EL PAíS › POR ALEJANDRO KAUFMAN*

Desmesura y reflexión

La tragedia de Carmen de Patagones fue percibida como tal y no como un acontecimiento en el que se pudieran distinguir culpables e inocentes. Aunque las reacciones no son unánimes y se observan algunos rápidos atisbos de las derechas en pro de construir un culpable, el estado de ánimo general parece orientarse más bien a relatar el hecho tan doloroso del asesinato de los estudiantes como un síntoma que requiere una respuesta comprensiva, la elaboración de interrogaciones y pensamientos que resulten eficaces para que no se repita.
En la historia reciente, la expiación y la catarsis han recurrido hasta el hartazgo a crispadas y enceguecidas reacciones punitivas, atravesadas por acusaciones estereotipadas y exentas de todo involucramiento y responsabilidad por parte de numerosos actores sociales. La tragedia del martes pasado tal vez indique un punto de inflexión, una suerte de límite a la disgregación del vínculo social en que naufragamos desde hace tanto.
Puede atribuirse semejante circunstancia a la desmesura del hecho, componente esencial de la tragedia, y a la inocencia de sus protagonistas, de algún modo otro rasgo de la tragedia. Lo acontecido sugiere un silencioso sufrimiento que encontró en la violencia la expresión que estalló probablemente después de una insufrible restricción.
Tanto en lo que se dice y se sabe de Junior, como en lo que muchos adolescentes y quienes los escuchan están declarando en estos días, como en algunos rasgos de la masacre de Columbine, y en los indicios que sugiere Gus Van Sant en Elephant, hay otro componente que se reitera en forma insistente: la experiencia de una humillación, el hecho de que Junior o Pantriste o los chicos de Littleton fueron objeto de humillaciones reiteradas e inapelables, sin registro de una reparación.
Más allá de lo que sepamos sobre estos casos en particular, lo cierto es que algunas instituciones y contextos son apropiados para que determinados individuos frágiles o sensibles sean sometidos a sufrimientos inconcebibles a manos de sus pares y a la vista e indiferencia de los mayores y responsables. La nuestra es una época que afirma no tolerar de ninguna manera la humillación. Las formas más radicales en que se experimenta la fragilidad de la existencia son ablandadas y paliadas por parafernalias silenciadoras de la abyección y el dolor, y por todas partes se discute sobre las formas más insensibles de dejar este mundo.
En una época que combina la autonomía del ciudadano moderno con el jardín de las delicias del imaginario consumista, las instituciones susceptibles de albergar comportamientos humillantes y violatorios de la dignidad deben enfrentar y prevenir responsablemente estas modalidades del conflicto intersubjetivo a costa de su propia supervivencia. El servicio militar tuvo que suprimirse forzosamente por razones semejantes en la Argentina. La escuela pública ha mostrado en estos días su capacidad de reaccionar con inteligencia, aunque en forma tardía. Le toca el turno a la reflexión y a la acción superadora.

* Ensayista, docente UBA, UNQ y UNJU.

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