EL PAíS

Noche de palos

Lejos de las cámaras, la policía hizo lo que quiso: palos, itakazos, gases. Nunca se entendió por qué empezaron.

 Por Sergio Kiernan

Si hay algo que quedó claro el viernes a la noche, fue que la pelea la empezó la policía. No hubo desmanes, ni saqueos, ni ataques a los de azul. La famosa molotov explotó tontamente en el asfalto, cuando los policías llevaban un buen rato dándole a la gente, practicando tiro al blanco desde sus pequeños patrulleros Peugeot y sus motos, disparando itakazos a quemarropa a cuanto grupo de tres o cuatro personas se encontraran. Fue sin provocación, fue duro y ellos disfrutaron cada minuto.
Ayer, el secretario de Seguridad Interior Juan José Alvarez intentó justificar la represión describiendo un supuesto arsenal usado contra los agentes: fierros afilados que giraban como bumerangs, honderas con bulones, petardos con encendedores atados. Si tales “armas” fueron realmente usadas –como afirmó el funcionario, que agregó que había policías heridos– ocurrió tarde y poco: los que cubrieron los enfrentamientos no las vieron y las piedras que se vieron volando eran respuestas al ataque policial y no provocación. El mismo secretario Alvarez se cuidó mucho de no mencionar la secuencia de los ataques y no aclaró quién empezó primero.
La televisión mostró las motos circulando por la Plaza de Mayo tirando itakazos a quemarropa. Ayer se pudieron ver lo que filmaron muchos de los camarógrafos que no estaban conectados a un camión de exteriores. Fueron imágenes de hombres apaleados y sangrando, llenos de balines de goma. Hasta había una combativa y enojada abuela de 70 años que sangraba en una pierna. ¿La señora también tenía una honda? ¿O tiraba petardos?
Lejos de las cámaras, en las calles oscuras y desiertas entre la plaza y la avenida Belgrano, la policía se dedicó a su deporte favorito: tirarle a la gente. No había una manifestación o un piquete. Había grupitos de cuatro o cinco, generalmente muy jóvenes, que hablaban, todavía excitados y medio incrédulos de cómo la policía se les había venido encima. En Moreno y Bolívar, en la vereda ancha del Nacional Buenos Aires, un par de señores ya cuarentones se contaban mutuamente cómo habían corrido como hace años que no lo hacían cuando los uniformados se les abalanzaron. “Yo me fui a casa a lavarme el gas”, decía uno que vivía ahí nomás. “Yo me voy ahora”, comentó el otro.
Se tuvieron que ir nomás, porque en ese momento aparecieron a una velocidad insólita dos pequeños patrulleros Peugeot, con las itakas asomando horizontales por la ventanilla del acompañante. Algunos empezaron a caminar rápido por Bolívar, otros se escondieron prudentes detrás de un camión de reparto sobre Moreno. La mayoría –cinco por esquina– se quedaron parados tranquilos: no estaban haciendo nada, eran pocos, ni gritaban. Los patrulleros les pasaron por delante y abrieron fuego sobre esos blancos fáciles, a escasos metros, al bulto. Había que oír los gritos: las itakas seguían horizontales, a la altura del vientre.
Uno de los patrulleros dobló por Moreno y pasó a los que corrían rumbo a Perú. No se detuvo ni tiró: guardó los balines para los gaseados que se habían juntado a toser en la puerta del bar El Querandí y que venían de recibir una lluvia de granadas de esos cañones múltiples en los techos de los camiones de la policía. Ni la lluvia, que no paraba, daba para bajar las nubes de lacrimógeno.
Lo notable del asunto era que a los policías les debía costar encontrar un blanco. Lo que se veía eran parejas y grupitos de amigos que se iban de la plaza y empezaban a correr desesperados cuando aparecían los patrulleros, siempre por atrás. Mojados y asustados, todo el mundo pensaba solamente en escaparse. Nadie enfrentó a nadie, nadie rompió nada, nadie prendió un fuego. En medio de la gente, sacados, vagaban dos periodistas brasileros, uno con el traje ya arruinado y el otro ya sin camisa, con la cámara al hombro cubierta con un plástico. Ya estaban perdidos: querían volver a la plaza y no la podían encontrar. Al que se tomó un segundo para orientarlos le comentaron que nunca, nunca habían visto algo tan gratuito. “E olha que a gente já viu muita coisa no Brasil”, agregaron.
Por Belgrano, una camioneta oscura se paró en la esquina de Chacabuco y empezó a tirar gases y balines a un grupo a la altura de Piedras. El grupo se esfumó en segundos: eran diez o doce. La camioneta no los esperó y avanzó hacia ellos, tirando más y más. Se perdió, por Belgrano arriba, de contramano y haciendo fuego, con los policías que se reían.
Pero el esfuerzo mayor se daba por Avenida de Mayo, donde la policía empezó a arrear a los pocos que quedaban después de la lluvia fuera del centro. Primero despejaron la plaza, a puro balinazo horizontal. Después subieron, armando un retén de presos en la esquina de Perú, a las puertas de la London. Era un grupo de chicos a los que se ordenó tirarse el piso con las manos atrás. Los camarógrafos y fotógrafos los rodeaban y un policía tuvo un arranque de “corrección”: “Tengan un poco de respeto, che”, dijo, “no los escrachen”. Y de paso no los identifiquen.
Hasta Congreso, los policías seguían en la suya, ya desatados. Mientras que en la plaza la regla era portarse bien en cámara y dejar el tiro al blanco para las calles laterales, avenida arriba ya se habían descontrolado. Tiraban gases y gases, y los de civil –incluyendo una alarmante colección de policía obesísimos, de los que caminan con las piernas abiertas porque no pueden juntarlos– iban abiertamente con sus colegas de uniforme. Uno de ellos llevaba una cacerola y un palito en la mano.
Frente al Congreso, había literalmente más policías que manifestantes. En filas rectas, los de azul coparon Entre Ríos y Rivadavia, y dejaron a los civiles sobre Callao. Había motos, tanquetas, hidrantes, patrulleros y una cantidad notable de camionetas. En la esquina del hotel, en el único bar abierto en cuadras a la redonda, los parroquianos miraban asombrados la situación. Una señora iba de vidriera en vidriera con un café doble en la mano. Un señor leía el diario, indiferente. El bar estaba intacto.
¿Qué quisieron hacer el viernes a la noche? ¿Subirle el precio al cacerolazo, para que la gente se asuste y no vaya al próximo? ¿Desestabilizar al Gobierno dando leña? ¿Sacarse la sangre del ojo dando palo? ¿Vengarse por un ataque aislado, con los famosos petardos y honderas? ¿O todo es un síntoma de un gobierno que no termina de controlar ni siquiera a su policía? Tanta pregunta viene a cuento, porque la represión fue moderada sólo donde brillaban las luces de la televisión. El resto fue una exageración gratuita.

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