EL PAíS › OPINION

Provocación

Por J. M. Pasquini Durán

Fue un brutal asesinato, cometido a sangre fría por sicarios de oscuros prontuarios y turbias relaciones con la comisaría 24ª de la Policía Federal. La víctima, un hombre joven, militante social adherido a la Federación de Tierra y Vivienda (FTV), era uno de los referentes para los vecinos de la Boca, en especial para los desamparados que tratan de sobrevivir con dignidad a la miseria que no merecen ni causaron. El crimen, por las características de la ejecución, desde ya puede incluirse en la larga nómina de caídos en el campo popular, pero además hay que anotarlo en la lista de provocaciones políticas destinadas a encender la espiral de la violencia. Ocurrió en el segundo aniversario de la matanza en la estación de Avellaneda que cobró las vidas de Kosteki y Santillán.
No es la primera vez en la historia nacional que el método es aplicado para enredar al movimiento social y desviarlo de sus propósitos esenciales. Quienes hayan vivido los primeros años ’70 o quien quiera consultar en las crónicas de esa época podrán encontrar rastros semejantes de los estrategas de la tensión. Eligen a sus víctimas para que produzcan alto impacto emotivo y tienden la trampa para que esos sentimientos de indignación se conviertan en respuestas automáticas de violencia. Si lo consiguen, los violentos pronto quedarán aislados de la convivencia democrática y serán aniquilados, causando graves daños a las organizaciones populares, obligadas a elegir entre violencias buenas o malas. Cuando no hay la contención política para eludir la trampa, los daños directos y colaterales siempre serán mayores a los que se causaron en las instalaciones de la seccional policial.
Sería deseable que el movimiento social en general, el piquetero en particular, hiciera una tregua en las confrontaciones facciosas para hacer causa común en el repudio a estos crímenes y en la reafirmación de los compromisos con la libertad y la justicia. Es hora de reflexionar otra vez sobre lo que significaron los años de plomo, y sus prolegómenos, porque no se trata de respaldar un liderazgo o una conducta particular, sino de proteger el patrimonio común que han acumulado las luchas populares.
No es cuestión de poner la otra mejilla o de cobrar ojo por ojo, sino de concebir con responsabilidad la magnitud trágica de acontecimientos de este tipo y sus consecuencias sobre el futuro del país y de su gente. Los indiferentes y los mezquinos, los hipócritas y los que creen que están a salvo, deberían echar una mirada atenta a lo que sucede en el mundo y hacer memoria de la propia historia. En las encrucijadas, más vale mantener el corazón caliente y la cabeza fría.

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