EL PAíS › LA CONDENARON POR UN ABORTO

Seis años de cárcel

 Por Marta Dillon

Desde Mendoza

Su nombre no es Marcela, porque el verdadero se lo reserva como el único capital con que cuenta para poder seguir adelante con su vida ahora que está pronta la posibilidad de la libertad condicional. En este mes de octubre se cumplen seis años exactos desde que fue condenada a diez de prisión por haberse practicado un aborto.
Ella no sabe los detalles de su causa, sabe que en la carátula dice “homicidio agravado por el vínculo” y apenas recuerda del día del juicio “un banco gigante en el que estaba sentada, sola, temblando de tanto llorar, tanto que el banco entero se movía mientras seis hombres me decían cosas horribles, me decían que yo era una basura, que no era nadie”. Nunca vio a la “criatura”, a pesar de que la obligaron a nombrarla para darle sepultura. Tampoco vio su causa, tal vez ahora se anime, dice, “aunque no sé si tengo derecho a pedir una copia del expediente”.
De la “criatura”, que tenía seis meses de gestación, se encargó el enfermero que le hizo el aborto en un barrio humilde del departamento de San Martín, 50 kilómetros al este de Mendoza, por eso no entiende que la hayan tratado de “asesina”, aunque la culpa no la deje dormir y la haga repetir que no se siente una buena persona. “Es que dejé a mi hija a los siete años y ahora tiene 13. Si hubiera sabido lo que iba a pasar, a lo mejor no lo hacía, pero yo soñaba con tener una casita y vivir con la nena, las dos solas haciendo nuestra vida.”
Ese sueño fue el que empujó a Marcela a abortar, aun cuando sabía que el tiempo que había pasado podía ponerla en riesgo. Pero no es fácil hacer las cosas a tiempo cuando se cuenta con un trabajo temporario como envasadora de tomates, o como cosechadora, según sea la estación del año. Y además estaba el problema de la casa: “Me habían otorgado un subsidio para comprar una unidad en un barrio obrero, ahí en San Martín, pero se necesitaban hacer un montón de trámites para los que había que pagar y pagar. Cada vez que cobraba, lo ponía en la casa. Y así se me fue pasando el tiempo. Porque lo que tenía que poner por la casa era casi lo mismo que necesitaba para hacer un aborto, ¡si hasta las pastillas esas que te podés poner te salían carísimas!”.
Es una mujer de 33 años, linda y exuberante, con una piel cobriza que contrasta con su camisa a lunares blanca y celeste. Apenas si puede tomar un trago del vaso que tiene enfrente, no está acostumbrada a contar su historia más que frente a la psicóloga del penal, “que siempre me dice que no tengo que sentir odio por mí, pero yo soy así, no odio a nadie, me odio a mí. A lo mejor por eso cuando me interrogaban y me preguntaban quién me lo había hecho, yo no decía nada, decía que había sido yo sola, con una sonda”. Claro que los interrogatorios empezaron dos horas después de haberse hecho el aborto, cuando todavía tenía hemorragias y, esposada a una cama del Hospital Perrupato, escuchaba la voz de un policía: “Hablá, hija de puta, hablá, porque igual vas a ir presa para toda la vida”. Y ella habló, señaló el lugar donde el enfermero operó sobre su cuerpo para que el embarazo no siga adelante. Allí se encontró el feto que fue remitido al hospital donde la obligaron a nombrarlo. “Yo dije el nombre del padre, nada más. Pero me hicieron hacer un montón de trámites por eso, para que lo entierren.”
¿Cómo se explica que el feto haya aparecido en casa del enfermero y que él nunca fuera complicado en la causa de Marcela? Ella no lo sabe, no lo vio en los seis días que duró el juicio y nunca quiso preguntar. ¿Para qué, si ella le había pedido que la ayude para interrumpir su embarazo a cambio de 300 pesos, el sueldo de más de un mes de trabajo en la fábrica de conservas?
“Nadie sabía que yo estaba embarazada, qué sé yo, no se me notaba. Porque además, si se me hubiera notado, me hubieran despedido, porque siempre esasí. Y yo tenía que conseguir la casa, no quería seguir viviendo con mis padres.” Lo sabía su madre, y fue ella la que se dio cuenta, apenas entró a la casa, que algo había cambiado en el cuerpo de Marcela. Sin preguntar nada, la mujer salió de la casa y volvió al rato, con una ambulancia y la policía. Marcela subió esposada al vehículo blanco que la llevó al hospital. “No sé qué dijo mi mamá, y la verdad no se lo pregunté ni se lo quiero preguntar. La primera vez que me vino a ver a la cárcel me dijo que esto era un infierno. Yo ya lo sabía, porque además tuve que aguantarme que otras mujeres también me sacaran en cara mi causa. Pero a ella siempre le dije que estaba bien, por dentro me moría de ganas de abrazarla y llorar, pero nunca se lo demostré.”
A aquella casa del barrio obrero con la que soñaba es adonde Marcela irá cuando llegue el micro al andén 56. Las salidas transitorias tienen para ella un costado filoso que corta los hilos que ayudaron a cicatrizar la herida de los años perdidos. “Es que me doy cuenta de que no sé qué voy a hacer, que me arruiné, le fallé a mi hija. No estuve con ella para su primera menstruación, ni para la comunión, ni ahora mismo que salió primera escolta de la bandera. Además yo sé que mi hermana es buena y es una suerte que se haya quedado con mi casa, ¿pero yo de qué voy a trabajar, si todo mi peculio me lo gasto en viajar a San Martín? Gasto 120 por mes para cumplir con las salidas.”
Es una mujer dura, fuerte, lo era antes de sus años de detención. Si decidió abortar fue porque había diseñado un futuro para ella y para su hija, y tenía miedo de que se lo expropiaran. “Porque el padre de la criatura me quería mucho, qué sé yo, demasiado me parecía a mí. Y si yo lo tenía, iba a querer compartir el techo; yo no estaba para eso. Yo no quería eso, por eso cuando vi que el tiempo pasaba dije no, no lo quiero tener, voy a hacer cualquier cosa, pero no lo voy a tener.” Ni siquiera quiso consultarlo con alguien más, ni una amiga, ni su hermana. “Los cambios rotundos una tiene que hacerlos sola, porque si no después decís ‘por qué no habré hecho lo que ella me dijo, o por qué le hice caso’.”
Aunque esa misma dureza de la que se hace cargo por momentos la convierta en víctima de sí misma, ahora que la libertad condicional es casi un hecho ella se anima a pedir ayuda: “Necesito lo mismo que todos, un trabajo. Y un psicólogo, para que me ayuden a entender”. Después calzará su mochila de jean sobre el hombro y correrá para atrapar el micro que la llevará con su hija. Antes de subir, se da vuelta y dice, sabiendo por esta cronista del Encuentro de Mujeres: “Bueno, ojalá que lo mío sirva para algo”.

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