EL PAíS

Baño de humildad

 Por Alfredo Zaiat

Si una virtud puede llegar a tener Felisa Miceli cuando culmine su gestión al frente del Ministerio de Economía, más allá de las imprescindibles políticas para mejorar las aún cifras indignas de pobreza, indigencia y des y subocupación, será la de terminar su trabajo sin gestos de soberbia. Su tarea será todavía más recordada –si los datos macroeconómicos la acompañan– en el caso de que durante sus jornadas en el Palacio de Hacienda la arrogancia quede como característica sólo de los hombres que pasaron por ese despacho. Los que la conocen en su labor al frente del Banco Nación aseguran que no es ni soberbia ni arrogante. No es poca cosa para la persona que pasará a ocupar una de las poltronas de mayor poder de la política argentina. En fin, si consigue mantener un buen ritmo de crecimiento económico pero ahora con equidad, y puede esquivar la desafortunada matriz del poder en Argentina que tiene como eje la insoportable –para el común de los mortales– competencia entre el Presidente y su ministro de Economía, habrá cumplido con creces su tarea.
Como varios otros que pasaron por Economía, Lavagna siempre se creyó que era más que un simple colaborador del Presidente. Puede ser que, por las circunstancias del momento, lo haya sido en relación con sus colegas del gabinete. En muchas ocasiones lo fue con razón. Incluso, luego de las elecciones y a contramano de la interpretación que él hizo ayer de los resultados electorales, Kirchner le otorgó más espacios en áreas que antes de octubre tenía acotado. Vale detallarlos: tuvo una participación importante en la tensa negociación que se mantuvo con Estados Unidos en la Cumbre de las Américas por el ALCA, siendo el único ministro que salió públicamente a contestarle a un funcionario de Bush, al secretario del Departamento de Comercio, Carlos Gutiérrez. O sea, intervino en un área de Cancillería. Después, tras una reunión con Kirchner, dio una conferencia de prensa en la Casa Rosada, anunciando que se enviará un proyecto de nueva ley de Accidentes de Trabajo, desplazando así al ministro de Trabajo, Carlos Tomada, que buscaba consensuar una iniciativa, que tenía la resistencia de los industriales. Esto fue otra avanzada de Lavagna sobre un área que tenía vedada y estaba bajo la responsabilidad de un colega. También, luego de ese encuentro con el Presidente, recomendó un aumento de los encajes bancarios, materia que es propia del titular del Banco Central, Martín Redrado. Antes de los comicios, un lavagnista de pura cepa, Zenón Biagosch, fue designado en un puesto clave y de poder como la Vicesuperintendencia de Entidades Financieras del BCRA.
Es decir, con el aval del Presidente, luego de las elecciones, Lavagna había ganado poder. Se metió con temas de la Cancillería, de Trabajo y del Banco Central. E incluso algunos arquitectos de alquimias electorales lo habían imaginado como un eventual candidato oficialista a jefe de Gobierno en el 2007. Pero da la impresión de que Lavagna habrá pensando que podía seguir avanzando sobre todas las áreas que él quería o en las que tenía cuentas pendientes. En esa marcha arremetió contra un sector sensible, el de las obras públicas, pero lo hizo sin el aval de Kirchner, como sí lo había tenido en las otras. La tan elogiada cintura política de Lavagna tuvo un tropiezo, que fue su final.
Cuando cumplió tres años como timonel del Ministerio de Economía, este cronista lo definió como el más conservador de los heterodoxos. O, lo que es lo mismo, el menos ortodoxo entre los economistas que repiten la receta conocida. La impronta de Kirchner lo corrió de su natural conservadurismo, característica que le sirvió para encandilar a empresarios y ciertos periodistas. La principal virtud de Lavagna al asumir el cargo fue la de saber leer cómo era el ciclo económico en el país luego de cuatro años de recesión, devaluación y default. Y acompañar con prudencia la ya lanzada tendencia de recuperación sin generar turbulencias.
En sus primeros meses de gestión también mostró reflejos para enfrentar las presiones por un bono compulsivo para los ahorristas acorralados y por un seguro de cambio para grupos económicos endeudados en el exterior. Y ostentó sus reflejos al continuar en el cargo con el cambio de Presidente reteniendo un juego propio que colegas del gabinete carecían. Su posición negociadora frente al FMI y los acreedores defolteados, con el imprescindible respaldo del Presidente, es uno de sus principales activos. Pero a él le pasó lo mismo que a varios que estuvieron en su lugar: “enamorarse de la criatura”. Esto es pensar que el sendero correcto es seguir haciendo lo mismo que cuando estuvo con Eduardo Duhalde y en los dos primeros años de Kirchner. Esa estrategia tiene su sustento en el miedo a perder lo reconstruido. Un síndrome similar padeció Domingo Cavallo con la convertibilidad, y en extremo Roque Fernández con su piloto automático. La política salarial, que en su discurso lo ubicaba equivocadamente como un factor de presión inflacionaria. La desestimación de la discusión de una necesaria reforma tributaria por temor a perder recaudación. Y el archivo de una indispensable reforma previsional. Cada una de esas posturas sobre la agenda económica futura eran síntomas de temor de Lavagna a alterar un rumbo que hasta ahora le había dado resultado.
“La oportunidad está al alcance de la Argentina y está vez no debemos dejarla pasar”, escribió en la carta de renuncia el ahora ex ministro. Seguir con el conservadurismo heterodoxo, es decir con lo mismo de los últimos años, sería, en verdad, perder la oportunidad. Ahora Kirchner, con una ministra heterodoxa sin culpa, tiene la oportunidad que con Lavagna la estaba dejando pasar. Un baño de humildad.

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