EL PAíS › OPINION

Voces

 Por Horacio Verbitsky

El narcisismo de la diferencia produjo ayer un par de hechos tan luminosos como involuntarios. El saldo es una bienvenida clarificación política.

El propósito oficial de conmemorar el 30º aniversario del último golpe militar con una gran concentración de unidad popular se frustró, por divergencias entre personalidades que no aceptaron compartir cartel con nadie. El gobierno nacional mudó entonces su acto institucional, desde el ministerio de Defensa (al que sólo asistirían unas pocas autoridades de los tres poderes) hacia el Colegio Militar, cuyas dimensiones permitieron acomodar a numerosos exponentes de distintos sectores de la sociedad, un océano en el cual se perdían los islotes verdes, blancos y azules de los uniformes de las tres Fuerzas Armadas. Ante ellos Kirchner fue de una extrema severidad con los golpistas de hace tres décadas. Pero, como ningún presidente antes de él, contextualizó esa abominación con referencias precisas a los partícipes civiles. No omitió al poder económico, que destruyó la producción y el trabajo para reemplazarlos por la valorización financiera, ni a sectores de la Iglesia, de la prensa y de la clase política, ni a otras instituciones que nunca reconocieron el principio de la soberanía popular. Se refirió a la justicia, la impunidad y la reconciliación, sin una pizca de antimilitarismo y dijo que la presión para que anule los indultos es una trampa de la derecha en la que anunció que no caería, porque les corresponde a los tribunales hacerlo y no se puede buscar la verdad y la justicia degradando las instituciones. El homenaje a los organismos de derechos humanos, en especial a las Madres y a las Abuelas de Plaza de Mayo, resonó con más fuerza en ese ámbito poco acostumbrado a los pañuelos blancos.

Por la tarde, los organismos históricos de derechos humanos encabezaron la marcha tradicional, que este año fue gigantesca. Desde 1996 se sumaron a estos actos organizaciones políticas y sociales congregadas en un Encuentro de la izquierda extraparlamentaria a pesar suyo. Ese conglomerado radicaliza cada vez más sus consignas y hace unos años llegó a subir al palco a una militante con un pañuelo blanco, caracterizada como si fuera una Madre de Plaza de Mayo. Las contradicciones son crecientes desde hace mucho, pero mientras gobernaron Menem, De la Rúa o Duhalde no fue demasiado complicado absorberlas. A nadie le importaba demasiado el texto del documento que esos partidos redactaban porque lo que se valoraba no eran esas palabras que se lleva el viento de la Plaza sino la presencia masiva en repudio al golpe. Pero la descripción del gobierno de Kirchner como entreguista y represivo fue demasiado. Las Madres de Plaza de Mayo ejercieron su derecho a réplica y cuando intentaron explicar su desacuerdo les cortaron el micrófono, en una elocuente demostración de qué clase de país sería la Argentina si esas microfracciones llegaran alguna vez a disputar el poder. Los pañuelos blancos se retiraron y las dejaron en la Plaza, a solas con la intolerancia y el sectarismo que les impide salir del ghetto del uno por ciento.

El saludable deslinde de posiciones, que comenzó en el Colegio Militar y siguió en la Plaza, no dejará de tener consecuencias futuras.

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