablar ante los medios, generar marchas, hacerse ver y oír. Rápidamente exigen la presencia del vértice del poder político. La calle también es de todos. Hay una tradición de emergentes sociales que se consolidan en espacio público. Tan vasta es que abarca a gentes que jamás confluirían. Es la saga de las Madres, de la sociedad catamarqueña, de la Carpa Blanca, de Blumberg, de los deudos de los muertos en Cromañón.
La potencia y la precisión de los reclamos impresiona, no tiene muchos parangones en el mundo algo que exigiría una mirada menos rápida que las de la crónica periodística. Pero esa energía social no se conecta con el poder institucional. Por lo general, reclama desde afuera, honra el culto de “no hacer política”. La participación es excitada, espasmódica, muy potente. No se queda apenas en la calle, sino en la vereda de enfrente.
Variados mecanismos de participación recogidos en constituciones más o menos recientes se aherrojan por falta de uso. Consultas populares, referéndum son costumbres uruguayas, por acá no se consiguen. Es todo un dato de estas horas que quienes buscaron tumbar a Aníbal Ibarra (a ojos de este cronista, haciendo gala de oportunismo e irresponsabilidad) eligieron la interpelación y no el mecanismo de la revocación de mandato, previsto en el artículo 67 de la Constitución porteña. Un mecanismo superior cualitativamente a las trenzas parlamentarias que exigiría requisitos exóticos para casi todo dirigente argentino: movilización organizada, diálogo con la gente de a pie, militancia, poner la cara para bancar el reclamo.
La corporación política, en su conjunto, ha sido avara para habilitar o promover participación organizada, dinámica. Será complicante, claro, pero también implicaría un salto de calidad. Mas no. Los gobernantes más populares y más sensibles a los vientos de época (Kirchner lo es) eligen un modo delegativo. En el mejor de los casos, las demandas se anticipan,el Gobierno “da” pero siempre sobre la base de un modo de concentración de poder convencional.
La potencia social queda afuera, lejos de la toma de decisiones, con gentes del común en pos de ser oídas, acaso recibidas, casi nunca incluidas en la compleja tarea de gobernar. Aun así, algo se ha conseguido. Acá y ahora para los gobernantes es imprescindible atenderlos, poner el cuerpo, escucharlos, receptar sus demandas. No era así hace diez o quince años. Es más que nada, dista años luz de ser suficiente.

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La “ley Cafiero” es todo un botón de muestra. El peronismo, alienado por el voto de la perspectiva de gobernar la Capital, privó al gobierno local de herramientas más que básicas. Si se piensa en términos de gobernabilidad y no de miserabilidad política es un sinsentido atarle las manos al jefe político de una metrópoli, con un ágora súper activa, teatro de importantes movilizaciones políticas y espectáculos. Ese statu quo lleva muchos años, el PJ lo sostiene con su habitual tendencia a amarrocar poder, a como fuera.
Ibarra tampoco las tiene todas consigo sobre este particular. Aunque siempre verbalizó reclamos de cambio jamás rompió muchas lanzas para conseguirlo. Va por el quinto año de mandato y los transcurrió con gobiernos nacionales que, por decir lo menos, no le eran antagónicos, el de la Alianza, el de Duhalde, el actual. Jamás hubo una batida a fondo. De pronto, estalla el incendio y el responsable político no comanda ni a los bomberos.
Flamante funcionario porteño, Juan José Alvarez postuló la necesidad de contar con sus cuerpos de Policía y bomberos en un plazo breve. Su propio partido, la Federal y los gobernadores provinciales son conspicuos, acérrimos opositores a esa medida. El actual gobierno nacional, como los anteriores, no incluía ese tópico en su agenda. “Son varios focos de conflicto, no es un tema sencillo. Cuando se habla del punto los gobernadores se ponen de punta. Exigen como contrapartida fondos para sus policías”, explica aún hoy un alto integrante del gabinete nacional, que está bien conforme con la designación de Juanjo Alvarez y que asimismo es conocedor de los –sórdidos– bueyes con que ara.

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Las cacerolas derrocaron dos presidentes, reza un relato. Las cacerolas fueron una instancia irrepetible, que no dejó cría y está confinada en el pasado, postulan otros. Ambas lecturas parecen exageradas. Los presidentes que cayeron eran endémicamente débiles y otros actores confluyeron para voltearlos. A su vez, la memoria del cacerolazo existe y su resurrección es una hipótesis que integra el inventario de los gobernantes más enchufados con la sociedad.
Tanto en Jefatura de Gobierno como en la Rosada se miró con ansiedad el desenvolvimiento de las dos marchas de la semana que fue, en especial la del jueves. La masividad, el componente mayoritariamente juvenil y la enorme legitimidad del dolor eran patentes en plaza Once. La ostensible escisión entre organizaciones de izquierda y los concurrentes no encuadrados, una referencia insoslayable, no hizo crisis y encontró su factor común en la consigna “ni la bengala/ni el rocanrol,/a nuestros pibes/los mató la corrupción”. Un planteo que alude a la necesidad de asumir desde el gobierno local que no habrá justicia ni paz si no se asumen a fondo las responsabilidades del estrago. El discurso de Ibarra en los primeros días fue elusivo en tal sentido, primero cargó contra los bomberos, luego pareció cargar todas las tintas en Omar Chabán, un empresario al que el gobierno debía vigilar. Andando los días, la asunción de responsabilidad pareció mayor aunque sigue sin ser certera y sólo lo será si el gobierno local es avanzada (y no testigo) de las investigaciones del caso. No es fácil vaticinar el grado de convocatoria ni el alcance de las reivindicaciones de las manifestaciones que se repetirán cada jueves. Su devenir tendrá un peso importante en el tablero político nacional, elecciones incluidas.
La violencia minoritaria con que se cerraron las marchas juega en contra de la perduración de la masividad. Pero la represión policial (marcadamente más brutal y veloz el jueves) puede ser un búmeran para las autoridades locales (que, ya se dijo, miran a los federales por tevé) e incluso para las del nacional.

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La liturgia de las asunciones de mando siempre arroja imágenes interesantes. Si durante la jura de Juanjo Alvarez hubiera funcionado un abrazómetro, sus mayores marcas habrían ocurrido cuando se estrechó con Aníbal Fernández y con Jorge Telerman. La pertenencia duhaldista de Alvarez es un dato relevante.
También su condición de figura de un peso inusual en el gabinete porteño. Ibarra convocó a un funcionario de altísimo perfil para la dura contingencia. La decisión evoca al desembarco de León Arslanian en el gobierno de Felipe Solá. Será todo un tema para Ibarra demostrar que conserva el timón de la situación, no quedar eclipsado por su nuevo colaborador.
La anuencia del gobierno nacional y la de Eduardo Duhalde son un tercer elemento a considerar. En los últimos días el ex presidente ha puesto en jaque perpetuo a Solá y uno de sus ex ministros ha ingresado a un lugar preponderante del gobierno de Ibarra. Ningún escenario es estático ni queda cristalizado en la foto de hoy, pero es predecible que esas movidas, que son fuertes avances, algo incidirán en el armado de las elecciones de octubre.
Alvarez alguna vez exploró la perspectiva de ser candidato a diputado por el PJ porteño. Fue en las magmáticas jornadas de 2003, en una operatoria que incluía al actual jefe de Gabinete, Alberto Fernández. De ahí proviene la buena relación entre ambos que lubricó su acercamiento a Kirchner. El Presidente le tenía ojeriza porque pensó que operó para ser su vice un ardiente sábado de verano, previo a las elecciones presidenciales. Fue el día en que el actual presidente eligió como compañero de fórmula a Daniel Scioli. Alvarez conserva una excelente relación con Roberto Lavagna, a quien conoció y con quien congeniaron en la gestión presidencial de Duhalde.
Las complejas relaciones entre el kirchnerismo, el duhaldismo y la gobernabilidad ya ameritan más un volumen que unas líneas en una columna dominical. Baste anotar a cuenta un dato ambivalente. La fértil relación entre Duhalde y Mauricio Macri sin duda algo incidió para aliviar a Ibarra de la acometida del macrismo en la Legislatura porteña. Una jugada que el gobierno nacional percibió con recelo y contra la que hizo todo lo que estaba a su alcance. La Rosada cerró filas con Ibarra, en la inteligencia de que una crisis institucional nada aliviaría la tragedia y que era un bocado de cardenal para las apetencias de Macri. Superado el embate macrista, al oficialismo le queda un saldo agrio, el escenario electoral de la Capital que ya pintaba peliagudo se dificulta aún más.

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Los primeros gestos y declaraciones de Alvarez corrigieron el rumbo de lo que venía haciendo el gobierno en el que ahora revista. Hubo descabezamiento de funcionarios y asunción de responsabilidades. Varios detonantes determinantes de la catástrofe (el cierre de la puerta de emergencia, la excesiva cantidad de asistentes, la habilitación de una pseudoguardería, el ingreso de las bengalas) sólo podían prevenirse con inspectores en el lugar y la hora de los hechos. Se trata –todos los jóvenes que asisten a estos recitales lo recontrasaben y los funcionariosdeberían saberlo– de prácticas tan perversas como recurrentes. La invocación del cumplimiento, por otra parte imperfecto, de un puñado de reglas burocráticas sujetas a la buena voluntad de los empresarios fue sumamente impropia.
Las gentes de a pie deciden que esa desidia se debe a la corrupción, lo que es más una derivación de la experiencia que un prejuicio. Desde luego, desde el ángulo penal es necesario discernir entre la negligencia (que puede tipificar el delito de incumplimiento de funcionario público) y la coima o cohecho. Desde el ángulo de la responsabilidad política la diferencia suele ser considerada más borrosa.

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La sesión de la Legislatura porteña y su backstage le hacen muy flaco favor al sistema republicano. Mauricio Macri azuzó a sus huestes para instar el paso previo a un juicio político. Esto es, quiso buscar vía la crisis institucional el puesto que le negaron las urnas hace menos de dos años. El paso previo era un pedido de interpelación que Ibarra consideró funcionaría “como un circo romano”.
Entre las dos fuerzas dominantes del distrito había una posición intermedia más sensata que propugnaba una interpelación razonable, rodeada de ciertas garantías y un “no” a un eventual pedido de juicio político. Ese planteo estaba expresada por el ARI, algunos kirchneristas, algunos ex ibarristas devenidos kirchneristas y algunos macristas. Algunos zamoristas lo apoyaron de rondón, hurtando el cuerpo al debate. Si al lector le cuesta entender la coherencia de esta o cualquier otra coalición que se expresó el viernes en la calle Perú no le eche toda la culpa a este cronista.
El parlamento local es un buen testimonio de las carencias de la dirigencia política. Sesenta diputados se fragmentan en 19 bloques, en los que sólo los unipersonales pueden preciarse de tener disciplina partidaria. Nadie en sus cabales puede decir que hay 19 proyectos políticos para una intendencia. Sólo la ambición, el sectarismo y la incompetencia definen tamaña fragmentación que –como suele ocurrir con las diásporas políticas– no expresa (ni se superpone con) la fragmentación social sino que la agrava.
Todos los circunstantes coinciden en rescatar algo del naufragio. Un solo discurso estuvo a la altura de la tragedia. Lo pronunció el legislador Milcíades Peña, un militante barrial que sufrió la muerte de un sobrino y sigue, sobresaltado, la difícil evolución de su sobrina, en terapia intensiva. Peña hizo público su dolor, su reproche a la falta de seriedad de sus colegas de bancada. Su emoción en carne viva no le impidió postular el planteo político más coherente. Pidió la presencia de Ibarra en el recinto, se opuso al juicio político y diferenció las responsabilidades del gobierno de la ciudad en el incendio de su trato ulterior a los deudos.
Sollozos y aplausos de pie acompañaron el discurso de ese pibe de barrio que honra la banca a la que llegó. Pero fue sólo un relámpago de lucidez del pleno del cuerpo. Antes y después de sus aplausos, antón pirulero, cada cual atendió su juego.

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Las manifestantes, en su abrumadora mayoría, fueron pacíficos, silenciosos, adoloridos. Los familiares, titulares de todos los derechos, usualmente se expresaron con rabia pero sin sobreactuación. Las reuniones con Ibarra, con Kirchner y con otros funcionarios comunales y nacionales fueron duras pero respetuosas, según reconocen asistentes oficiales. El suplemento No publicado el jueves en este diario dio cuenta de un ejemplar nivel de introspección y autocrítica de integrantes del mundo rockero.
Los gritos destemplados, los pedidos intemperantes, las escenas impresentables fueron acopiadas por la corporación política. Un debatetelevisivo, en el programa “A Dos Voces”, entre Patricia Bullrich y un funcionario comunal dio vergüenza ajena. Titanes en el ring mediático, demostraron nuevamente una verdad dolorosa, nadie descalifica tanto a la política como quienes hacen profesión de ella.
Las expresiones “Nunca más”, “verdad y justicia” se repiten una y otra vez. Rebrotan en estas jornadas, ahítas de pesadumbre. Cambian las circunstancias pero las frases conservan su sentido. La muerte injusta y brutal debe servir de advertencia a la sociedad y a los gobiernos. Cuando hechos tan terribles como evitables se suceden es necesario escarmentar a los culpables pero también cambiar el contexto que habilitó sus conductas.
La judicialización de la política es un mal sucedáneo de lo que debe ser una democracia. Ni los tribunales, ni el (quede claro, necesario) castigo a los culpables reparan el daño a la sociedad. El daño se repara con cambios drásticos que den cuenta de que los que mandan han registrado la magnitud de lo causado.
Tras el asesinato del conscripto Omar Carrasco se abolió el servicio militar obligatorio. Martín Balza, jefe de Ejército por entonces, no era un general que las tuviera todas consigo. Había revistado en un ejército represor, era (y siguió siendo) un menemista fiel a su jefe. Pero en ese momento, tanto como cuando pronunció la autocrítica militar, el uniformado supo adecuarse a las imposiciones de la historia.
No es del caso pedirles a los políticos argentinos que sean perfectos, que tengan un pasado impecable, que jamás hayan integrado una coalición indeseable o ineficaz. Pero sí que asuman que un estrago que arrasó con 191 vidas, una cuenta macabra que sigue abierta, es un hito en la historia nacional. Y que su conducta de cara a ese hito no se juzgará por los hechos que pueblan la crónica de esta semana (aprontes, en definitiva) sino por los cambios profundos que exige la inmensidad del daño irreparable que segó tantas vidas y dañó irreparablemente muchas más en un infausto boliche del Once.

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