EL PAíS › OPINION

La fuerza de la verdad

Por Mario Wainfeld

El gobierno de Eduardo Duhalde propició los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Creó el clima de fronda en los días previos, cebó a la Bonaerense para que diera rienda suelta a su idiosincrasia criminal, destinó horas de labor a justificar los homicidios, una vez producidos. Su intención patente era “hacerse respetar”, acumular un poder del que carecía. Demonizó a la militancia opositora antes de masacrarla y armó un relato fantasioso que “vendió” a la opinión pública.
Sin embargo, una vez producidos los hechos, en lo sustancial premeditados, las consecuencias no fueron las urdidas. El descrédito del gobierno, que ya era inmenso, creció. Duhalde no se fortaleció, sino que se vio forzado a acortar su mandato y renunciar a toda pretensión de ser electo el comicio ulterior. El movimiento piquetero al que se había querido aplastar y amedrentar debió ser reconocido como interlocutor. Sus dirigentes fueron recibidos en despachos oficiales, se reabrió la nómina de los planes sociales que se otorgaron en buena sintonía con la dirigencia del movimiento de desocupados.
¿Por qué salió mal lo preconcebido? Básicamente porque la fábula amañada por el duhaldismo no resistió la dinámica democrática sucesiva a los crímenes.
Los despachos más prominentes de muchos gobiernos, el de Duhalde no era la excepción, suelen albergar Goebbels de pacotilla que fantasean con imponer a la opinión colectiva cualquier relato que les convenga. Autoritarios de pálpito, ignorantes de los sofisticados mecanismos de la comunicación masiva en una sociedad pluralista y diversificada, creen que les basta emitir cualquier bolazo para imponer su sentido.
En el caso de la masacre de Avellaneda, cabe recordar que ese perverso intento funcionó bien durante casi un día. La mentira oficial, que contenía ingredientes clasistas y racistas patentes, fue “comprada” (quizá por eso mismo) por muchos medios electrónicos y por numerosos comunicadores. Pero una falsedad tan brutal no se podía sostener. Encubrir una masacre cometida ante infinidad de testigos, fotógrafos y cronistas en una democracia (así sea una democracia imperfecta) hubiera sido una hazaña de manipulación que excede la experticia de algunos bonaerenses aspirantes a Goebbels. La honestidad de muchos reporteros desbarató la torpe engañifa y la fuerza de la verdad compelió aun a quienes la habían negado horas antes.
La sociedad reaccionó repudiando la mentira (como harían luego los españoles con Atocha) tanto como la brutalidad oficial (como ya habían hecho los argentinos con Fernando de la Rúa). Una sociedad hastiada de derramamiento de sangre y de engaños forzó a un Duhalde rápido de reflejos a retroceder en buen orden para evitar ser eyectado de la Rosada como sus dos precursores, De la Rúa y Rodríguez Saá.
Ninguna conclusión virtuosa puede derivarse de dos crímenes políticos, pero sus ulterioridades revelaron al menos algunas potencialidades de un sistema pluralista. Nadie es dueño de la verdad cuando ésta queda sujeta a debate público, a resignificación, a múltiples corroboraciones.

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