EL PAíS › OPINION

La interna interminable

 Por Washington Uranga

La aceptación de la renuncia de Joaquín Piña como obispo de Iguazú y la designación en su reemplazo de Marcelo Martorell abre las puertas a muchas lecturas posibles y aristas para analizar. Una de ellas se refiere a los debates y a los juegos de poder dentro de la institución eclesiástica católica. Una buena parte de los obispos –incluyendo a los que suelen estar bien informados– fueron sorprendidos con la noticia.

Era previsible la aceptación de la renuncia de Piña, aunque sobre esto también se pueden tejer diferentes especulaciones acerca del momento y las circunstancias. Lo que llama la atención es la celeridad demostrada por el Vaticano para nombrar al arzobispo de Corrientes, Domingo Castagna, como administrador apostólico, cuando en casos anteriores se le ha permitido al renunciante continuar como administrador hasta tanto asuma el nuevo titular. Pero lo que definitivamente sorprendió más fue el nombramiento de Martorell, un sacerdote que para muchos “ya estaba fuera de la carrera episcopal”.

En reiteradas oportunidades el cardenal Raúl Primatesta, de quien fuera estrecho colaborador, había intentado llevar a Martorell al Episcopado. No lo logró a pesar de la influencia que el difunto cardenal tenía tanto en Roma como aquí. Al parecer, en quienes tuvieron que tomar la decisión pesó siempre la pésima reputación que Martorell tiene, no sólo por la amistad con Alfredo Yabrán, que él reivindica hasta hoy, sino por cuestiones nunca aclaradas respecto de turbios manejos económicos en el Arzobispado de Córdoba. Martorell fue ecónomo y apoderado general del Arzobispado entre 1980 y 1987 y después de esa fecha y hasta 1998 ejerció el importantísimo cargo de vicario general de la arquidiócesis, virtual número dos de Primatesta. En la Iglesia de Córdoba no se habla bien de Martorell. “Yo no fui”, parecen decir ahora muchos de los obispos argentinos, desde los más encumbrados hasta los recién llegados, cuando se les consulta sobre las razones que avalan la designación de Martorell. Otros, sin respuestas a la vista, se preguntan acerca de quién “apadrinó” a Martorell para llegar hasta la mitra. Alguien fue, dentro de la Iglesia y dentro del Episcopado. Nadie llega a obispo sin respaldos, locales o romanos.

El episodio parece ser un capítulo más de una interna interminable (con activa participación romana) dentro de la Iglesia Católica argentina. Habrá que analizar y buscar más información para determinar quién ganó y quién perdió en este caso y, por esa vía, saber también cuáles pueden ser las repercusiones para la relación entre el Gobierno y la jerarquía eclesiástica.

Mientras tanto en Iguazú los curas, las monjas y los dirigentes laicos de la Iglesia que desde hace veinte años conduce Joaquín Piña saben que ellos han perdido una batalla. El Vaticano les ha impuesto como obispo a alguien que está en los antípodas de quien fue hasta ahora su pastor y que, por ser el primer obispo de esa diócesis, delineó una Iglesia comprometida con los pobres, con los pueblos originarios y, en general, con los derechos humanos. Saben que perdieron una batalla institucional. Sabían que les podía pasar. Esperaban que no ocurriera. Y ahora están dispuestos a resistir, a dar batalla, para mantener el perfil pastoral de la Iglesia que ayudaron a construir.

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