ESPECTáCULOS › EL AUTOR Y DIRECTOR CLAUDIO NADIE EXPLICA “EL HIMNO”

¿Sirve que todos se vayan?

Figura clave del teatro político de los 70, devenido en Italia experto en teatro medieval y clásico, el realizador estrenará en enero una obra cuestionadora de la permanente actitud argentina ante las cosas.

 Por Hilda Cabrera

El Himno es el título de una de las primeras obras independientes con mayor producción que se estrenará en enero de 2003. Es casi un ataque de omnipotencia del autor y director Claudio Nadie, que se ocupa también de la escenografía y los diseños de luces y vestuario, aunque cuente con varios asistentes y el elenco trabaje en cooperativa. Pese a la envergadura del proyecto, ha recibido “a cuentagotas” subvenciones de instituciones culturales y empresas privadas. “Las autoridades del Complejo Teatral Buenos Aires intentaron corregir la defección de las coproducciones acompañándonos en el tema de la ropa y accesorios precisos, como los bombines que utilizamos en la puesta”, puntualiza. “Un poco tardíamente el Instituto Nacional del Teatro nos prometió dinero y Proteatro ha cumplido, en general, lo pactado.” Se trata de un elenco numeroso para estos tiempos: trece intérpretes, entre los cuales figuran Luis Campos, Cutuli, Antonio Ugo, Malena Figó, Ricardo Merkin, Alejandra Aristegui y César Bordón. La puesta significó introducir modificaciones al texto, que en su versión final se presentó el lunes 9 en formato libro (editado por Nueva Generación), en el Teatro Margarita Xirgu (Chacabuco 875), con el cual el director firmó contrato por tres meses, renovables para todo el 2003.
Iniciado en el teatro político de los años 70, Nadie encaró el montaje de obras propias y de otros autores e integró ese sector del teatro argentino que supo discutir sobre los lenguajes escénicos y sobre qué hacer y decir en materia de arte. Fue un exiliado en tiempos de la dictadura militar. Vivió cerca de diez años fuera del país, residiendo en Bilbao, Ravena y Bolonia, en cuya universidad se especializó en teatro medieval y clásico. A su regreso concretó montajes renovadores, como Malambo para Ricardo III, Romeo y Julieta expulsados del Paraíso, dos versiones de Tangogro, Búfalos, Caricias (del catalán Sergi Belbel) y, entre otras, Landrú, asesino de mujeres, de Roberto Perinelli, y La terrible opresión de los gestos magnánimos, de Daniel Veronese.
–¿Por qué el estreno de El Himno se anuncia colocando signos de interrogación a la consigna “Que se vayan todos”?
–Pensamos que esa frase y ese agregado sintetizan lo que tratamos de expresar en el espectáculo, donde además de criticar a políticos y funcionarios, intelectuales y artistas, decimos que situaciones como las que estamos atravesando los argentinos sólo se producen en una sociedad que ha permitido la corrupción y el robo. Es muy cómodo en este momento colocar al “malo” afuera, cuando, en realidad, son muchos los que han legitimado, a veces por inoperancia o silencio, lo que estaba ocurriendo. Tanto la dictadura militar como el menemismo contaron con argentinos dispuestos a apoyarlos.
–El texto lleva el subtítulo de Discorsi sopra l’ultima deca di Tito Cossiga. ¿Quién es este personaje?
–Es un autor teatral, pero de ninguna manera un personaje real. Sé que algunos ya lo están asociando a Tito Cossa, pero los puntos de coincidencia con este autor son mínimos. Es más un guiño humorístico que una intención maquiavélica. Nuestro planteo quiere ser honesto. Este Cossiga toma su propio camino. No es el Cossa que todos conocemos y con el cual tengo amistad.
–¿Se propone desacralizar el carácter simbólico del Himno?
–No hay intención de esa naturaleza. Planteo el Himno como un símbolo de la República. El problema es que este Himno nuestro, en tanto propuesta estética y emblema, se va desmigajando como un pan dentro del espectáculo. Este Himno pierde notas y palabras. Es reflejo –creo– de la situación casi terminal que se está viviendo en la Argentina.
–¿Esto significa encontrarle otro sentido a un símbolo creado por la burguesía patricia?
–Mantengo mis ideas socialistas, pero cuando empecé a trabajar en la construcción de esta obra traté de eludir el pensamiento del emisor, o sea de mí mismo. No quería que apareciera como el resultado de un discurso de izquierda. A mi criterio, es tan visceral el análisis que hacemos aquí sobre los últimos treinta años de nuestra historia que darle un matiz ideológico hubiese sido un error. Pensamos que esa opción iba a distanciar al público, que nuestro trabajo sería calificado de “viejo discurso de la izquierda”, cuando, en realidad, nuestra intención es ser muy analíticos, aunque, se entiende, en un plano metafórico.
–¿Quizá porque el discurso que parte de una ideología, cualquiera sea ésta, no tiene hoy el mismo prestigio que en décadas anteriores?
–Exacto. Por eso planteo regresar al teatro político, pero sin ese discurso que pretende referirse a la realidad y termina siendo elusivo. En esas obras, el esfuerzo para descubrir la alegoría lo tiene que hacer el espectador. Eso no me interesa, prefiero una manera directa, pero teniendo presente que hoy el público no es el mismo de los años setenta. Cuando utilizamos nombres de personas reales lo hacemos a modo de guiño, de chiste.
–¿Cuáles son esos nombres?
–Prefiero no adelantarlos. En la obra critico duramente el provincialismo de algunos de nuestros autores; de aquellos que construyen un discurso estético y político que no tiene contacto con nuestra realidad.
–¿Qué quiere decir exactamente con “provincialismo”?
–Ahora, al responder, soy provincialista. Lo digo en el sentido que le da la nueva filosofía francesa: hablar de provincialismo es hablar de tierra tomada. En nuestro país son muchos los artistas que trabajan con profesionalismo y talento, pero sus espectáculos, algunos en coproducción con otros países, no están pensados para nuestro público. Son tierra tomada.

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El director pensó una obra para encontrar explicaciones a “la situación terminal” de la Argentina.
 
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