EL PAíS › OPINIóN

La suma algebraica

 Por Mario Wainfeld

Raúl Alfonsín falleció hace un año, su legado es bandera y controversia. No hay neutralidad ni asepsia posible ni sería deseable. Como el Cid, los políticos siguen dando batalla. Claro que ellos no siempre ganan.

Los balances de hombres con tamaño recorrido se resumen, en la polémica, a través de una suerte de suma algebraica: hay conductas positivas, otras con el signo negativo adelante. Por cierto, los números y el saldo son cálculos subjetivos. Pero los hechos mayores a computar generan algo así como un consenso transversal. Alfonsín es su brega por los derechos humanos durante la dictadura, la Conadep, el juicio contra las Juntas, las “Felices Pascuas”, el punto final, la obediencia debida, las hiperinflaciones, los planes Austral y Primavera, La Tablada, el Pacto de Olivos, la Constitución del ’94, la Alianza. La sumatoria siempre es opinable.

El cronista intentó, el año pasado, una semblanza de su trayectoria y esbozó su propio cálculo. Doce meses después, evita ese trayecto completo. Prefiere usar el aniversario para repasar cómo se leyó su pasado, para incidir en el presente. Y también, releer algunos aspectos de su vida, en parte soslayados en la nutrida prosa que se le dedicó. Ahí vamos.

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Los usos de Alfonsín: El ex presidente fue evocado por muchos como un opuesto cabal a los dos Kirchner, Néstor y Cristina Fernández. Muy especialmente a Néstor. Del lado de los apologistas del radical, se pintó un retrato de virtudes ajenas a los Kirchner: la condición de estadista, la voluntad de diálogo, la procura de la unidad. La nómina es encomiable aunque esquemática, porque la anima una funcionalidad coyuntural evidente. A los ojos del cronista esa estampa, sin ser charramente falsa, es simplificadora al costo de ahorrar aristas estimables de Alfonsín. El sociólogo Eduardo Rinesi, entre otros, puntualizó momentos vibrantes del primer presidente de la restauración democrática que revelaban belicosidad y espíritu de pelea. Parafraseándolo, el cronista recuerda sus debates, de cuerpo presente, con Ronald Reagan, con algún capellán, con los popes de la Sociedad Rural. Siempre de visitante (en la Casa Blanca, en el púlpito de una iglesia, en el predio de Palermo), con el índice en ristre. Con el discurso desafiante, poniendo de su lado a la progresía, a los derechos humanos y al antiimperialismo. Y relegando a la vereda de enfrente a “las corporaciones” que siempre fustigó, correctamente embravecido contra la militar y tal vez demasiado simplista con la sindical.

Dividió a la sociedad, la interpeló en términos ideológicos. Haber sido un líder con pimienta merece el signo más. El prócer descafeinado que pretenden semblanzas de moda, una estampita del Billiken, es un rebusque en la comidilla de 2010.

En sus mejores trances logró sumar por partida doble: concordancia entre sus palabras y sus hechos. En otros restó, contradiciéndose, sin estar a la altura de sus promesas.

También es un acomodo forzado la alabanza a quien desdeñó el hegemonismo. Lo buscó, con denuedo, cuando lo percibía accesible, con los recursos del número y la democracia. Quiso plasmar el Tercer Movimiento Histórico, mandar al peronismo al subcampeonato permanente, reformar la estructura gremial valiéndose de su legitimidad de origen. Aspiraba a sancionar la ley Mucci por un voto de diferencia, la perdió por ese margen.

Quería muchos años de primacía radical, como cuadra a cualquier dirigente político. La alternancia es un atractivo del sistema pero funciona a condición de que los participantes compitan a fondo, buscando la supremacía y no la derrota.

Su estrategia y sus tácticas fueron fluctuantes, al influjo de su poder relativo. Esa obviedad también se vela, mezclando sus iluminaciones presidenciales con sus manejos cuando fue minoría, la mayor parte de su vida y del período corrido entre la epifanía de 1983 y la decadencia ulterior a 1987.

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Fue el mejor presidente posible para el ’83. El reconocimiento se completa asumiendo que el primus inter pares compartía limitaciones de sus contemporáneos. Sus puntos fuertes fueron la democratización de la sociedad y sus primeros pasos en materia de derechos humanos. Su mito fundante –la aptitud (diríamos genética) de la democracia para garantizar bienestar económico, educación y salud– espejaba un doble rostro del Alfonsín de los ’80. En el diagnóstico vibrante confluían el tribuno capaz de galvanizar multitudes y el gobernante que vislumbraba poco y mal la reconfiguración del mundo y de la Argentina, las nuevas condiciones económicas, el peso de la deuda externa.

Elevó el piso de la demanda democrática y de la lucha por la verdad y la justicia. Tales fueron sus clímax y su mochila. La sociedad, reavivada y exigente, no aceptó los cierres de época que propuso. El juicio a los comandantes era una propuesta sofisticada, adelantada a sus tiempos. La Semana Santa, un retroceso que –la historia posterior lo corrobora– era excesivo ante la real relación de fuerzas. Ambas le fueron cuestionadas y modificadas: la Cámara Federal primero, los fiscales después, los movimientos de derechos humanos siempre, los carapintadas, el Congreso le enmendaron la plana. A veces fueron detalles, a veces choques frontales: la sociedad compleja y díscola fue menos maleable que en los días augurales.

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El auge de Alfonsín duró cuatro o cinco años. Su gobierno no llegó a seis... pero los dos últimos fueron de pesadilla, de renuncios y de fracasos. Las peripecias del favor popular que recibió son un dato central, usualmente menospreciado o reducido al eslogan elitista “no supieron entenderlo”.

Los veredictos electorales son, en nuestro país, claros y tremendos. Consagran legitimidades potentes, defenestran de sopetón, sacan de la cancha a campeones de ligas recientes. No hay motivo para endiosar al pronunciamiento de las urnas, habrá aciertos y errores. Pero es un indicador de gran nivel, máxime para aquellos que pujan por ser mayoría. En 1983 y 1985 el pueblo (antaño no era “la gente”) premió su fervor, sus interpelaciones, lo eligió contra adversarios que no daban la talla. Después la estrella electoral cesó, con toda justicia, en 1987 y 1989. Sus incursiones electorales ulteriores fueron duras pruebas. En 1997 iba camino a salir tercero en Buenos Aires, detrás de Graciela Fernández Meijide y Chiche Duhalde. Evitar ese traspié fue un incentivo para armar la Alianza. En 1999 se expuso como candidato por la Alianza en la misma provincia, a sabiendas de que sería vapuleado por Eduardo Duhalde y de que (aun así) era la mejor carta disponible para conservar una senaduría y un puñado de sufragios. Se jugó por su partido, eso vale un signo más, así sea en la derrota, que también tenía razones.

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Alfonsín siempre fue un hombre de su partido. Fue el mejor dirigente boina blanca de la época, por goleada, pero acaso encontró en su partido un techo de cristal que solo perforó en la campaña presidencial y en los tramos primeros de su mandato.

En los hechos, jamás retomó la conducción de su partido desde 1989. En las dos mejores elecciones desde entonces (Eduardo Angeloz perdedor con buena cosecha en el ’89, Fernando de la Rúa presidente en 1999) los candidatos no eran de su palo, sino sus adversarios. A De la Rúa lo detestaba, lo tenía en menos... hizo mucho por él.

En el gobierno aliancista fue relegado y considerado un estorbo. La Casa Rosada y en la pléyade de economistas que entornaban al presidente renegaban de su palabra, abominaban sus tímidas críticas, lo juzgaban un incitador a la inflación. Al cronista le consta que Alfonsín se enteró por los diarios del voto negativo contra Cuba en la ONU. Broncó contra la decisión lamebotas, fue orgánico y calló. También lo hizo ante el desdoroso episodio de las coimas en el Senado, el espíritu de cuerpo partidista pudo más.

El radical vitalicio fue, a poco andar, bipartidista por vocación. El enlace con el peronismo fue constante, desde que perdió la primacía. Son los actuales tiempos de añoranzas de los partidos políticos. Hay buenas razones para deplorar el desorden del esquema vigente, el personalismo y la falta de organización. De modo dialéctico, se incita una retrospectiva falaz de los desempeños pasados del bipartidismo, conservador en sustancia, rebosante de pactos mezquinos. La provincia de Buenos Aires fue el escenario más claro de una mediocre gobernabilidad pactada, más pensada para cerrar el paso a la innovación y a terceras fuerzas que en clave de progreso. Otro ejemplo fue el hermético núcleo de coincidencias básicas de la Constitución, cuyas falencias hacen llaga en estos años.

Carlos Menem y Eduardo Duhalde fueron más afines a Alfonsín que los Kirchner en este aspecto y cada cual puede ponerle a eso el signo aritmético que le quepa.

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¿Qué haría Alfonsín hoy día, si viviera y tuviera fuerzas? Es un contrafáctico tentador, que se puede resolver pensando que sería una suerte de abuelo noble y ecuménico repartiendo consejos edificantes. Página/12 imagina que estaría en su salsa, metido con patas y todo en la construcción de un candidato radical para 2011. Fue lo que hizo, mientras le dio la vida. Le ilusionaría más que su hijo Ricardo (cuya estrella creció exponencialmente en este tiempo) o Ernesto Sanz llegaran a encabezar la boleta de la lista 3. Pero si, como pintaba en marzo del año pasado y como es bien factible que suceda, Julio Cobos tuviera mejores chances, el ex presidente estaría empujando su carro. Para el cronista Cobos es, en gran parte, contracara de las virtudes cardinales de Alfonsín. No es un político de raza, que atravesó todo el cursus honorum: militante raso, luchador en minoría, presidente y vuelta al llano. No tiene lealtades grupales, ni emula sus afanes progresistas, su pasión por las causas democráticas, su garra de orador y polemista. También le faltan sus dotes de seductor y de armador. Y, sin embargo, Alfonsín lo apoyaría porque sería el hombre de su partido en una contienda determinante.

Con todas las diferencias expresadas, el cronista (tal vez en discordancia con unos cuantos lectores) cree que, a los efectos de la suma algebraica, eso tiene el signo “más” adelante.

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