ESPECTáCULOS › “EL GRAN REGRESO”, CON ALFREDO ALCON Y NICOLAS CABRE

Entre Mozart y William Shakespeare

La pieza del autor, actor y director belga Serge Kribus encuentra un sólido par de intérpretes en La Plaza, una historia de conflictos paterno-filiales que aluden al Rey Lear y Macbeth, sin eludir un rasgo payasesco, sobre todo en la tarea de Alcón.

 Por Hilda Cabrera

Salvo por el detalle del anuncio a través del portero eléctrico, el intempestivo ingreso del actor retirado Boris Spielman al departamento de su hijo Enrique adquiere carácter circense. El hombre llega portando una pequeña valija de cómico trashumante y saludando con un simple: “¡Hola!, ¿te molesto?”. Este inicio resulta un guiño al espectador, una diablura de padre entrometido cuya intención es instalarse allí por un tiempo: días o semanas, meses tal vez. La decisión no convence al muchacho que, además de perder el trabajo, fue abandonado por su mujer. En esta puesta de Alfredo Alcón, intérprete de Boris, la primera escena pertenece al hijo (Nicolás Cabré), que antes de la irrupción mantuvo una tempestuosa y reiterativa conversación telefónica con su ex mujer. Secuencia que se convertirá en telón de fondo de un contrapunto entre dos seres que, aun queriéndolo, no aprendieron a comunicarse.
El lenguaje que se utiliza en la obra es mezcla del actual y cotidiano con el literario. Se dice que se está “fuera de foco”, que se cobra “un sueldo de mierda” y se es un boludo, pero las citas literarias no se desechan: se menciona, entre otros, a César Vallejo, Raúl González Tuñón y William Shakespeare, el autor del que Boris protagonizará un personaje: nada menos que el rey Lear. A ese “gran regreso” se refiere el título. Pero no es Rey Lear la única obra de Shakespeare que registra este montaje atravesado por el imaginario de un Alcón que cumple aquí las funciones de actor y director. En una secuencia, Boris toma una frase de Macbeth y califica a la vida de “cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada”.
Liberando tensiones, padre e hijo se aventuran hasta los límites de la irritación, pero no llegan a niveles catastróficos. Se temen, y lo expresan. Hace tiempo que el judío Boris abandonó la esperanza de que tras la guerra y los campos de concentración, donde murieron sus padres, sobrevendría un “mundo más justo”. Pero no desechó su discurso. Este molesta al hijo, que se guarda el propio. El diálogo avanza de todas formas, aunque entre choques y rencores nacidos de un tiempo no compartido.
Alcón diseña su personaje a la vista del público, y en ese intento de afirmarse payasescamente en técnicas de concentración y trasmutarse en actor emociona por su entrega y su sencilla comicidad, por la ingenuidad que le imprime al papel del esperanzado que sueña con descubrir “el misterio de las cosas”, como si fuera “espía de los dioses”. Su Boris demuestra, con igual fuerza, exasperación y temple al apropiarse de algunos parlamentos arrebatados a Shakespeare y convertirlos en arma contra los violentos: “Soplad vientos hasta que estallen vuestras mejillas. Quebrad todos los males de la naturaleza y destruid los gérmenes que hacen la vida ingrata”. Por su desmesura y borrachera, el padre es arrojado a una celda con su hijo. Un lugar opresivo para la reflexión, pero así lo quiere el autor, el belga Serge Kribus, dramaturgo hábil para cruzar lo doméstico y trivial con lo poético. Creador, entre muchos otros, de Arloc, Los gritos del bogavante y La canción de septiembre, Kribus explora aquí las vacilaciones de sus personajes y se interroga sobre el universo de la actuación (o el mundo lúdico). De ahí que estar preso no le impida a Boris tararear gozoso una melodía que ama, que en el original es el concierto para piano número 19 de Mozart, y aquí Il Siciliano, de Bach. En el papel del hijo, Cabré resuelve con sensibilidad esa y otras secuencias de mutación de su personaje, como las del estallido y el desencanto.
A semejanza de lo que sucedía con los personajes trágicos de los autores de la Antigua Grecia, la revelación de alguna falta o de un rencor genera una toma de conciencia. Sucede en Boris y en Enrique, sin que por ello se abandone el juego teatral (finalmente Boris es actor) ni la dialéctica entre el actor que crea y el personaje dado a éste por el autor. No extraña entonces que en esta obra de pequeño formato surjan infinidad de temas. Entre exabruptos, remilgos y canturreos, Boris y Enrique se sumergen en un contexto social conocido. Un ejemplo es el pedido que Boris le formula a su muchacho, subrayando el acento de un inmigrante judío: “¿Cómo estás? Contame algo, nunca me contás nada”. Boris bromeará incluso en alguna escena, diciendo que sigue la línea de Ben Ami, famoso actor judío que realizó temporadas en Buenos Aires.
La obra supone una dinámica del entorno, que a su vez incide en la confrontación padre-hijo, imponiéndole ciertos temas, como la libertad y la soledad, individual y social. En este aspecto, el acento recae en los miedos y en las necesidades más urgentes. Como dice Boris, “arte extraño es el de la necesidad, que convierte en preciosas las cosas más viles”. Por momentos, el ágil ritmo de la pieza decae: ocurre en las secuencias que aluden a brumosas imágenes de la infancia y a una religiosidad que se esfuma, a pesar del empeño que pone Boris en no perder su esencia judía.
El hecho de que el autor haya introducido versos de Rey Lear guarda relación con la leyenda de ese autoritario monarca de Bretaña, y el legado a sus tres hijas. En aquella fábula, Cordelia, la menor, no profesa por su padre un amor incondicional: “Lo amo en la medida que lo exige el deber”, replica a Lear, quien, enfurecido, le quita la dote. La sinceridad de la joven es subrayada por un Enrique que se siente presionado por su padre. Se ha escrito que la historia de Cordelia es también la de la impiedad en las relaciones humanas. En la obra de Kribus, el hijo señala situaciones impiadosas cuando, por ejemplo, desmitifica actitudes de grupos o comunidades que se dicen contrarios a la discriminación: “Golpeados fueron todos (se refiere sintéticamente a judíos, palestinos y negros, y a otros perseguidos), pero cada uno –sostiene– vive recordando sólo sus propias desgracias”.

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Alcón y Cabré protagonizan una obra en la que la vida es “como un cuento contado por un idiota”.
 
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