EL PAíS › DOS CHICAS VICTIMAS DE LA EXPLOTACION SEXUAL, ENJUICIADAS COMO COMPLICES DE LOS ABUSADORES

“Tenía que ir con los clientes sin comer”

Se trata de un caso testigo para las organizaciones de mujeres. En un juicio oral que arrancó ayer en Córdoba, dos mujeres están acusadas de proxenetismo pese a que ellas mismas fueron vendidas, violadas y reducidas a servidumbre. Las historias y el testimonio exclusivo de Vanesa y Betiana.

 Por Marta Dillon
Desde Bell Ville, Córdoba

La voz de Betiana Zapata apenas se escucha, es como si las palabras se derramaran de su boca y se perdieran en ese punto fijo entre las zapatillas prestadas que ahora usa donde se protegen sus ojos. “Ciento y pico”, dice y tose cuando el presidente del Tribunal de la Cámara Correccional de Bell Ville insiste en que ponga un monto a lo que ganaba por mes en el cabaret Puente de Fuego, a setenta kilómetros de esa silla donde se hamaca y se seca las manos sudadas. Apenas diez minutos antes, a su turno, Jorge Luis González, un policía federal retirado del área de inteligencia, puso también un monto para sus ganancias mensuales por regentear el local donde Betiana “hacía pases”: 4 mil pesos. Es lógico, la chica de 21 recién cumplidos no era la única que “trabajaba” en ese paraje aislado junto al río Carcarañá. Vanesa Payero, con el tono algo más firme que su compañera, dijo que cobraba por “ejercer la prostitución” cerca de trescientos. Pero los tres –junto a Valeria Carina Calderón, concubina de González– están acusados por el mismo delito: promoción de la prostitución calificada, privación ilegítima de la libertad y reducción a la servidumbre contra otras tres chicas, una menor de 18. Y es que tanto Vanesa como Betiana ya habían aprendido el precio de resistirse a cumplir las órdenes del patrón cuando una de las víctimas en este juicio logró saltar el cerco de su cautiverio y pedir ayuda. Ese tiempo de violencia sostenida es lo que media entre ser víctima y ser acusadas de victimarias.

La historia de Vanesa y Betiana es caso testigo para las organizaciones sociales que vienen siguiendo en el país el delito de la trata de mujeres y niñas, que ha salido a la luz a partir de los casos de Marita Verón en Tucumán y Fernanda Aguirre, en Entre Ríos. La importancia radica en que podría estar contando la historia de muchas otras chicas desaparecidas que, tras años de cautiverio, terminan asociadas con sus captores como la única manera de sobrevivir, de quedar vivas. Marita y Fernanda son a su vez dos casos emblemáticos que instalaron en la agenda el problema de la trata porque sus familias se movilizaron tras su desaparición. Los últimos testimonios sobre el destino de Marita Verón la ubican como “esposa” de algún cafishio. Vanesa y Betiana no llegaron a eso, pero su sometimiento no fue menor.

El caso de ellas, que ayer llegó a la primera audiencia del juicio oral y público, se convirtió en tal en septiembre de 2004. Fue entonces cuando un baqueano distinguió entre los pastizales de su campo, cerca de la localidad de Inriville, al sur de Córdoba, un cuerpo que parecía quemado y que al principio no pudo saber si era de un hombre o de una mujer. Era el de una adolescente de 17 años a la que llamaban Maru; se había escapado de una cueva –literalmente una cueva, cavada junto al río Carcarañá como lugar de castigo para las mujeres que se resistían a las órdenes de González– porque el tiempo que había pasado sin comer la había adelgazado al punto de que pudo escurrir sus manos de las esposas que la sujetaban, soldadas a un caño galvanizado. La lista de las heridas que inventarió en ese momento el cuerpo médico forense es tan extensa que basta con mencionar que había contusiones, golpes, quemaduras, algunas tan infectadas que se le veían “gusanos blancos” entre sus bordes.

Cuando pudo, “Maru” contó que su cuerpo maltrecho era el precio que había pagado por no querer “hacer pases”, porque a ella Jorge González la había contratado para cocinar en ese lugar llamado Puente de Fuego. Y que ese hombre de manos inmensas –ayer llegó a la sala de audiencias con las muñecas rodeadas por cadenas– la había golpeado, la había quemado con cigarrillos, había querido sacarle una muela con una tenaza y la había confinado al hambre. Y dijo también que Vanesa y Betiana participaban de las golpizas, que no la habían ayudado, que se reían de ella. Frente al Tribunal, las dos jóvenes –de 19 y 20 al momento en que las detuvieron enel allanamiento que siguió a la denuncia de Maru– declararon una sola cosa: “Niego haber obligado a nadie a prostituirse”. No pudieron negar otros hechos.

“Era ella o mi familia”

“Yo traté de ganarme la confianza de don Jorge (González) para poder visitar a mis hijos. Una vez me dejó ir, pero cuando volví me agarró de los pelos, me arrastró hasta el campo y me violó varias veces, por adelante y por atrás. De ahí me llevó a mostrarme la cueva. Me dijo que mirara bien porque ése era el lugar donde tiraba la basura. Estuve encerrada 45 días, me golpeaba y me obligaba a recibir a los clientes sin darme casi de comer”, contó Vanesa el año pasado al periodista Miguel Durán, del diario La Voz del Interior, la primera vez que pudo hablar. “Era ella o yo”, dijo entonces refiriéndose a su impotencia para ayudar a Maru. Ayer se negó a declarar, más allá de negar lo que negó. Pero después de ser trasladada, después incluso de haber soportado las horas de espera en la alcaidía de Bell Ville escuchando la voz del ex policía en la celda diciéndole que “de acá nos tenemos que ir todos juntos”, Vanesa admitió ante Página/12 que tiene miedo por sus hijos, que González sabe dónde están y que está esperando que declare para “actuar”. ¿Cómo? “Los puede secuestrar, abusar, hasta matarlos. Tengo miedo por mis hijos, por mi mamá, por mis hermanos”, le dijo a este diario.

Vanesa cuenta que tuvo que empezar a “prostituirme” en Marcos Juárez, después de la muerte de su padre adoptivo, cuando su madre le dijo que tenía que ayudar “como sea” a mantener a la familia porque ellos la habían recogido de la calle. Tenía 13 años cuando conoció al primer reclutador al que tuvo que seguir “atendiendo” gratis todos estos años y que también era un ex policía. A Puente de Fuego, dice, iban muchos policías: “A ellos siempre había que atenderlos gratis”, igual que al hombre que la trasladó en una camioneta con logo del peaje de la zona. “A ese hombre le pagaron 50 pesos por mí.” “González siempre estaba armado, me decía que sabía dónde estaban mis hijos y muchas veces me pegó con los puños. Cuando le pegué a Maru tuve que pensar en todos los hombres que me destruyeron la vida.”

Un año sin defensa

Carlos Figueroa, asesor letrado de la Cámara del Crimen y defensor oficial de Vanesa Payero y Betiana Zapata, mira en la requisitoria del fiscal de instrucción, Carlos Viramonte, antes de contestar cualquier pregunta. Hace apenas un mes que tomó contacto con la causa, es el tercer abogado de oficio que la lleva y apenas visitó una vez a las detenidas. Por supuesto, no tuvo tiempo de pedir pericia psicológica alguna para determinar, por ejemplo, si las jóvenes padecen el síndrome de indefensión adquirida (ver aparte) o si haber sido explotadas sexualmente desde que eran niñas dejó alguna secuela. No tuvo tiempo de saber que Betiana Zapata fue secuestrada a los 9 años, en Santa Fe, que a los 10 fue violada por una patota, que a los 13, en un prostíbulo llamado Kela –como le decían a su dueña– le quemaron los genitales con agua hirviendo y que la vendieron a Puente de Fuego por “cien pesos”.

–¿Cómo te obligaban en ese lugar a hacer pases? –le preguntó ayer Página/12.

–Con gritos y golpes de González.

–¿Podías entrar y salir?

–No.

–¿Quiénes más vivían así?

–Carolina, Andrea, Valeria, Sandra y Vanesa.

Carolina es una joven paraguaya sin documentos, menor de edad al momento en que terminaron las actividades de Puente de Fuego. Sandra es Maru; Andrea, otra menor de 16 cuando allanaron. Valeria es la concubina de González. Entre las preguntas generales que hizo el tribunal constaba la que hace referencia a adicciones o enfermedades. “Tuve sífilis, a los 15”, dijo Betiana. Y el fiscal, Telmo López Lema, insistió: “¿Pero le hicieron controles mientras trabajaba en Puente de Fuego?”. No, dijo ella, con su hilo de voz. Es que antes, en entrevista con este diario, el fiscal aseguró que “la policía hace la vista gorda sobre los cabarets cuando les dan plata para la cooperadora, hay que tener cautela, porque si se reprimen esos lugares aumentan los delitos sexuales. Muchas mujeres lo hacen voluntariamente, lo llevan en la sangre y el daño no es tan grave. Sí se les hacen revisaciones para que no contagien enfermedades a los clientes, se les da un carnet con la revisación periódica”.

El fiscal parece obviar que Argentina es un país abolicionista, donde sólo el proxenetismo está penado y la actividad de las mujeres en situación de prostitución no es regulada por el Estado. Pero parece compartir con buena parte de la sociedad el mito sobre la “necesidad” de la prostitución –¿contra estas chicas no se cometen “delitos sexuales”?– que vuelve invisible la trata y la explotación sexual. Y que en definitiva permitió que estas mujeres que hoy son enjuiciadas aprendieran a sobrevivir de la peor manera mientras el Estado era indiferente a su suerte.

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Betiana Zapata y Vanesa Payero, a la izquierda. A la derecha, el policía dueño del local y su esposa.
 
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