EL PAíS

Política y dinero

Por José Pablo Feinmann

Toda vez que el pueblo se aleja (malhumorado) de los políticos hay que preocuparse por la democracia. La democracia se alimenta del pueblo, de los políticos que lo representan y del Estado que ejerce las decisiones que surgen de los trámites de esa relación. Este es un momento totalitario de la historia. Difícil que, en un solo país, se realicen ideales democráticos y distributivos si el mundo se está transformando en lo que hoy es: un aparato cuasi diabólico, con mil caras, sin polos de racionalidad y con posibles surgimientos de fuerzas incontrolables en manos incontrolables, inusitadas. Busquemos algo que podríamos llamar (para entendernos y orientarnos) “polo democrático”. ¿Dónde, en el mundo de hoy, hay polos de democracia o, también, polos de racionalidad? El mundo de hoy se define por la incesante aparición de polos-catástrofe o polos-desquiciados o, en última instancia (y retomando para la razón humana los atributos del mínimo prolijo dibujo de las relaciones sociales y políticas), de polos-irracionales. No hay un punto de apoyo para postular una democracia equitativa, un decidido desdén por la solución bélica de los conflictos, un desarme, un respeto por la naturaleza y su equilibrio (que es, ni más ni menos, que el del planeta que habitamos) y una vocación por los derechos humanos que anteceda a las políticas de conquista y poder. Pocas veces el mundo se ha presentado tan anárquico, belicoso, reacio a las soluciones diplomáticas, alejado de la tortura, la conquista imperial desembozada y el terrorismo sin proyecto que hoy. Si alguien espera algo del Imperio Global comunicacional y teológico norteamericano, de la soberbia de nuevos ricos henchidos de prepotencia por sus juguetes destructivos como los coreanos del norte, de la brutalidad estatal neoestaliniana de Rusia, de la agresividad del Estado judío (siempre recordando su extrema y aborrecible victimización para victimizar cuando lo requieran sus intereses), de los mismos palestinos que no parecen buscar la paz cuando eligen las bombas, del neonazismo europeo, del viejonazismo del PanzerPapa, de los países con arsenales atómicos y políticas turbias a cuyo servicio acaso los pongan, del gigante terrorífico chino (con agresividad económica capitalista exacerbada y autoritarismo político de propio y viejo cuño), de la fragilidad y la vacilación europeas (jardín delantero del Imperio, si es que nosotros somos el patio trasero) y, por fin, de los balbuceos de América latina, que no logra su unidad, si alguien (digo) espera algo de todo esto merece consagrarse campeón de la esperanza.
Hay algo evidente: la Argentina está en ese mundo. Hay más: sólo desde el mundo es posible explicarla y, en cierta medida, comprenderla. Aunque no tenga representantes efectivos (ni Macri, ni López Murphy, ni Blumberg lo son), la derecha argentina tiene a mano (como lo tuvo en la decisiva coyuntura de 1973, sobre todo de Ezeiza en adelante) un martillo que sabe golpear como pocos por estas latitudes. Sería altamente inadecuado hablar del PJ como si fuera el peronismo. El PJ es el PJ. El peronismo ya es difícil saber qué es y siempre que se intenta definirlo entran, en esa definición, todos los que quieren entrar. Esta indefinición conceptual, esta carencia de núcleos fuertes y claros y excluyentes (no hago nombres: pero todos saben que hay personajes que dicen ser peronistas y es imposible que los dos lo sean: algo anda mal, o los dos tipos están locos o el peronismo tiene una permeabilidad que niega una identidad al validar todas; viejo problema, cuyo hartazgo no prolongaremos aquí) ha llevado al peronismo a convertirse en el “PJ”. El “PJ” (en tanto hecho de poder) es un aparato fenomenal. El “PJ” es un aparato pragmático en que el dinero y la política se entremezclan impecablemente. El “PJ” no es de derecha ni de izquierda. Aunque, cuando las cosas (si esto ocurre) se pongan calientes, estará firme con el orden establecido, ya que de él vive. El “PJ” vive delcapitalismo, del capitalismo y la política entendida como creación de poder, espacios, operadores, dinero, compra de conciencias (léase “corrupción”) y financiamientos de campañas, de pequeñas campañas, de grandes campañas.
Este pragmatismo y el flujo irrefrenable de dinero determinan la ausencia de lealtades o el vértigo de su cambio. “¿Fulano es nuestro?”. “Ya no. Lo compraron los otros.” “¿Zutano es nuestro?” “No, sigue con los suyos. Podríamos comprarlo pero es muy caro. Si recaudamos más, veremos.” “Si recaudamos más, distribuimos.” “Estás loco. Para distribuir, antes hay que frenarlo a Zutano. La próxima guita es para eso.” El razonamiento (que tiene su clara lógica) es así: “Yo les quiero dar plata a los hambrientos. Pero, ahora, la que tengo, que no es poca, se la tengo que dar a Zutano, para comprarlo, carísimo. Si no lo compro a Zutano, que es fascista, Zutano, mañana, nos echa del Gobierno con sus innumerables amigos y los pobres van a estar peor que si les hubiéramos dado la guita ahora”. ¿Se entiende? Claro: un militante de izquierda raramente entenderá esto. Menos podrá aceptarlo. Pero es muy posible que (si por algún azar llega al Gobierno) tenga que hacerlo.
El peligro de Kirchner (peligro en el que algunos dicen que ya ha caído) es someterse a estas reglas de la política. ¿Por qué esa mano libre a los capitostes de los medios de comunicación? ¿Cómo se neutraliza al enemigo? ¿Restándole poder o cediéndoselo por veinte años más? (Con una media palabra de bajar el nivel de agresión. Cosa que –al principio y sólo al principio– ocurrirá.) No es casual que a K. se lo vea más agresivo y dinámico en cuestiones de derechos humanos. Esa causa la derecha la entregó o la defiende por reflejos cavernícolas, ligados a un amor por lo tanático. Todo el resto del poder, no. Entonces la situación de K. no se ha modificado mucho. El “PJ” no es suyo ni lo será. No es de nadie. Es un poder sin rostro, sin identidad, ávido de dinero, de negocios crecientemente turbios y ya nada novedosos en el país, pendenciero, bravucón, matonil, ante el cual un gobernante que quiera cambiar en serio el país deberá, sin duda, negociar, pero para desarmarlo. Las corporaciones no lo quieren. Para la izquierda es un burgués más. (En este país, todos, menos la izquierda, somos, para la izquierda, burgueses irredimibles, liberales, reformistas, etc.) Para la derecha, un peronista. Para los peronistas, un zurdo. Y para la sociedad civil alguien por el que –todavía– no ha abierto la puerta de su casa, no ha puesto un pie fuera del umbral, no ha mirado si llueve o no, si puede hacer algo, acercar algo o dejará todo en manos de gente a la que luego (furiosamente pero tarde) le gritará que se vaya, para que vengan otros y vuelta a empezar.

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