EL PAíS

La protesta y el Estado

 Por Mario Wainfeld

No criminalizar la protesta social es un enunciado original del kirchnerismo. Original en doble sentido: lo enunció desde sus inicios y contradijo los criterios prevalecientes en gobiernos que lo precedieron.

El objetivo es virtuoso, su concreción difícil. En parte por la formación de las fuerzas de Seguridad. En parte porque, con el correr del tiempo, las movidas de acción directa le “tomaron la mano” a la relativa transigencia del Gobierno, le marcaron agenda. Y también frisaron el abuso de la acción directa. Tanto, que la mayor seguidilla de cortes de ruta de la historia nacional no la protagonizaron sectores desvalidos o invisibles o carentes de recursos institucionales (se supone, los más válidos apelantes a la protesta), sino poderosas patronales agropecuarias.

Como fuera, el objetivo de no reprimir ni criminalizar es valorable y debe mantenerse aunque adecuándose a los tiempos. Y exigiendo a los manifestantes un piso en sus comportamientos, que (a criterio del cronista) es no apelar a la violencia física contra terceros. Un ejemplo micro, pero no de laboratorio, son las agresiones que sufrieron el diputado José María Bancalari y luego algunos transeúntes en jornadas recientes.

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Los reclamos contra las mineras en varias provincias se inscriben, en cambio, en la lógica de la protesta lícita y hasta sistémica. Se reivindican derechos ciudadanos, se proclama la defensa del medio ambiente, se apela (como en tantas ocasiones en los últimos años) al corte de ruta.

La reacción policial, en La Rioja y Catamarca, fue desmedida. Contrarió los criterios y protocolos promovidos por el Ministerio nacional de Seguridad. Las explicaciones de la gobernadora de Catamarca, Lucía Corpacci, no bastan para reparar el daño ni para justificarlo. Alegó desbordes emocionales de los uniformados, sugiriendo que son excusables. No es así. Se trata de profesionales que deben conducirse como tales. Las provocaciones y aun las agresiones (si hubieran existido) pueden eventualmente servir de atenuante pero jamás de eximente. Y mucho menos evitar las investigaciones internas, los sumarios y las posibles sanciones.

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Contra lo que se enuncia en los medios dominantes, el gobierno nacional no tiene pleno control de esas situaciones. Las autoridades son provinciales, tanto como las policías. Lo que sí es cabal y una rémora de la democracia es el descontrol y la proclividad al autogobierno de las policías. La cuestión interpela, sin duda, al Frente para la Victoria (FpV) que gobierna en la mayoría de las provincias, con distintas variantes y grados de adhesión al gobierno nacional. Las campanas también doblan en otros territorios, como Santa Fe, donde gobiernan los socialistas desde 2007. La policía provincial fue una de las más sanguinarias en la represión de diciembre de 2001 y tampoco ha habido allí una reforma a la altura de las necesidades. No se trata, tout court, de connivencia política, sino de algo más intrincado: la dificultad de las autoridades civiles para fijar las reglas de comportamiento y garantizar el apego a la ley.

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Lo que sí cae pleno dentro de la competencia nacional es el llamado “Proyecto X” de la Gendarmería. Las denuncias de partidos y organizaciones de izquierda fueron difundidas el año pasado por Página/12. En estos días, retomadas por otros medios, recobran difusión.

La ministra de Seguridad Nilda Garré fue tan parca como rotunda: “No admitimos espionaje y, si llegara a haber, seremos inflexibles”.

La información disponible indica que la Gendarmería incurrió en prácticas ilegítimas e ilegales. La inteligencia no le está taxativamente prohibida como a las Fuerzas Armadas, pero sí limitada. Es injustificable aplicarla a integrantes de partidos, gremios u organizaciones sociales lícitos. Infiltrarse, actuar sin darse a conocer, pesquisar a actores democráticos que expresan reivindicaciones lícitas no tiene ningún amparo legal.

El Gobierno deberá acelerar las investigaciones y proceder a fondo.

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La denuncia fue potenciada por la divulgación hecha por los diarios Clarín y La Nación, y los medios electrónicos que controlan. Esta circunstancia es sugestiva, para ilustrar cómo se “hace agenda” en la actual coyuntura política. Los que encubrieron mientras pudieron los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, o el del “Oso” Cisneros, son emisores poco creíbles pero esa discusión epocal no debe interferir con lo que es central en este caso: la posible violación de derechos ciudadanos y hasta humanos.

Es bastante posible, también, que parte de la ofensiva mediática apunte a la ministra Garré. Y que ese afán tenga aliados “invisibles” dentro del amplio abanico del FpV, en especial en territorio bonaerense.

Son detalles interesantes, para otros abordajes. Pero, y esto vale para ciertos defensores del kirchnerismo, no todo lo que denuncian los adversarios del Gobierno es mentira o carece de gravedad. Esa visión binaria puede conspirar contra las mejores acciones o intenciones del kirchnerismo.

La denuncia es preocupante y más que verosímil. Garré, que tiene sobradas trayectoria y convicciones, deberá darle pronta respuesta. Seguramente, a su mejor manera: demostrando cuál es la misión de su ministerio, haciendo valer la autoridad. Y doblando la apuesta, como sabe hacer y como parece imprescindible.

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