ESPECTáCULOS › REESTRENARON UNA OBRA TEATRAL DE RODOLFO WALSH

Un explosivo juego de guerra

“La granada”, una pieza en la que el autor de “Operación masacre” cuestiona con dureza al ejército, engalana la temporada del Cervantes.

 Por Hilda Cabrera

Que a un sanguíneo capitán del ejército argentino se le ocurra mandar elaborar al “Servicio Combinado de Inteligencia”, con carácter de urgente, un informe negativo sobre el conscripto Aníbal Gutiérrez no agravará más la ya desesperante situación del muchacho. Potencia sí lo absurdo de su planteo y anticipa de qué cosas es capaz quien invariablemente ve en el otro a un enemigo. En este montaje de Carlos Alvarenga, también a cargo de la adaptación, la tragedia del soldado que impide el estallido de una granada manteniendo oprimido el resorte que, en caso de dispararse, liberaría la carga, toma el aspecto de una farsa. Es bajo esta forma que el conscripto descubre, entre otros asuntos vitales, cuál es el precio de su dignidad. Una revelación que le facilita trazar un somero recuento de su vida, sobre todo luego del oportuno y sustancioso diálogo mantenido con Fuselli, experto en explosivos.
Si bien este hombre ha sido convocado por los superiores para prestarle auxilio, no queda claro si el experto existe o es mero producto de una fantasía. Quizá sea una proyección imaginaria del muchacho, entrampado en una circunstancia límite. Nada misterioso es en cambio el personaje de la madre que se le aparece en medio de la noche. Ella es de las que no olvidan ni callan sus reproches, y dicen llevar escrito en su cuerpo el sufrimiento. Escenas como esta última, y las que muestran al conscripto cavilando, demoran el desenlace de una anécdota a la que no le faltan discursos que entronizan la muerte. Por algo la acción se desarrolla en un puesto de mando militar. Poco importa que se trate de unas maniobras “de fin de curso”. Lo concreto es que en ellas se está probando un arma letal. Las secuencias más cadenciosas son intercaladas a la manera de una “narración secundaria”. No guardan sorpresas ni se imponen con la contundencia de otras, incluida la inicial y breve, especie de preámbulo con formato de estampa, donde se ve a un soldado de la Independencia herido y a una mujer que intenta socorrerlo. Responsable de esta puesta, Alvarenga pone así en primer plano el sufrimiento, reiterado a pesar de que sólo se trate de “jugar a la guerra”, como se puede apreciar en esta pieza escrita por Rodolfo Walsh en 1964 y estrenada al año siguiente bajo la dirección de Osvaldo Bonet, entonces también intérprete de Fuselli. De esas maniobras con una granada de última generación dependen también designaciones y ascensos. En ese contexto, el técnico Fuselli, que irrumpe en escena descolgándose de una escalerilla pendiente de un helicóptero, se convierte en una rara avis: constata pero no remedia, parodia o fragmenta supuestos filosóficos y genera desconcierto. Tal vez porque con su comportamiento refleja la imposibilidad de explicar de modo coherente una realidad dada.
El tono farsesco impreso a la obra contribuye a aligerar el drama del conscripto que, al romperse el seguro de la granada, atina a trabar el mecanismo apretando el dispositivo con el pulgar. Su única expectativa es la muerte, por explosión o fusilamiento, como quiere el capitán Aldao, contrincante, aunque del mismo bando, del teniente Strauss, propagandista de las cualidades del artefacto. Un futuro nada extraño para ese soldado en un tiempo de frágil democracia amenazada por el golpismo castrense.
Para montar esta historia no se escatimó utilería. La escena en que se juzga al conscripto es, en este punto, espectacular, como impactante es la música, casi cinematográfica, de Luis María Sierra. Destacables son también las actuaciones de Juan Manuel Gil Navarro (el joven reo) y Antonio Ugo, en el papel del capitán empecinado en desprestigiar el uso de la granada, a la que además cree inocua. Por lo cual ordena al soldado que quite el dedo y deje libre el resorte. La anécdota, acaso otro símbolo de la destrucción social que pueden provocar instituciones que han capturado el poder, muestra que no es precisamente la defensa de la vida el valor que prevalece. Quien cae en desgracia muere además en soledad: “Hay treinta metros de respeto entre usted y el mundo”, como le advierte Fuselli al muchacho, convertido en polvorín humano. Un cáustico sentido del humor recorre esta importante puesta, cuidada en todos sus rubros, incluido el actoral, en el que se observan líneas de interpretación diferentes y hasta contradictorias.

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Patricio Contreras y Gil Navarro, en un pasaje de la puesta.
 
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