EL PAíS › INFIERNO EN ONCE. EL EXODO A LOS BOLICHES DE LA PROVINCIA

La movida suburbana

Con todo cerrado en la Capital, la provincia se llenó de “chetitos” porteños en busca de vida nocturna. Una recorrida por boliches súbitamente obsesionados por la seguridad y las inspecciones, con nuevos clientes.

 Por Julián Gorodischer

¡Los “chetitos” de Capital son tan prepotentes! “Una vez arrinconaron a Pamela, de Ramos Mejía, contra una pared del boliche y la obligaron a transar con Sebas. Fue horrible: ella forcejeó, trató de liberarse como pudo, aunque después lo volvió a ver muchas veces, hasta que Sebas se consiguió una allá donde vive, en Palermo.” Giselle odia el aluvión porteño: “Uno igualito al otro, con los pelitos parados, los anteojos de sol, la musculosa. No te toman en serio”. Cuando, viernes a la noche, los ven bajar del tren, en la estación de Ramos empieza la extraña excitación, mezcla de enojo y alegría, ahora que se renovarán las caras conocidas. Desde que ocurrió “lo de Cromañón”, las “locales” se acostumbraron a que hay una hora en que ellos bajan de los vagones vestidos con chomba piqué y jean gastado, o con bermudas y anteojos de sol, huyendo de una noche porteña sin boliches, escapando del espíritu del duelo, desesperados por olvidar o cegarse. Y las “locales” los miran con intriga, y con un poco de desprecio.
Pero en la puerta del Pinar de Rocha, la disco más grande de Ramos, la expectativa se evapora cuando llega la inspección, en este minuto en que estaciona la combi de la Municipalidad para hacer un control del pub. El inspector dice que “ojo con el paño de las mesas de pool, y cuidado con la poca señalización”, más teatral que punitivo. Y el encargado confiesa que tiene “terror a las inspecciones, que llegan todo el tiempo y no nos dejan en paz”. Después saca por atrás a las menores sin documento y les dice bajito: “Cuando escuchen la música fuerte, vuelvan a entrar”.
“¿Duelo? Yo tengo abstinencia”, dirá “el rubio”, bolichero porteño compulsivo que pide por favor que nada le suspenda la fecha, a fin de enero, del DJ Tiesto (¡el mejor del mundo!) al que espera desde hace un año. “Estoy mal, muy mal, llegué totalmente enfiestado de la Costa y ahora no hay nada, ¡nada!”, se queja el rubio, alias Luciano, que se vino hasta Ramos y ni siquiera aquí, en el partido de Morón, encuentra un boliche abierto. La Municipalidad, solidaria con Aníbal Ibarra, cerró las puertas hasta el lunes próximo y el rubio empieza el peregrinaje. Giselle y Pamela lo ven irse, cabizbajas pero conscientes de que ese “histeriqueo no prometía”. Hace un minuto, el rubio le dijo a Pamela que pasaría toda la vida al lado suyo, y la morocha se rió, bajito, imaginando un reemplazo para Sebas. El rubio, que la había piropeado, ya ni la registra, consciente de que la noche es corta y queda poco tiempo hasta que amanezca. ¿Vamos? Alguna pista abierta encontrará, aunque deba someterse a lo impensado: cacheo, palpado, detección de armas y revisación del bolso. “¡Como en la cancha!”, piensa levemente horrorizado y se sube al tren. Destino: San Isidro.
¡No pare!
“¡No pare/ sigue...sigue/ no pare/...”, dice la letra que se repite en el boliche La Mónica, de San Isidro, y el rubio empieza a sonreír. Nunca se imaginó, él que frecuenta Pachá o Big One (templos electrónicos de Capital), bailando “latinos”, esa palabra que se pronuncia sólo frunciendo los labios, como con repugnancia. Pero acá está, en pleno San Isidro, acusado de tener ojos vendados por algunos amigos del centro. “Yo no me cago en el dolor –dice–, pero es mi vida...” Y se interrumpe: no hay que hablar más, ésta es la aventura de mirar con nuevos ojos el lugar extraño. El vip de La Mónica le ofrece canilla libre de Fresita y ventilador, y hasta platea preferencial para ver las riñas en la pista. “Una vez en Ramos me confundieron con uno y me cagaron a piñas”, recuerda. Si la obsesión de todo dueño de boliche de conurbano es numerar ante el cronista las múltiples salidas de emergencia, aquí se agregará un tour no oficial: baños cerrados con llave, canillas sin agua. Pero qué importa, si el rubio acaba de encontrarse a un conocido. ¡Dos porteños se saludan! Dialogan con ganas el rubio y Diego Aguirre, su vecino de Palermo:
Diego: –Hola, viste lo que es esto. Las chamuyás y responden, les agarrás la manito, sos un poco caradura, les decís lo que te sale del corazón (algo borracho)...
Rubio: –Callate, chabón.
Diego: –Y si te sale del corazón vale, con mucho chamuyo...
Horacio Lamónica, dueño de la disco, cuenta en un aparte que al éxodo de bolicheros porteños se suma otro menos convencional. “Vienen empleados de boliches clausurados de Capital a pedir trabajo: dicen que quieren un empleo con buenas condiciones de seguridad.” A todos dice que no, sin espacio ni función para asignarles, aunque admite que le harían falta promotores. Hay un enorme público potencial para cautivar, que huyó a las costas de Vicente López a bailar con las puertas de los autos abiertas, alentando la fiesta espontánea a orillas del río, sin pagar entrada y al aire libre. “Vas, tarjeteás y les explicás que en una disco están más seguros”, dice un encargado de boliche costero. ¡¿Más seguros?! La tragedia no alteró el imaginario promedio en San Isidro. “Esta es zona de secuestros”, dice.
El rubio pide seguir con la travesía hasta Sunset, no muy lejos: una disco electrónica de Vicente López, muy visitada por la farándula, famosa por festejarle anualmente los cumpleaños a la Coca Sarli. El bolichero se decepciona: es el sueño degradado del “Pachá” sin veda, aquí donde lo obligan a bailar Los Fabulosos Cadillacs o donde se topa con una despedida de solteras con souvenir de rosas rojas. El bolichero en fuga es, ante todo, un resignado: se tomó un tren repleto, se siente en falta moral y en Vicente López, podrá “bancarse” a las strippers, la pista de “latinos”, el pelo con reflejos y gel en vez de cera (de la mayoría). Ni siquiera levantó la voz cuando lo cachearon antes de entrar. ¿De qué le vieron cara? Pero esto es demasiado: una de las pistas tiene una pileta en el centro. “Eso es demodé –dice–. Es de pueblo.”
Destino final: Quilmes
Casi amaneciendo, por mera curiosidad malsana, el tour termina en la meca nocturna de la zona sur, El Bosque de Quilmes. Está a tope, con más de dos mil personas y gente afuera. El rubio se lanza a la pista, más rockera, donde el clímax de la noche indica un homenaje a Callejeros. Suenan un par de temas de “Rocanroles sin destino”, el disco de la banda, y la gente tiene gestos emotivos como de viaje de egresados: abrazos en los rincones, cabezas sobre los hombros, manos tomadas, el locutor que intercala arengas en el parlante y una ronda que se va armando. Pero la noche exige quiebres violentos, alteraciones del ánimo para no aburrir, y el homenaje no es la culminación de una noche especial, sino la bisagra hacia otro estado de euforia, ahora alentado por el son de “El Meneaíto”, que restituye al boliche su fama del “más fiestero” de la provincia.
El rubio está encantado con estos usos y costumbres que no se ven en Capital: la consigna de “mea culpa” (una extraña actividad de El Bosque) no refiere a un estado de ánimo colectivo de memoria y balance después de la tragedia sino a un espíritu más mundano: la disco abre las puertas, primero, sólo a las chicas, les ofrece canilla libre de cerveza y las calienta con strippers, sin dejarlas ni ver los baños hasta que –dos horas después– las liberan a los lobos que asentaron el hábito de besar sin hablar. “¡Murió el chamuyo!”, cuenta un habitué. El rubio, esta noche, pasó más tiempo en la autopista que en la disco, pero tuvo lo que quería: música electrónica, tragos y chicas, y hasta un momento emotivo para sentirse comprometido. Hace un rato, cuando se hizo el triste en el medio de la pista, y se abrazó con los otros, el cronista le preguntó si, de verdad, podía administrar con tanta eficiencia el dolor y la euforia. Se quedó pensando, miró alrededor, fichó a un par de morochas y dijo: “Cada uno hace lo que puede”.

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Ramos Mejía, San Isidro y Quilmes recibieron una ola de noctámbulos porteños con síndrome de abstinencia.
 
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