ESPECTáCULOS › A LOS 95 AÑOS, MURIO AYER EL TROVADOR CUBANO COMPAY SEGUNDO

El adiós a un dandy del cubanismo

Fue uno de los más grandes músicos populares que dio la isla, pero recién conoció la fama a los 89 años, con el Buena Vista Social Club.

 Por Fernando D´addario

A los 95 años, Compay Segundo era un joven sabio, pícaro y romántico. Transmitía, con ese inexplicable garbo que acompaña a los cubanos, una imagen de dandy guajiro que se afirmaba con el paso del tiempo. Esa estampa, que también invitaba a suponer y agigantar esplendores pasados, parecía conferirle cierta inmunidad. Pero las leyes de la naturaleza, que él traducía como “las flores de la vida”, le impusieron un límite a su deseo de llegar a los 115 años, como su abuela, y a su intención de “pedir prórroga”, su broma favorita de la última etapa. Desde algunos meses atrás se venía apagando de a poco, y ayer se murió. Una persistente afección renal fue debilitando sus defensas, aunque ese declinamiento irreversible no impidió que, hasta la noche del domingo, siguiera hablando de música con sus hijos. Era, seguramente, su manera de despedirse.
Hoy lo entierran en Santiago, el corazón del oriente cubano, tal vez el territorio de provincias más folklóricamente cosmopolita del planeta. El presidente de Cuba, Fidel Castro, lo despidió ayer mandando una corona oficial. Cientos de amigos, músicos (entre ellos Chucho Valdez y Omara Portuondo) y cantores anónimos se acercaron al lugar donde lo velaban, dejando constancia de su gratitud hacia Compay. De algún modo, y aunque resulte un acomodamiento forzado de los tiempos históricos, se fue con él la Cuba de estos últimos años: envejecida pero digna, abierta al mundo con más “amabilidad” y menos consignas. Una Cuba dispuesta a exportar su sincretismo cultural, sin resignar sus posiciones de máxima. Lo que hizo Compay cuando presentó su “Chan Chan” emocionado en el Carneggie Hall de Nueva York: fue, “exportó” los sones y guajiras de su tierra, agradeció las ovaciones de la intelligentzia neoyorquina y se volvió a su barrio habanero. Les había dejado las canciones de la Cuba prerrevolucionaria, pero nadie jugó siquiera con ese imaginario temporal, acaso porque se intuía que ese hombre, esas melodías, representaban a la revolución vista desde hoy, del mismo modo que los temas de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés expresaban el espíritu revolucionario tal como se lo entendía en los ‘70.
Que Compay se haya hecho famoso mundialmente recién a los 89 años es, al mismo tiempo, resultado del azar y del determinismo histórico. Cuentan que allá por 1996, el caza-talentos étnicos Ry Cooder llegó a La Habana con un objetivo afín a su vocación integradora: quería grabar un cd con músicos de Cuba y Mali. Los africanos no pudieron llegar a la isla, por problemas con sus visas. El compositor y productor estadounidense, rápido de reflejos, salvó el problema reclutando a viejos músicos cubanos, muchos de ellos olvidados (del pianista Rubén González se decía, inclusive, que había muerto), silenciados de hecho por los decibeles de la “timba”, el ritmo de moda por entonces. El disco se grabó en seis días y –se sabe– fue un éxito en buena parte del planeta. Será, también, que el mundo estaba preparado para recibir esa vieja-nueva versión de Cuba. De pronto, la Europa sensible se encandilaba con los soneros de los años ‘30, los españoles, los franceses, los alemanes, se descubrían a sí mismos tarareando melodías lejanamente reconocibles, cuyos autores desconocían. También los argentinos –progres o no– pueden dar fe de ello. Las principales figuras –Compay, Ibrahim Ferrer, Omara Portuondo, entre otros– se convirtieron en referentes automáticos de un contexto que los excedía. Compay pasó a ser una estrella de 90 años. El Buena Vista se convirtió en una marca: el cineasta Wim Wenders retrató en imágenes (teñidas de una mirada ideológica muy discutible) el fenómeno, los productores se internaron en la Cuba profunda a la caza de viejitos piolas, y la endeble economía cubana encontró una fuente inesperada de divisas.
Como un hedonista que de un día para el otro se ve premiado por lo que simplemente es el ejercicio continuado de un placer, Compay paseó por elmundo su glamour, con su inseparable sombrero, un traje impecable y un gran puro en la boca. Le cantó el “Chan Chan” al papa Juan Pablo II, y le prepararon un disco, Duets, en el que compartió voces con Charles Aznavour, Cesaria Evora, Martirio, Raimundo Amador, Pablo Milanés y Khaled, entre muchos otros. En todos lados le preguntaban por el secreto de su vitalidad. Con un guiño pícaro repetía su sabio consejo: “Escucha esto: si quieres llegar a viejo, sopón de carnero. Las mujeres te lo agradecen cantidad...”.
La historia oficial debió escribirse de apuro. Dejó sentado que, por ejemplo, Máximo Francisco Repilado Muñoz (su verdadero nombre) había nacido el 18 de noviembre de 1907 en Siboney, una pequeña localidad de la provincia de Santiago de Cuba. Que en su familia no había ningún músico, pero él se las arregló pronto para tocar el tres y la guitarra, sin más armas que un oído finísimo. Que conoció a Sindo Garay y a los legendarios trovadores orientales, frecuentadores de la bohemia santiaguera. A los quince años compuso su primera canción: “Yo vengo aquí para cantar”. Paseó su talento por el mítico conjunto de Miguel Matamoros y en 1942 creó, con Lorenzo Hierrezuelo, el dúo Los Compadres, que marcó una época de la música cubana y grabó para siempre su apodo: Compay (diminutivo oriental de compadre) tocaba el armónico (instrumento inventado por él) y hacía la segunda voz. Desde entonces fue Compay Segundo.
En los años ‘60 y ‘70 otros sones empezaron a sentirse en la isla, y Compay quedó confinado a un olvido no oficializado. No deja de ser una paradoja que, más allá de los niveles de compromiso político, los años más saludables de la revolución cubana hayan minimizado, como exportación cultural, los sonidos típicamente cubanos y, como contrapartida, hayan canonizado el (musicalmente) híbrido de la Nueva Trova, más cercana a la canción mediterránea y al folk de Bob Dylan que a las raíces locales. Compay nunca renegó de este olvido, que por otra parte no estaba institucionalizado. Volvió a ejercer el trabajo que aprendió siendo niño: el de tabaquero. En los ‘80 volvió a dedicarse a la música. Un día lo descubrieron en un hotel de La Habana, tocando para turistas que apenas lo escuchaban. Lo demás es historia conocida. Dejó más de cien canciones escritas, y algunas frases. “El son complementa la vida. ¡Dígame usted!, una vida sin música qué fea sería”, es una de ellas. Tenía razón.

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Compay Segundo fue el principal exponente de la llamada “vieja trova”.
 
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