EL PAíS › OPINION
DOS MUERTOS EN LAS CALLES Y LAS MENTIRAS OFICIALES

La banalidad del mal

Las responsabilidades del Gobierno antes y después de la masacre. La SIDE en acción. Encubrimiento en cadena oficial, con arenga y todo.
Solá, el hombre que creyó en el comisario. Algo sobre la renuncia de Alfonsín. Lavagna zafó, por ahora.
Y algo más.

 Por Mario Wainfeld

Dos jóvenes han sido asesinados. Eran militantes, esto es, personas que dedicaban parte de sus vidas a intentar mejorar el mundo y a sí mismos. Militantes como desde hace añares han renunciado a formar los dos partidos populares mayoritarios, reconvertidos a gigantescas agencias de empleo supernumerario, dedicadas a capacitar políticos rentados, asesores todo terreno y ñoquis.
Las religiones de Occidente y todo humanismo predican que todos los seres humanos son iguales y así es. Pero quienes militan sin ser (ni por esencia ni por decisión divina) mejores que otros humanos se proponen devenir superiores por la carga de altruismo que conlleva su elección de vida.
Dos militantes, pibes y pobres para mayor afrenta, fueron asesinados por la mejor policía del mundo y el obrar de esos salvajes y de los gobernantes del país y de la provincia donde ocurrió la barbarie fue vergonzoso, cómplice y (hasta que aparecieron las fotos) encubridor de los autores materiales. Queda por saberse si fue instigado y hay indicios acerca de que así pudo ocurrir.
“Condiciones
prerrevolucionarias”
Carlos Soria depositó en triunfo la enésima carpeta que produjo su fértil imaginación. “Gringo” lo llaman casi todos y a fe que tiene los ojos celestones y una tez clara, rubicunda. Pero el jefe de la SIDE, que se ruboriza con facilidad, no lo hizo esta vez. Su informe contenía una larguísima grabación clandestina: todos los discursos de un congreso piquetero en el estadio Gatica. De la encendida verba de los oradores, algunos de los cuales aseguraban que estaban dadas las condiciones prerrevolucionarias, Soria extrapolaba que se venía una ofensiva piquetera destinada a tomar el poder o cosa así el 9 de julio próximo. Si el lector cree que lo precedente es una versión criolla de El sastre de Panamá no está del todo en lo cierto. Lo que se cuenta ocurrió en más de una reunión de gabinete y fue tomado bastante en serio por varios de sus compañeros de gestión, aunque ahora todos los nieguen.
Así como en el potrero los gorditos sin mayor destreza son enviados al arco, en la política nativa hace unos años se entrega la SIDE a personas que no tienen oficio ni beneficio conocido. Allí recaló la versión radical del Tío Rico, Fernando de Santibañes, el presushi Darío Richarte y ahora el Gringo. El problema es que los aterrizados se la creen, dedicándose a comprar carne podrida en cantidades industriales y a operar con la elegancia de un hipopótamo pero usualmente con menos cerebro. Soria ya ha producido bastantes zafarranchos (ver asimismo páginas 16 y 17 de este diario) y cuando hablan de él casi todos sus compañeros de gabinete se ríen..., pero esta vez muchos le compraron la carne cruda. Repitieron como loros la teoría del complot piquetero antes y después de la masacre.
Puesto en acción, el Gobierno se dedicó durante dos semanas a transmitir un mensaje amenazante: era cuestión de Estado que los piqueteros no cortaran los accesos a la Capital. El principal portavoz fue Alfredo Atanasof, cuyo discurso matutino diario se llenó de alusiones al “caos” y al “orden”, que en la Argentina real significa que va a haber goma. Desde el Estado, claro.
Altas fuentes de la Jefatura de Gabinete desmienten la interpretación precedente y aseguran que Atanasof mechó esas declaraciones con garantías a las libertades públicas y a los derechos constitucionales. Es cierto, pero es también verdad que esas alusiones han engalanado todos los predicados oficiales, aun los de la dictadura militar que hacía todo en nombre de la Constitución y la democracia. Pero quien emite un mensaje sabe –debe saber– cómo ha de ser interpretado, cómo pesan algunas palabras, sus resonancias, sus evocaciones. El Gobierno calentó el ambiente antes del trágico miércoles, sin necesidad, sin ningunaracionalidad que no fuera la sanata de Soria y esa la primera de sus responsabilidades.
La hora de encubrir:
“Entre ellos”
La segunda, tan brutal como torpe, fue seguir valiéndose de esa fábula para ocultar la realidad de lo ocurrido en Avellaneda. Desde el mediodía del miércoles hasta la tardecita del jueves, el gobierno nacional y el bonaerense quisieron ocultar lo patente añadiendo a la teoría del complot otra alucinación. “Los piqueteros se mataron entre ellos”, se entusiasmó desde temprano Felipe Solá y en cuestión de segundos ese delirio era adoptado por el gobierno nacional. Varios diputados y senadores del PJ recibieron “la posta”, esa data inmejorable de labios de un par de ministros. Numerosos funcionarios la volcaron, off the record, en los oídos de numerosos periodistas. La especie –fastidia gastar espacio para explicitarlo– era un insulto a la inteligencia de cualquiera. La historia argentina registra miles de hechos de represión en las calles y también de manifestaciones con armas de todo calibre. Jamás se vio que un grupo se autobaleara con tamaña torpeza. Sostener esa sandez implica, para ser benevolente, grave mala fe.
Mala fe, amén de severa distracción. ¿Imaginaba el Gobierno que la verdad (las fotos que contenían la verdad) no sería revelada? Tal parece que sí. Tanto que pasadas las cinco y media de la tarde el ministro del Interior Jorge Matzkin emitió un bando anunciando que no había lugar para los violentos. El tono, las miradas, el texto superponían las imágenes del pampeano con las de su precursor Albano Harguindeguy. Matzkin dividió el país en dos, los buenos que creían en la teoría del complot y los malos que la ponían en entredicho y auguró lo peor para estos. Supina metida de pata porque, minutos después, el Gobierno entraría en esa categoría.
Casi en paralelo con el bando de Matzkin, el Gobierno supo que había por doquier fotos que probaban lo que cualquier argentino –extramuros de la Rosada– suponía: la maldita Policía había vuelto a ser ella misma. El Gobierno relata esta especie con una imaginería digna de Soria. Incluso algún funcionario cercano a Atanasof dice que fue éste, a instancias de un colaborador, quien detectó por primera vez la pista fotográfica y se la hizo llegar a Duhalde, quien entonces llamó presto a Solá y a los editores de fotografía de dos medios, ninguno de los cuales es Página/12, a pedirle el material que obrara en su poder.
No fue el Gobierno el que avisó a los medios. La Rosada dormía el sueño de los injustos y se dedicaba a distraer con bravatas a la población. El Gobierno sólo cambió cuando supo que varios medios tenían secuencias fotográficas irrefutables y las trabajaban desde mucho antes del bando de Interior. Sergio Kowalewski –el fotógrafo cuyos testimonio y fotos ilustran la edición de Página/12 del viernes– ya había armado la secuencia en la mañana del jueves y se la había confiado a los abogados de la Correpi. Su colega Pepe Mateos, de Clarín, había reconstruido su rompecabezas gráfico también antes de mediodía. A las 17.49, instante en que Matzkin empezaba su arenga haciéndose el oso macartista, La Nación también tenía sus imágenes. O sea, el Gobierno cambió su verso recién cuando supo (tarde) que tres diarios nacionales iban a hacer trizas en sus tapas una historia oficial que es una vergüenza nacional.
El viejo truco de culpabilizar a la víctima fue archivado con presteza. Abandonada la añagaza, el viernes Duhalde caracterizó de “cacería” el episodio. Así se titulaba la nota de tapa de este diario del jueves, y así definía lo ocurrido Laura Vales, la cronista que cubrió la masacre de Avellaneda. Fue una cacería, claro. Pero tarde, muy tarde, se dio por enterado Duhalde. El Gobierno lo sabía desde el vamos pero durante un día y medio se dedicó a emitir cortinas de humo.
Tierra de nadie
Severas responsabilidades conciernen al oficialismo: haber promovido vientos de fronda, un clima propicio para excitar la mentalidad de represores y haber intentado tapar el cielo con un arnero por más de 24 horas. Más arduo resulta dilucidar cuál es su cabal responsabilidad en los propios asesinatos, ocurridos en la provincia de Buenos Aires. La versión del Gobierno carga toda la romana a Felipe Solá y la Bonaerense y se dispensa de toda culpa y cargo.
Más aún, allegados al secretario de Seguridad Nacional afirman que todo lo hecho en esa trágica jornada por Juan José Alvarez fue inobjetable y congruente con su postulada posición de evitar la represión y el derramamiento de sangre como respuesta a la movilización popular. Sus principales argumentos se expresan a continuación brevemente. En 11 de los 12 accesos no hubo problemas ni casi violencia. En Panamericana estuvo presente negociando que los piqueteros bajaran a cortar una calle lateral (llamada Ricardo Balbín, ese adversario precursor que se hizo amigo) el número tres de la Federal, liderando y controlando a su tropa. Roberto Giacomino, el titular de la Federal, estuvo en el teatro de operaciones mientras el jefe de la Bonaerense estaba en Mar del Plata, por enfermedad de su esposa. La Federal “saturó” de presencia los accesos y la bonaerense puso un puñadito de sus efectivos. “En diciembre Juanjo estaba en provincia y los muertos fueron acá. Ahora está en nación y los muertos son en provincia. Está claro que no es él quien se equivoca”, explica alguien que lo conoce a fondo.
Alvarez, textualmente, declaró a este diario que “la política nacional de seguridad no cambió, será la misma de toda mi gestión. Si cambia, renuncio”. Habrá que ver. Le quedan, en tanto, aclarar un par de puntos: a) hasta que se supo la verdad su actitud pública fue idéntica a la del resto del Gobierno, y b) algunas fuentes del gabinete aseguran que el informe de Soria no es el único background de la delirante teoría del complot; habría otro similar, proveniente de la Secretaría de Seguridad. Cerca de Alvarez lo niegan.
Lo de Solá fue impresentable. La Maldita Policía actuó con nula profesionalidad y desatada barbarie. Pero, además, el gobernador fue seguramente el único que no supo de qué se trataba durante más de 30 horas. Se hizo vocero del comisario Franchiotti, un asesino psicópata que ponía cara de angelito, a minutos de haber participado en una masacre. Cientos de testigos presenciales vieron que la cacería se prolongó a muchas, muchas cuadras de puente Avellaneda. Hasta Gerli, le contó el puntero peronista de la zona Cacho Alvarez a un miembro del gabinete. ¿No vio Solá la foto publicada en este diario mostrando uniformados derribando a patadas, cual grupo de tareas, la puerta de un local político? Aun sin prejuzgar. ¿No olfateó un hombre con 35 años de política que había, por decir lo menos, 95 por ciento de posibilidades de que fueran crímenes “de la yuta”? ¿Ignora el gobernador lo que sabe cualquier tipo con estaño, cualquier pibe que pasa un gramo de merca en su territorio, que en Buenos Aires los comisarios comandan los operativos, van al frente, son los primeros en disparar y, por ende, los primeros sospechosos si hay muertos? Vaya usted a saber, lo cierto es que Solá, a las seis de la tarde del jueves, no pudo ver a Matzkin porque contaba los hechos en ronda informal de prensa, convocada por él, junto al susodicho Franchiotti.
Solá dice que el uniformado le mintió. El problema es que él no tenía derecho a creerle así como así. Su defensa, obviamente la única que le queda, es patética. Nadie puede alegar impunemente tamaña ingenuidad, menos que nadie un gobernador bonaerense y menos-menos-menos que nadie uno que pertenece a un partido que –vendidas las tres banderas a algún buhonero de Taiwan– hace del pragmatismo y la capacidad de gestión su único blasón.
La renuncia de Alfonsín
¿Vale la pena destinar dos líneas de un análisis político de la semana a la renuncia a su banca del senador Alfonsín? Tal vez sí, tal vez sean demasiadas. En cualquier caso ya se han excedido. Punto y aparte.
Volviendo a lo serio
“Activistas” dijeron voces del oficialismo queriendo desacreditar a militantes y base piquetera. “Activista”, vieja palabra milica y de servicios, quiere designar a seres perversos e irrecuperables que ejercitan la violencia y llevan como ganado a gentes buenas pero estúpidas. Un pensamiento nefasto y despectivo propio de quien nunca hizo política desde el bando popular que repiten funcionarios que alguna vez la hicieron pero que eligieron olvidarla.
Demasiada sangre ha corrido en la Argentina en toda su historia y en los últimos meses. La tendencia a criminalizar la protesta social va derivando a la praxis de aniquilarla por izquierda. Dos gobiernos de diferente camiseta, de remoto origen en partidos populares, han contribuido a derramar esa sangre, poniendo en jaque la subsistencia de la democracia y su propia continuidad. Aquella tal vez ya no les importe, casi no se entiende por qué no piensan en ésta. A cuenta de explicaciones ulteriores más completas, convengamos en computar que no sólo son violentos, egoístas y muy a menudo corruptos, también son altamente incompetentes.
Algunas entretelas de esa necedad, de ese desprecio supino por la inteligencia ajena han querido transmitirse del cronista al lector. El cronista se siente también en el deber de decirle que, por una vez, estas líneas (que son un desafío profesional y un privilegio) no lo expresan acabadamente, que no cuentan lo que más deseó en todos estos días: apenas putear y llorar.

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