EL PAíS › HORACIO GONZALEZ *.

Las obras completas de Perón

El menemismo posee el oscuro secreto de la presión moral, es decir, del cálculo confuso por el cual siempre existe más miedo que el que solemos declarar. El menemismo sólo excepcionalmente ha debido recordar la forma violenta que adquiere el mundo si se abandonase el temor que irradia un orden natural. Prefiere el estilo elíptico, la infinita distracción de la cortesanía, el aroma de indiferencia que provoca un chiste repentino en ocasiones supuestamente solemnes. No es que no tenga una idea de pueblo, siquiera que no sea popular. Se trata de definir lo popular como una espesa resignación de vasallaje, pero sólo hace perceptible la utopía voluptuosa que premiará a los sumisos. Importante subcapítulo del peronismo histórico, el menemismo es una militancia, una indumentaria, el teatro posible de un credo social. No debió ser fácil entonces dejar de lado la cápsula jeroglífica y atemporal de las elecciones internas bajo la mirada gélida del gran dramaturgo que buceó en la conciencia de los otros para hacerlos espejos de él mismo. Todos los personajes que ahora se han desprendido del insondable barroquismo de la “interna”, donde yace el museo político de los símbolos disecados, buscarán los veredictos del horizonte social general. La diputada Alejandra Oviedo, joven, bonita, riojana, cumplió su papel menemista en esta tragicomedia llamando a la democracia de los afiliados, al peronista de la “carta orgánica”, personaje existente pero cuya literatura está cancelada. La diputada Cristina de Kirchner, profesional, desde la tarima y no desde los llanos, alertó sobre la crisis de todo el “sistema de partidos”, en el que ya no es posible disimular los “proyectos enfrentados”. Este lenguaje pertenece al léxico perseverante de las sucesivas “revocaciones peronistas”, compuerta que se entreabre cíclicamente con el chirriar de bisagras ya preparadas. El lenguaje del “proyecto”, con su pedagogía modernizante, su sabor clásico, su modestia confrontativa y su calculado equilibrio entre la nostalgia militante y los neosaberes de gestión, está obligado a ser muy contenido con su propio drama. El duhaldismo es el nombre de esa modestia, el uso aplicado del reconocimiento de su propia vulgaridad. Como renovación, implica detenerse antes de recorrer lo que fue el camino del Frepaso; como peronismo, apartar de la memoria autobiográfica lo que el congresal Soria llamó el “otro” –el espectro del menemismo–; como modernización, no abandonar nunca la leyenda arcaica a lo Quindimil; como nuevo impulso generacional, cultivar un sobrio intimismo con el cual el paciente realismo de un Felipe Solá puede tornarse incluso una fórmula animosa. Renovación, pues, de tono apagado, de hombres cautelosos que consumen sus esperanzas generacionales entre padrinazgos y silenciosas heridas mutuas, y que sin embargo han estallado en la vindicta contra el “gorila musulmán”, expresión inverosímil que revela en el cántico político la pervivencia de misas lóbregas que a todos recorren por igual. El peronismo, que siempre gozó del espectáculo de su “mala unidad”, se ha dividido sin pífanos ni conmociones. Su propio drama lo excede; el peronismo odia su propia tragedia. Su propia historia no es una arcilla que aliente el hilo complejo de la memoria, y aún la pompa antigua de un Lorenzo Pepe, todo lo inocua que se quiera, es vista como un molesto frangollo oratorio. Como hizo la socialdemocracia europea con Augusto Blanqui, el nombre de John William Cooke ha sido apoyado en las espesuras peronistas de la ritualización. No hay relectura, hay encuadernación. Duhalde regaló a Lula las obras completas de Perón.
* Sociólogo.

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