ESPECTáCULOS › “LA FLOR DEL MAL”, DE CLAUDE CHABROL, CON SUZANNE FLON

El discreto encanto de la burguesía

El director de “La ceremonia” y “Gracias por el chocolate” regresa al mundo de la alta sociedad de provincia francesa, que viene diseccionando desde hace cuarenta años, y vuelve a encontrar una historia de crímenes y amores incestuosos. A su vez, un programa de cine de animación argentino en el Cosmos propone sueños húmedos de sexo y gloria.

 Por Luciano Monteagudo

Después de haber manchado deliberadamente con sangre el inmaculado paisaje de tarjeta postal de Suiza, en Gracias por el chocolate, el viejo maestro francés Claude Chabrol vuelve a su escenario predilecto: el interior profundo de Francia, la vida provincial de la gran burguesía, que para el director siempre tiene algún secreto inconfesable que esconder debajo de la mullida alfombra con la que ahoga los ruidos molestos. La flor del mal transcurre en la actualidad –una actualidad tan ascéptica como elegantemente sórdida–, pero como en Un asunto de mujeres o L’oeil de Vichy le permite a Chabrol volver también al incómodo recuerdo de los tiempos de la ocupación nazi, de la misma manera en que el asesino vuelve al lugar del crimen.
En esa vieja casona familiar de Bordeaux, el tiempo parece detenido, como si la escalera señorial que está en su centro condujera no sólo a los dormitorios, sino también a un pasado que se empeña en seguir presente, a la manera de esas pesadillas que no se alejan con el alba. La venerable tía Line (Suzanne Flon) lo sabe muy bien. Ella está allí desde siempre y es consciente de que la unión de las familias Charpin-Vasseur tiene una sólida tradición de incestos y de matrimonios cosanguíneos, por no hablar de crímenes. Sin ir más lejos, su sobrina Anne (Nathalie Baye), que con un impecable traje sastre se postula para la reelección en el palacio municipal, está casada con un próspero farmacéutico, Gérard (Bernard Le Coq), que no es otro que su primo. Y el hijo de ambos, François (Benoît Magimel), que regresa de un viaje de estudios a los Estados Unidos, no puede sino repetir el esquema familiar y entablar una relación equívoca con Michéle (Mélanie Doutey)... su prima.
El incesto es también un motivo frecuente en el cine de Chabrol, ya sea de manera explícita, como en Lazos de sangre (uno de sus films menos recordados, aunque es difícil seguirle el rastro a un cineasta que ha pasado la barrera de los 53 largometrajes) o de forma más larvada, como en Violette Nozière o La ruptura. A diferencia de aquellos antecedentes, aquí Chabrol prefiere tratar el tema con una cierta ligereza, “como si fuera una divertida tragedia griega”, según sus propias palabras. El humor, la ironía, la levedad son cada vez más frecuentes en el director, que tampoco se preocupa demasiado por construir un film intachable, monolítico.
Por el contrario, se diría que si hay algo que a Chabrol lo tiene sin cuidado es eso que en el cine industrial del Hollywood de hoy es cada vez más rígido, como un dogma: la estructura. La flor del mal fluye de una manera muy vívida, muy particular, sin apuro, sin plantear enigmas policiales a la vieja usanza. El suspenso es relativo y tiene que ver en todo caso con unos anónimos (¿quién los envía?, ¿para qué?), en lo que puede interpretarse como la herencia del cine de Henri-Georges Clouzot en general y de El cuervo en particular, donde también quedaba expuesta la cotidianidad viciosa de cierta vida de provincia.
Si Chabrol hace sus films contra una cierta idea de la familia, es curioso como la suya propia está incorporada de manera definitiva a sucine. A su hijo Mathieu en la música, ya todo un veterano, suma ahora a Thomas, otro de sus hijos, actor, que aquí está muy bien como el obsecuente asesor político de la candidata. La producción es de su amigo de siempre, Marin Karmitz, lo mismo que la fotografía, a cargo del inseparable Eduardo Serra. Esa familiaridad es probablemente la que le permite a Chabrol llevar adelante un film tan laxo, tan relajado, pero no por ello menos profundo. La manera que tiene de evocar un pasado traumático sin apelar a un solo flashback (como ya lo hiciera en Merci pour le chocolat) es sólo privilegio de un gran director. Aquí no está esta vez su musa habitual, Isabelle Huppert, pero en su lugar Chabrol pone –en un invernadero donde parece florecer la fleur du mal– a la recordada Suzanne Flon, que ya desde los años 50 supo trabajar a las órdenes de John Huston (Moulin Rouge) y Orson Welles (Mr. Arkadin, El proceso) y que ahora, en una actuación memorable, se convierte en la conciencia oscura de una familia que guarda más de un muerto en el ropero.

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Suzanne Flon y Mélanie Doutey, dos generaciones unidas por lazos de sangre y por muertes violentas.
 
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