EL PAíS › OPINION

Se acabó el juego

Por Eduardo Aliverti

Porque hasta ahora fue eso: un juego, nada más. Un juego perverso, en tanto pretendió lucrar con la maldita realidad argentina dibujando, como premio del entretenimiento, la única posibilidad de salida. Es probable que algunos crean, de buena fe, en que, juego o no juego, no había otra chance. Otros, seguramente la mayoría del oficialismo, saben desde un principio que sólo se trataba de ganar tiempo. Es ese tiempo, el tiempo del juego, el que ha llegado a su fin esta semana.
La derogación de la Ley de Subversión Económica, que quitó impurezas en el camino para dejar libres o desprocesados a varios banqueros (más, hacia futuro, garantizar la impunidad de mafias y mafiosos varios); y el acuerdo de los gobernadores para exhibir toda la genuflexión debida ante los acreedores externos, dejan al Gobierno enfrente del FMI tal como exactamente quería. Por eso se acabó. Porque ya le regalaron al Fondo todo lo que para el Fondo era menester, según ellos, y se viene entonces una de dos escenas que, al cabo, demostrarán lo mismo.
La primera es que el Fondo sigue jugando su juego, igual de perverso que el del duhalde-alfonsinismo. Inventa nuevas exigencias y si es necesario pide análisis proctológicos a 37 millones de argentinos; y como el Gobierno y el Congreso Nacional también serían capaces de sancionar esa ley para encontrar otra excusa, el Fondo replicaría con una contraexcusa y así hasta el infinito. Sencillamente porque el Gobierno no tiene ni el coraje ni la más mínima idea para intentar alguna cosa que no sea el acuerdo con el Fondo. Y acabadamente porque el Fondo responde a las directivas de Washington y éstas consisten en que debe inducirse al caos argentino para perjudicar a Brasil y liquidar un Mercosur que es potencialmente contrario a los intereses norteamericanos.
En la otra escena posible, el Fondo acepta firmar el acuerdo por temor a que el vacío de poder en la Argentina despierte apetitos izquierdoides en una etapa donde el eje Caracas-Brasilia ya tiene a la Casa Blanca con fuertes dolores de cabeza hace tiempo. Aun así el Gobierno “descubre” lo que en voz baja sabe desde un comienzo, disimulado en el jueguito para la gilada. Que no hay plata fresca ni ocho cuartos y que las gracias por los servicios prestados serán como mucho un asiento contable para seguir cobrando a nuevos plazos. Como detrás de semejante nadería hay una peor, que es la inexistencia absoluta de algún plan económico de crecimiento (y ni siquiera de estabilización), la historia –el juego– volverá a empezar. Con la salvedad de que juega uno solo. Porque el Fondo y su patronal permanecerían tan inmutables como hasta ahora. Pero Duhalde se tendría que ir y el proceso electoral anticipado, con ningún partido ni sector ni figura en condiciones de ejercer liderazgo efectivo, sumirá a la Argentina en un estado de violencia y disolución que, aunque parezca mentira, convierte al momento actual de la crisis en una pavada.
Es un pronóstico con rasgos apocalípticos, cómo no. Pero quien quiera desmentirlo deberá encontrar en el pajar algunas pocas agujas ideológicas, aunque sea, que demuestren lo contrario. Ideológicas y operativas, porque el resto es pura masturbación analítica. Está claro –o debería estarlo– que no existe nada de eso en el marco que trazan las recetas neoliberales y la dirigencia política tradicional. Son ellas quienes condujeron a éste, uno de los países más ricos de la Tierra, a la puerta del infierno. Unicamente algunos payasos del menemismo, o dinosaurios como López Murphy, u operadores periodísticos desde alguna radio robada al Estado, o economistas gurkas como los que viven de las fundaciones tipo FIEL, sostenidas por la crema de la crema de los grupos de poder, son capaces todavía de acusar al populismo, al gasto público o a las políticas “socializantes” por el desmadre de la Argentina.
Como desde ese faro a oscuras de la derecha sólo se puede encontrar más de lo mismo no cabe sino mirar hacia los barrios alejados, todavía periféricos no en sus posibilidades de desarrollo pero sí en suactualidad. Desde allí despuntó el miércoles la inesperada fortaleza que demostró la movilización de la CTA, con decenas de miles de trabajadores y desocupados que ganaron calles y rutas munidos de una organización y efervescencia sorprendentes para ajenos y hasta para propios. El hecho tiene dos dimensiones. Una hacia la interna del mapa sindical, porque sumado a las vacilaciones de Hugo Moyano, y después de su histórico papelón al suspender un paro por lluvia, posiciona a las huestes de Víctor De Gennaro, definitivamente, como el único actor de peso del gremialismo opositor. Y en un sentido más estructural, la posición de fuerza mostrada por la CTA ratificó que el campo popular, en el peor momento de la y de su historia, tiene reservas como para esperanzarse en el surgimiento de una opción distinta.
Como de costumbre, que eso vaya a ser así dependerá del grado de articulación que los sectores medios y de base quieran y puedan instrumentar. En una punta del pronóstico está, ejemplificador, el decurso de los acontecimientos desatados en diciembre último: hartazgo, ebullición, movilización, intentos de construir o de ejercer influencia desde nuevas formas del participar –las asambleas, básicamente–, sectarismos, intereses individualistas, discusiones banales, tácticas de copamiento de alguna izquierda lumpen, fracaso, decepción, desinfle.
En el otro extremo, el proceso arranca de la misma manera pero se nutre, por fin, de las dos herramientas sin las cuales carece de destino cualquier protesta que quiera superar su condición de tal: necesidad de transformación y vocación de poder. Acciones concretas, blancos directos, capacidad de agruparse. Es luego de esa conciencia que sobrevienen la organización y la lucha eficientes. Todo lo demás termina siendo querer arreglar el mundo desde un café, que es donde se arreglan poesías, parejas, dramas personales o fórmulas matemáticas. Pero nunca el poder.
Y ya se sabe que todo es ilusión, menos el poder.

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