EL PAíS

El nuevo intento de domar a la mejor maldita policía del mundo

Solá dividirá la cartera de Seguridad y Justicia, que había unido Ruckauf.
Y armará una oficina para estudiar los legajos de los policías. Cómo fueron los días terribles en la Casa Rosada y La Plata. Los desencuentros.

 Por Sergio Moreno

“A la policía de la provincia hay que tratarla como a un hijo que se droga: si no lo controlás, te caga.” Felipe Solá, creador de la frase que abre estas líneas, entendió brutalmente cuánto se perdió el miércoles en Avellaneda. El gobernador bonaerense realizará una reforma en la estructura policial, empezando por la separación de Justicia y Seguridad en dos carteras diferentes (que habían sido reunificadas por Carlos Ruckauf) y la apertura de una oficina que dependa de la Gobernación para analizar los legajos de cada uno de los policías. “Esto va a ser una tarea artesanal; voy a ver (los legajos) uno por uno”, dijo Solá, anoche, a sus colaboradores, mientras esperaba, en su casa, la llegada del secretario de Seguridad de la Nación, Juan José Alvarez, para firmar un acuerdo de coordinación de las fuerzas policiales y restañar las heridas que se abrieron entre ambos desde el miércoles de la masacre.
Ayer, el gobernador aceptó la renuncia de Luis Genoud, ahora ex ministro de Justicia y Seguridad, responsable político del operativo de Avellaneda, donde fueron fusilados Darío Santillán y Maximiliano Kosteki y heridos de bala un número aún no determinado (y en aumento) de manifestantes.
La suerte del ex diputado provincial y ahora ex ministro comenzó a echarse el miércoles al mediodía en el Puente Pueyrredón. Para el jueves, cuando los periódicos ya sabían que las balas asesinas partieron de armas policiales, su destino estaba sellado.
A las siete de la tarde de aquel día, el teléfono de Genoud recibió un llamado importante en un día terrible.
Novedades
–¿Qué novedades tiene, ministro? –preguntó la voz al otro lado del celular.
–Nada nuevo, Presidente –respondió Genoud a Eduardo Duhalde.
–Muy bien; hasta luego –se despidió, seco, el Presidente.
Segundos más tarde, le anuncian a Solá que Duhalde estaba al teléfono. El gobernador daba una charla con los directores de los hospitales provinciales, armada con dos meses de antelación. Solá se disculpó y tomó el tubo.
–Felipe –dijo el Presidente–, mirá las fotos de los diarios. Parece que fue la policía. Tené cuidado.
Solá hizo traer todos los diarios del día y empezó a hojearlo según le indicaba Duhalde desde el otro lado de la línea. La evidencia contra el comisario Alfredo Franchiotti y sus esbirros uniformados era abrumadora. La teoría oficial, abonada por el grifo de triple entrada de la policía de Avellaneda, por un informe de la Side y por uno que se atribuye a la Secretaría de Seguridad –que sus responsables negaron ayer a este diario haber confeccionado–, se iba por el sumidero. Dos horas antes, con toda esa madeja de datos que rozan con el delirio, el ministro del Interior, Jorge Matzkin, había discurseado en la Rosada, alertando sobre un supuesto plan insurreccional de alcance nacional. De no haber sido tan grave para la salud democrática de la Nación, si no se hubiesen asesinado a dos jóvenes, podría haberse calificado como un papelón monumental a la faena del Gobierno.
Ese jueves, Solá había tenido un desencuentro con Juan José Alvarez. El secretario de Seguridad le hizo el primer llamado a las cuatro de la tarde. Solá no pudo atender y respondió el llamado momentos después. Alvarez estaba en una reunión. El destiempo se reiteró durante parte de la tarde. No habían hablado aun cuando el gobernador recibió el llamado del Presidente mencionado anteriormente. Solá pensó, entonces, que le habían tendido una trampa. Después de la charla con Duhalde, habló con Genoud para informarle de las novedades. La charla fue tensa, aunque no descortés. Trascartón se comunicó con Alvarez.
El secretario de Seguridad estaba ya al tanto de las revelaciones de la prensa. Duramente crítico del operativo montado por la policía provincial, no tuvo piedad con Genoud cuando comenzó la conversación con el gobernador. Ocurre que, un día antes, mientras la televisión anunciaba el comienzo del enfrentamiento y, minutos después, que había producido las dos muertes, Alvarez llamó a su par bonaerense para preguntarle qué estaba ocurriendo.
–Es mentira, no hay muertos. Salí a desmentirlo –replicó Genoud.
–Es tu territorio y tu operativo. Desmentilo vos –lo cortó el ex intendente de Hurlingham.
Alvarez colgó y llamó el jefe de la Federal, comisario Roberto Giacomino. “Están muertos, doctor, no lo dude”, categorizó el policía que se comunicó inmediatamente con Genoud –el por entonces jefe de la Bonaerense, comisario general Ricardo Degastaldi, estaba en Mar del Plata– y le sugirió que verifique en el Hospital Fiorito, donde yacían los cadáveres.
La conversación entre Alvarez y Solá, tras la llamada de Duhalde al gobernador, siguió en un mar de desconfianza. A esa altura, Solá pensaba que el gobierno nacional lo estaba destrozando, que iba a ofrecer su cabeza en bandeja de plata. A esa hora no tenían en claro quiénes eran los asesinos, a pesar de saber que las balas criminales fueron de la policía. Días antes, el gobernador mantuvo contactos con algunos jefes piqueteros y sabía que la marcha iba a ser muy dura. El martes anterior, a las 21 horas, Alvarez lo había convencido de hacer un operativo conjunto. Dos días después, mientras hablaban por teléfono, Solá recordaba cada episodio armando un puzzle mental que lo alarmaba.
Anoche, el gobernador supo que en aquel momento había perdido una pieza de ese rompecabezas: el llamado de Alvarez de las cuatro de la tarde del jueves, el desencuentro telefónico. “Los que me quieren, intentaron avisarme con tiempo”, le dijo a un colaborador suyo mientras esperaba en su casa al secretario de Seguridad.
Solá aprendió dramáticamente la lección: la Bonaerense, que en tres oportunidades casi termina con el futuro de Duhalde, estuvo a punto de llevárselo a él también. Desde el viernes, el gobernador busca el reemplazo de Genoud, que según él debe ser un hombre con mucha energía, con mucha presencia, un obsesivo que esté en todas partes, que esté presente en cada operativo, que antes de cada uno de ellos revise a los policías, que constate que no carguen armas de fuego. En definitiva, todo lo que no se hizo en Avellaneda el miércoles pasado.
–Genoud se durmió –reconoció ayer el gobernador.
Todos estos movimientos, la reforma policial en cierne, la investigación estatal en marcha, la detención de los policías Franchiotti, Carlos Jesús Quevedo y Lorenzo Colman, no cierran ningún capítulo ni explican la genuflexa reacción de los estados nacional y provincial ante los episodios del miércoles. Menos aún su respuesta inmediata: haber comprado una operación, una argumentación policíaca, y haberla vendido, tal como confesó anteayer a Página/12 una alta fuente de la Casa Rosada; no explica por qué el gobierno nacional intentó cambiar –con las amenazas del jefe de Gabinete Alfredo Atanasof– la política de tolerancia ante la protesta social que le había dado el rédito no menor de mantener su gestión limpia de sangre.
Cuando todavía falta desentrañar cómo fueron los hechos, quiénes fueron los asesinos, quiénes los que tiraron balas de plomo, si además de la policía –uniformada y de civil– lo hizo también la Prefectura, una nueva reforma se pone en marcha para intentar subordinar al poder político y a la Constitución Nacional a la mejor maldita policía del mundo.

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Felipe Solá y Eduardo Duhalde son los máximos responsables políticos del resultado de los episodios del miércoles en Avellaneda.
 
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