SOCIEDAD › A PROPOSITO DE LA VIOLENCIA ESCOLAR

“La idea de abismo entre los jóvenes es tremenda”

Silvia Duschatzky es investigadora de Flacso en el área de Educación. Después de Patagones y Cachi, analiza los motivos de la violencia en las escuelas y por qué fueron elegidas como escenarios. Relaciona los hechos con el debilitamiento del Estado.

 Por Mariana Carbajal

Prefiere no hablar de un hecho particular. Pero sí de la “resonancia social” que tuvo el caso de Carmen de Patagones, seguido pocos días después por el de Cachi, en Salta. Silvia Duschatzky es investigadora del Area de Educación de Flacso y desde allí conoce de cerca la realidad violenta que hoy atraviesa las escuelas. “No quiero meterme a tratar de explicar un caso concreto porque se cae en diagnósticos absolutamente riesgosos: ahora vamos a ir en busca de todos los fóbicos y los introvertidos, y en ellos vamos a encontrar un sospechoso más”, advierte en una entrevista con Página/12, en la que reflexiona sobre lo que puso en escena la tragedia de la escuela Islas Malvinas: que lo impensable puede acontecer en cualquier momento y en cualquier parte, el desamparo en el que vivimos y la impotencia social de no haberlo podido prevenir.
–A partir del caso de la escuela de Carmen de Patagones surgió la discusión en torno de si se trata o no de violencia escolar. ¿Usted qué opina?
–La categoría violencia escolar ya no dice nada si uno la piensa como una violencia ejercida como reacción de una cultura escolar opresiva. Esto no tiene nada que ver con eso. Pero aconteció en una escuela. En la investigación que estamos haciendo vemos que se mata a otros en situaciones en las que aparentemente no media ninguna discusión, ningún conflicto y, ni siquiera, a veces, un robo. La muerte como algo casi banalizado, que nos rodea todo el tiempo y en la que los jóvenes son protagonistas como víctimas o como victimarios, ocurre todos los días y con una dimensión impresionante. Sin embargo, que ocurra en la escuela le da una visibilidad y una resonancia diferente.
–¿A qué lo adjudica?
–Es que se torna impensable de una manera mucho más dramática ver que eso acontece en una escuela y no en los barrios, donde yo no estoy o donde son los otros, o son los pobres o los excluidos, donde pareciera que las explicaciones son más sencillas de adjudicar.
–Y sería más previsible que suceda y, en ese sentido, más tranquilizador...
–Exactamente. Que acontezca en la escuela le da más visibilidad, primero porque muestra que lo impensable puede acontecer en cualquier momento, en cualquier lugar y sin que uno lo pueda anticipar. Además, porque los protagonistas pueden ser cualquiera. Como en la película Elephant. Cuando la vi –aunque ya conocía el argumento, porque es una ficcionalidad de Bowling for Columbine–, iba tratando de adivinar cuál era el asesino. Como expectadora, percibía que cualquiera de los pibes protagonistas de la película podía llegar a ser el asesino. No había signos ni indicios que me permitieran decir “es éste”. Que ocurra en una escuela lo impensable es muy shockeante. Lo que forma parte de lo impensable es que la muerte puede acontecer en cualquier momento. Todos sabemos que nos podemos morir, pero de alguna manera nos olvidamos saludablemente para seguir comprando la ficción de la vida.
–Y menos pensamos que nos podemos morir a los 15 años...
–Eso creo que era en otro momento. Hoy no estoy segura si es así, porque la sensación de abismo que tienen los jóvenes es tremenda. La muerte puede acontecer en cualquier lugar de la mano del que más conozco. No sólo cae la idea del semejante como la categoría abstracta y genérica por la cual uno se supone que no sale a matar al mundo, que sabe que sus derechos terminan donde empiezan los de los otros, aunque no sepa cómo se llaman los otros. Esto que formaba parte de la figura del ciudadano obviamente se ha caído. Pero no sólo se ha caído la figura del semejante en términos abstractos, sino también el respeto a la vida del otro que está al lado, del par. Esto también sucede en algunos barrios donde los integrantes de una banda revientan a los de otra. Y tal vez, antes formaban parte de la misma banda. La tragedia de Patagones pone en escena, además, la condición de desamparo en la que vivimos.
–¿El desamparo de los jóvenes?
–Como dice Paolo Virno muy claramente en Gramática de la multitud, uno de los signos de la vida contemporánea es que todos tenemos la sensación de no sentirnos en casa, al estar expuestos al mundo. A ese desamparo me refiero, a sentir que ninguna trama social nos ampara. Se pone en escena que estamos absolutamente dispersos, que hay una desafectación de las relaciones, que hay una sensación de desasosiego, de abismo, de vacío que atraviesa de una manera muy desgarradora las subjetividades y que tal vez en los jóvenes se ve de una manera más dramática, pero no me atrevería a decir que hay otros que están más a salvo de esto. Este suceso también pone en escena la impotencia: ahora qué hago con esto, qué pasó que no lo pude prever, y cómo eso se tramita. Sin buscar causas y efectos, otro aspecto interesante para pensar –que me lo sugirió la filósofa Alejandra Tortorelli– es preguntarse qué tipo de subjetividades se producen en determinadas experiencias de virtualidad.
–¿En los juegos de tres dimensiones?
–Sí. Los pibes pasan varias horas de su tiempo ocupados en esos jueguitos. ¿Cuál es la diferencia con el juego con muñecos articulados? En esos juegos históricos, el chico ocupa el lugar del personaje: el personaje es el malo, el personaje es el bueno, los personajes se revientan. Cuando se despoja del personaje, sale del plano lúdico y pasa a la realidad. Este pasaje es imprescindible. En los juegos virtuales de tres dimensiones no existe ese pasaje. El chico es parte de esa escena, es el que tiene el poder de reventar a uno u otro. Es una experiencia real, no hay un personaje que está jugando sino que es él el que forma parte de la escena. Hay una saturación mediática de muerte, de violencia, de prescindencia del otro, que obviamente deja huellas en la subjetividad. Por supuesto, formar parte de esa experiencia no hace a un pibe cometer un acto de esa índole. Pero hay huellas subjetivas en la producción de determinadas experiencias que hacen que los planos de distinción entre lo real y lo virtual tengan que revisarse de nuevo, porque el pibe que está jugando en las tres dimensiones después deja el juego y sigue con las mismas coordenadas.
–¿Por qué ocurren estas tragedias como la de Columbine o la de Patagones en una escuela y sus protagonistas no eligen otro escenario?
–Que suceda en la escuela merece ser pensado. Hay una especie de gesta. En Elephant los chicos, cuando entraban a la escuela, dicen: “Hoy va a ser un gran día”. Como si eso interrumpiera el abismo y el vacío en el que, tal vez, muchos sujetos puedan transitar. Al suceder en la escuela se convierte en una especie de epopeya, hay algo del orden de la tragedia puesta en escena.
–En su investigación con Cristina Corea plasmada en el libro Chicos en banda, bucearon sobre la capacidad de eficacia y productividad de la escuela en las condiciones actuales. ¿Qué respuestas hallaron?
–Observamos que la capacidad de producción simbólica que tenía la escuela históricamente, de producir por lo menos una zona de lo prohibido y lo permitido, de producir la figura del ciudadano como aquel semejante a otro en términos de obligaciones, de deberes y de enunciación de derechos, está borrada. De pronto, vimos que los pibes navegan en un mundo de cornisa: pueden ir a la escuela y “chorear” sin que esto les proponga una contradicción. Históricamente no fue así. Uno podía hacer otras cosas además de ir a la escuela, pero esas cosas estaban en convivencia con un campo valorativo que producía la escuela, no estaba en juego la vida del otro o violar determinadas prohibiciones. Hoy los pibes no viven como una violación o una transgresión reventarse entre ellos, salir a “chorear”, tener ciertos ritos violentos o agresivos entre sus propios grupos. Lo viven como una forma más de cotidianidad. Nos sorprendió cómo vivían esto más que el hecho en sí. Cualquiera puede decir que “siempre hubo robos”, pero quien lo generaba lo percibía como un acto de transgresión a la ley. Lo que vimos en nuestra investigación es que pueden pasar de un tránsito a otro, sin advertir ninguna distinción.
–¿Por qué cree que sucede?
–Nuestra hipótesis, que está instalada en distintas producciones, tiene que ver con el debilitamiento del Estado como aquella meta e institución capaz de ser efectiva en la producción de ley, en su capacidad de producir lazos sociales. Con este diagnóstico, ahora estamos haciendo otra investigación –en el conurbano, un barrio porteño periférico y la ciudad de Córdoba– para ver cómo se habita la escuela, qué pasa ahí adentro, cómo se intentan ciertas formas de grupalidad, de lazos, si ya no son automáticas las leyes para producirlos.
–¿La escuela atravesada por la violencia?
–Más que hablar de violencia, preferimos hablar de un suelo caracterizado por una suerte de aleatoriedad permanente: en la escuela todo puede pasar. Esto no significa que lo que pase y no es esperado sea malo. Pero todo lo que pasa por lo menos genera perturbación. Los docentes se sienten amenazados por los pibes que no les dan bola, o que los agreden o que, a veces, están armados. La percepción de que la cotidianidad es puesta en juego cada vez que irrumpe algo inesperado es el signo que vimos más interesante para pensar, más que pensar en la violencia. La cotidianidad está en juego cada vez. No es una excepción: ésta es la condición en que los maestros viven la situación en las escuelas. Hay una existencia física y una existencia simbólica amenazada.

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