ESPECTáCULOS › “EL VIAJE DE MIRNA”, CON DRAMATURGIA DE MATIAS FELDMAN

Insoportable levedad del ser

La obra, aparentemente anodina y trivial, demuestra cómo la nimiedad es susceptible de transformarse en un hecho teatral, que parodia al mismo tiempo la convención teatral naturalista.

 Por Silvina Friera

La vida, en rigor, parece simplemente una acumulación gradual e insensible de hechos menudos y banales. “Yo nunca me doy cuenta de la hora. No tengo noción del tiempo”, dice la protagonista de El viaje de Mirna, pieza que cuenta con la dramaturgia y dirección de Matías Feldman. Esta mujer que habla con desgano como si estuviera harta de una existencia mediocre, observa el living de su casa con indiferencia y franco disgusto. Insatisfecha con su mundo cotidiano, Mirna planea visitar la India, un viaje espiritual con el propósito, largamente acariciado, de conocer a Osho, el autor de un libro “revelador”, un gurú que funciona en el imaginario del personaje como una medicina eficaz para mitigar esa existencia opaca y rutinaria. En la puesta en escena, la obra, aparentemente atípica, anodina y trivial, demuestra cómo la nimiedad es susceptible de transformarse en un hecho teatral que parodia al mismo tiempo la convención teatral naturalista.
El registro de las actuaciones (Débora Dejtiar, Maximiliano de la Puente, Laura Paredes, Claudio Pereira) apunta a dar “verdad” (aunque jamás pretenda hacerlo a ultranza) a los diálogos entre los personajes: Mirna, Marko, una chica joven y el policía. Una mesa con cuatro sillas, un sillón, un cuadro pintado todo en tono amarillo y un maniquí son el sustento de una escenografía singular: la sala del barrio de Almagro (La Falsa Escuadra, una casona pintoresca) es y se convierte, por el artificio teatral, en un living. Esta familiaridad como punto de partida se potencia por el modo de relacionarse de estas criaturas: las conversaciones adquieren un espesor, no tanto por la profundidad de los temas que abordan (la supuesta dislexia de Sandro, el daltonismo, la actriz Jessica Lange y los fenómenos climáticos, por mencionar algunos), sino, precisamente, por una capacidad innata de frecuentar las convenciones y las trampas del lenguaje. Ninguno escucha atentamente lo que el otro dice porque los diálogos se construyen desde la imposibilidad de entablar una comunicación fluida y coherente.
La palabra no es un lugar de encuentro sino una frontera escurridiza e inexpugnable. Precisamente, en esa incoherencia, subrayada hasta la exasperación y el disparate, reside uno de los atractivos de esta pieza. Mientras Mirna anuncia que conocerá a una persona muy especial, un guía espiritual, Marko está más preocupado por la anécdota de un pintor muy conocido que se clavó varias veces una navaja en el hígado. Buscar palabras al azar en el diccionario se constituye en un juego que, infructuosamente, intenta disipar el aburrimiento de Marko y la enigmática chica joven. Sin embargo, como casi todo lo que empiezan se termina abruptamente cuando ella confiesa (una estocada directa en la conciencia de la clase media argentina) que le da monedas falsas de cincuenta centavos a los que piden en las calles. “Es lo mismo que no darle nada. ¿Te sentís bien haciendo eso? Claro, sos generosa y a su vez no perdés nada”, la increpa Marko. También los silencios, esos instantes en los que nada sucede por la incomodidad en la que quedan inmersos los personajes, son utilizados hiperbólicamente para narrar por omisión. Muchas veces esos silencios cuentan más sobre los deseos ocultos de los personajes. Una escena erótica que da cuenta de este detalle lo tiene como protagonista a Marko. Cerciorándose de que nadie lo vea, se aproxima al maniquí y comienza a tocarle la cola, hasta que el teléfono interrumpe la excitación que le provoca una mujer sin cabeza. Mirna, en cambio, se erige como ese tipo de seres fuera de lo común dentro de su manera de ser común. A partir de su excesiva pasividad e indiferencia se recuesta subrepticiamente en un margen escénico desde el cual todo se cuestiona, relativiza o impugna. La endeblez de su mundo (el quimérico viaje como un modo de fuga o de salvación que nunca se concretará) se desmorona cuando se entera de que Osho, ese gurú predilecto que la impulsó a preparar el viaje, murió en 1990. Para colmo, su ex marido es un policía (en las escenas que interviene está siempre de civil) dispuesto a recuperarla, aunque ella sospecha que esa relación nunca retomará su cauce (si es que alguna vez lo tuvo).

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En los personajes de Feldman, los silencios parecen siempre más elocuentes que sus palabras.
 
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