EL PAíS › UN FRAGMENTO DEL LIBRO

Plan de fuga

@Al día siguiente, la guardia de Lucas debía ser reemplazada por la del Tucumano. Nos podríamos mover con mayor libertad por la casa. Los próximos tres días serían el momento ideal para orquestar una fuga. Durante la tarde, Guillermo se ocupó de presentar el tema a los otros dos compañeros del cuarto. Desde nuestra conversación a escondidas la noche anterior, no había podido hablar nuevamente con él. Me intrigaba saber cuál era su plan.
–La situación es muy seria –empieza diciendo Guillermo–. Según Lucas, los que han sido trasladados están muertos, y parece que están por empezar a apretarnos nuevamente. Por lo menos, a mí ya me lo anunció el “juez” que me entrevistó ayer.
Los otros dos escucharon con atención. Pese a no coincidir explícitamente en el juicio, parecen al menos abrigar ellos también serias dudas sobre nuestro destino final. En todo caso, no protestan abiertamente ante la descripción ofrecida por Guillermo.
–La cuestión es, entonces, si vamos a esperar a ver qué pasa con nuestros casos cruzados de brazos, o si intentamos hacer algo para salvarnos por nuestros propios medios –sentencia Guillermo.
–¿Qué querés decir con eso? –pregunta el Chino.
–Es muy simple. ¿Confiamos en que la patota se digne largarnos o tratamos de escaparnos? –sintetiza Guillermo.
Se hace un silencio en el cuarto, como si necesitáramos unos segundos para digerir la propuesta. Ya de por sí, era éste un signo propicio. Había esperado protestas airadas de parte del Chino y del Gallego, ante la mera insinuación de una fuga.
Momentos más tarde, pregunta el Gallego:
–¿Tenés algún plan?
Guillermo se retuerce ansiosamente en la cama y se apresura a responder. Tiene la situación en sus manos. Los demás están dispuestos a escucharlo. Me mantengo en un segundo plano. No necesito intervenir.
–El acompañante del Tucu siempre nos saca al Gallego y a mí, mientras el Tucu va a buscar la comida, para que preparemos el almuerzo. Ahí tenemos una chance excelente para reducirlo y escaparnos. Somos dos contra uno.
–¿Y cómo piensan hacer? –pregunta el Chino–. Esta gente debe estar entrenada para la lucha y ustedes dos están debilitados por los meses de encierro. Si se ponen a pelear con el guardia, van a perder.
–Yo ya pensé en eso –dice con aire entusiasmado Guillermo–. Gallego, ¿te fijaste que casi siempre hay una plancha para bifes sobre la hornalla de la cocina?
El Gallego asiente en silencio. No es necesario conocer más detalles. La táctica de fuga es evidente.
–¿Y cómo hacemos para pegarle un planchazo al guardia? –pregunta el Gallego.
–Mientras yo estoy asando los bifes en la cocina, vos lo distraés. Qué sé yo... ¡hablale de cualquier cosa, con tal de que se dé vuelta hacia donde vos estás! En cuanto me de la espalda, lo duermo de un planchazo en la cabeza.
El plan es simple. Y no requiere otros utensilios ni preparativos que los que ya están a nuestra disposición en la cocina. Un guardia solitario no es difícil de reducir.
–¿Y después qué hacemos? –continúa inquiriendo el Gallego.
Guillermo duda y hace una pausa, como si estuviera tratando de elegir las palabras adecuadas para continuar presentando el plan.
–Ahí hay que decidir si queremos correr riesgos o no –dice crípticamente.
–¿Qué quiere decir eso? –pregunta el Chino. –Supongamos que conseguimos dormirlo de un planchazo sin matarlo del golpe. ¿Qué hacemos luego con él?
–¡Lo atamos con las correas! –responde el Gallego.
–Las correas se pueden desatar –objeta mesuradamente Guillermo.
–Entonces usamos las esposas. Lo dejamos esposado a algo... Qué sé yo... a la pata de la cocina o a algún mueble pesado que no se pueda mover –insiste el Gallego.
–Lo más seguro es hacerlo boleta –afirma Guillermo para ver la reacción de los demás.
–¿Para qué matarlo, si no es necesario? –interviene el Chino.
–Yo no estoy tan seguro de que no sea necesario –acotó–. Por supuesto que nadie quiere matar al chico ese que, para colmo de males, es uno de los más humanos con nosotros. Pero la cuestión no es ésa. Lo decisivo es si, dejándolo vivo, se pone en peligro la fuga. Esposarlo a un mueble no garantiza que no se pueda zafar en un par de minutos y dar la alarma.
–¿Y qué puede pasar entonces? –objeta el Gallego–. Para cuando lo haya hecho, ya habremos ganado la calle. ¿Qué va a hacer? ¿Salir a correr atrás nuestro y además sin armas? ¡Las armas nos las llevamos nosotros, por supuesto!
–Va a ser un poco difícil llevarse el fusil ametralladora por la calle –comenta Guillermo.
–Eso no es problema –corrijo–. El guardia tampoco podrá cargarlo si se le ocurre perseguirnos. El problema es el teléfono. Si por alguna razón el guardia consiguiera soltarse de las esposas y de las ataduras, podría llamar a la base. Y entonces sí que estamos jodidos. En diez minutos pueden ocupar la zona y recogernos de a uno como pescados.
Finalmente prevalece la idea del Gallego. Decidimos maniatar al guardia, después de haberlo reducido con un golpe de plancha, y arrancar luego el cable del teléfono para que no pueda comunicarse con el exterior, en caso de soltarse. La táctica de Guillermo había sido excelente. No sólo había propuesto fugarnos, sino también matar al guardia. Al mostrarse reticentes a cumplir con esto último, la posición negociadora del Chino y del Gallego quedó considerablemente debilitada. Aparentemente, ambas posturas habían hecho concesiones. Ellos, al aceptar fugarse; nosotros, al acceder a no matar al guardia. ¡Un acuerdo de caballeros! No obstante, quedan aún cuestiones por decidir ¿Qué hacer, por ejemplo, con los otros prisioneros, una vez reducido el guardia? De nuevo, se perfilan dos posiciones encontradas, Guillermo y yo dudamos de la conveniencia de abrir todas las puertas de los cuartos y provocar una fuga general. El Chino y el Gallego están a favor de hacerlo.
–¿Cuál es el problema de abrir todos los cuartos? dice el Chino.
–El problema es que no sabemos cómo pueden reaccionar los otros prisioneros –le respondo.
–¿Pero no tienen ellos también derecho a escaparse? –inquiere el Gallego–. Es simplemente una cuestión de solidaridad. ¿No te parece una hijaputez tomar la casa y no abrirles las puertas también a ellos para que se escapen?
–Sí, me parece terrible salir corriendo a la calle y dejarlos a todos ellos encerrados en sus cuartos a merced de la patota –respondo–. Pero la cosa no es fácil. No se trata de hacer lo que uno desea, sino lo que mejor garantice la fuga e incluso la supervivencia de otros.
–¿Qué mejor garantía de que sobrevivan que fugarse con nosotros –me emputa el Chino.
–¿Vos sabés quiénes son los otros prisioneros? ¿Y si no se quieren fugar? –contesto ante el silencio de Guillermo–. La mayor parte llegó a la casa hace muy poco tiempo, tal vez tengan todavía la esperanza de que los larguen. ¿Qué hacemos si unos cuantos de ellos se rebelan y quieren impedir que nos fuguemos? ¿Los cagamos a tiros también a ellos? Mis argumentos no consiguen convencerlos. Pero al menos los hago reflexionar un instante.
–¡Que no vaya a ser cosa que, por querer que se escapen todos, terminemos siendo boleta! –interviene Guillermo.
Se nos ha pasado por alto un elemento importante. El Gallego se encarga de hacerlo notar.
–Nos estamos olvidando de algo –dice con aire seguro–. Cuantos más seamos los que salgamos a correr por las calles adyacentes, más difícil será recapturarnos. Aun cuando la patota sea avisada, no podrán volver a agarrar a todos. Sobre todo si nos dispersamos en distintas direcciones.
La observación del Gallego me termina de convencer. La cuestión queda zanjada. Pasamos entonces a ultimar los detalles de la acción. Eso no nos lleva mucho tiempo. Un planchazo en la cabeza al guardia, luego atarlo y esposarlo, abrir las puertas de las piezas, recuperar la ropa y los zapatos de todos los prisioneros y efectuar una fuga masiva a plena luz del día. Eso nos facilitaría escabullirnos más rápidamente entre el movimiento de gente en el barrio. Así arribamos los dos bandos del cuarto a un compromiso.Guillermo y yo terminamos aceptando el derecho de los demás cautivos a escaparse, a causa de las ventajas prácticas que se derivaban de ello. A veces, la solidaridad es útil. Todo depende de las circunstancias.

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