ESPECTáCULOS › LOS VINCULOS AMBIGUOS ENTRE HIJOS, PADRES Y PADRASTROS INVADIERON LA PANTALLA

Las relaciones peligrosas, de moda en la tevé

Actores y guionistas explican el último boom de la temporada: amores y deseo entre padres, padrastros e hijos que invaden las ficciones en recreación lavada del tabú primordial.

 Por Julián Gorodischer

El fetiche ’05 para contar el affaire sexual, ¿es el incesto? Lo asume el guionista cuando admite su impotencia ante la hoja en blanco: quedan pocas historias para asombrar. En 2004, la pantalla se saturó de gays simulados y travestis que ya no convocan en segundas temporadas: ni Laisa Roldán pudo volver a hacerlo. Y la moda arrastra a las ficciones en busca de un nuevo punch para intranquilizar conciencias adormecidas: llega el amor y el deseo entre padres, padrastros e hijos. Se lo narra, por la tarde, con el filtro que da la falta de parentesco sanguíneo (entre la pareja central de El patrón de la vereda). O se lo detalla en imágenes, por las noches, con el plus de impacto que da el factor homosexual, cuando entre un hijo taxi-boy (Guillermo Pfoening) y un padre-cliente semitravestido (Roberto Carnaghi) se consuma un acto sexual. La escena del incesto deja sin palabras: cuenta Julieta Díaz que se quedó paralizada, tartamudeante, cuando le tocó confesar la violación a cargo de su padre (Locas de amor, 2004), entregada a ese pecado que no se puede nombrar. Pero también capta audiencia y tira un cross a la mandíbula que combate ese tedio promedio del espectador televisivo. “Si la telenovela no entretiene y no encuentra un tipo de pareja menos trabajada para poder seguir contando –dice desde Los Angeles Enrique Torres, guionista de El patrón...–, dejás de mirar... te vas del canal.”
Al guionista Marcelo Camaño (ex Resistiré, actual Doble vida) se le ocurrió convocar al actor menos pensado para el rol de padre incestuoso. “Buscamos un actor en los antípodas del personaje –cuenta–. Yo no me atrevía a pedirle que se maquillara, ni que usara bata, ni que usara medias de red. Pero todo lo propuso él.” Carnaghi personificó por primera vez a un personaje gay, se tiñó el pelo, enfatizó la ambigüedad de la voz y de las manos y solamente hizo un pedido a la producción: que no se excedieran en el retrato de ese affaire y que trataran de pintarlo, en lo posible, del modo más realista. Si el cabaret-prostíbulo de Doble vida parecía no tolerar más variantes del quehacer sexual (tercetos, posiciones y lugares infrecuentes), el contacto –el beso– entre Pfoening (hijo) y Carnaghi (padre) corrió el último límite que quedaba por franquear. ¿Límites? ¿Qué límites? “Si fuera por mí nunca pensaría en límites –sigue Camaño–. Solamente me restrinjo en el tratamiento del sexo que involucre a niños. Con respecto a la sexualidad adulta, todo se puede mostrar. Contar una historia de amor, desde lo gay, que pueda contemplar una relación de padre e hijo, me quedó en el tintero para seguir laburándolo más allá de este caso; tiene un nivel de escozor bastante fuerte.” El propio Carnaghi, recientemente premiado con el Martín Fierro al actor de reparto en comedia por su rol en La Niñera, admite que dudó en hacerlo con su hijo de ficción, pensando “en las cargadas que podría recibir su nieto en el colegio. Pedí que no nos pasáramos –sigue–, pero sé que la TV es un negocio y uno no se puede olvidar de eso y pensarla sólo en términos artísticos. Si no tenés rating, desaparecés”.
En 2005, queda del todo claro que los temas de la ficción varían por oleadas y empujan fronteras de lo permitido cada vez un poco más allá. La vuelta de tuerca incluye el affaire entre padrastros e hijas políticas. Aquí, el tono abandona la pesadez de la tragedia personal o el trauma infantil (como el de Juana, una de las Locas de amor violada por su padre) y se desplaza al mundito de las fantasías colectivas. En esa zona el affaire se vuelve más digerible, pierde la pátina de impronunciable o el castigo que llegará con una muerte, una expulsión, estadía en la cárcel o enfermedad incurable. Recoge, tal vez, la tradición iniciada por Guillermo Francella en acercamiento sexual con la bebota (Julieta Prandi en Poné a Francella, 2002), una amiga de su hija, y que incluía miradita, incomodidad y mentira conyugal pero pensados menos para provocar el espanto que la identificación. El que se retrata, a veces, es el padre de familia modelo Belleza americana, menos culpable que tentado por esa lolita fatal, disculpado porque ella no sería tan inocente como se pensaba a simple vista.
“Uno puede tener la fantasía de matar –dice Eduardo Blanco a Página/12—, pero decide no hacerlo, no llevarlo a la conducta.” Su personaje coquetea con la nena, miente a la mujer, redescubre un mundo de sensaciones en la pieza de al lado sin ninguna bajada moral. Padrastros y lolitas recrean la variante para calentar que se aleja del caso policial y se ligan a los ratones de una mayoría. “Este tipo que represento, Daniel, en Historias de sexo de gente común –sigue Blanco– se enamoró de su hijastra. No es que se la quiera coger, quiere vivir junto a ella para toda la vida. La conoce desde los 12 años, ¡no tiene retorno! El caso más cercano que tenemos es el de Woody Allen: uno no puede dejar de comprenderlo. Intento vivirlo en la ficción sin que sea traumático; estoy jugando a que esto me suceda.”
En busca de respuestas al incesto como moda, el guionista Enrique Torres aporta desde Los Angeles algunas de las claves que lo llevaron a planear el affaire de El patrón de la vereda entre Camila Bordonaba y Gustavo Bermúdez. Aquí la pareja protagónica concibe un enlace entre el ex novio de la madre y la heroína. Torres no esquiva lo que le toca: sí, lo buscó deliberadamente. ¿Y qué? No se conformaba con que él la doblara en edad, no le parecía que eso fuera suficientemente diferente. Quiso dar un paso más allá. “Y te digo que duplicarle la edad a tu pareja no es un tema menor –dice Torres–. Uno se paraliza cuando le lleva tantos años a la mujer menor. Yo le llevo diez años a Annabella (Del Boca) y sentía que eso iba a ser un drama. Hasta que entendí que no había barreras.”
–Pero en su ficción necesitó agregar otro problemita...
–Si él hubiera seguido la relación con la madre, podría ser su hija. Al principio hay una enorme curiosidad de parte de ella: le pide a él que la bese porque quiere saber qué sentía la mamá, le gusta que la llame Sissí igual que a ella; tiene cierto enganche con la relación que tenían antes de que ella naciera.
–¿Y esto cómo sigue?
–Ella avanza rápido por insolencia, por edad y hasta por inconciencia; él tiene los tabúes de su educación y de su edad e invierte tiempo en dominar sus miedos. Pero hacia el final llegará otro conflicto más potente cuando el galán se pregunte: ¿estoy enamorado o le tengo lástima? Aparecerá el cáncer.
Cuando Julieta Díaz intenta encontrar razones para su Martín Fierro reciente a la mejor actriz dramática, identifica un momento bisagra: la confesión de la violación de Juana, su personaje, a cargo de su padre. En cualquier caso, la guionista Susana Cardozo –coautora de Locas de amor junto a Pablo Lago– destaca el factor didáctico. El incesto sale del placard y muchos sentirán que les sirve para transparentar, como antes el boom gay, en 2004, demostró que había uno por familia. “Mucha gente que sufrió –sigue– puede tener un disparador para sentarse con su familia y entender un poquito de qué se trata la locura o el abuso. La TV debería reflejar y transmitir preguntas al espectador. En el imaginario colectivo de la gente quedó esa escena confesional de Julieta Díaz, ese momento único que pasa y nadie sabe bien por qué, eso que sirve para movilizar.” Todavía con el Martín Fierro en la mano pero con tiempo para contestar, Julieta Díaz vuelve a atribuir el valor de ese premio a una sola escena de confesión, como si allí se explicara todo, una llave para abrir puertas. “Fue el clímax del personaje –recuerda– y había que cuidarse de no caer en golpes bajos, no contar de más, encontrar un punto de equilibrio en el que la actuación no se volviera excedida pero se animara a contar sin velos.”
Para llevarlo a cabo en Locas... eligió un tartamudeo acentuado que le impedía nombrar el hecho con todas las letras, así como Cristina Banegas, en la película Géminis, de Albertina Carri, sólo reaccionó con un grito demudado al descubrir el incesto entre los hermanos Meme y Jeremías, sus hijos. Donde comienza el incesto de ficción, ¿se acaban la palabras? Es frecuente esa reacción enmudecida del que lo descubre: risa maníaca, lengua trabada, desmayo. “Son cosas antinaturales –argumenta Susana Cardozo–. Uno espera que tu madre o tu padre te cuiden y cuando eso no se cumple ocurre un shock al cerebro al que es muy difícil ponerle palabras. Se traspasa una barrera de la cual no se vuelve nunca más.”

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