ESPECTáCULOS

Tres miradas para pensar la herencia del escritor

Los escritores Sergio Olguín, Patricia Suárez y Gonzalo Garcés, todos menores de 40 años, reflexionan sin complacencia sobre la obra cortazariana.

 Por Silvina Friera

La gigantesca broma de Julio Cortázar –haber anunciado que llegaba “la hora del lector”– provocó más de unas estentóreas carcajadas de aprobación y muchos reparos entre quienes han tratado de tomarse en serio al autor de Historias de cronopios y famas. Cuando Morelli (Rayuela) propone a los amigos del Club que acomoden sus papeles y los preparen para la edición, tranquiliza al desconfiado Horacio, que teme que se altere el orden de los manuscritos: “Mi libro se puede leer como a uno le dé la gana”. Página/12 reunió a los escritores Sergio Olguín, Patricia Suárez y Gonzalo Garcés con el propósito de reflexionar sobre la literatura de Cortázar (mañana, se recuerda, se cumplen veinte años de su muerte) y su legado, una herencia compleja, conformada por admiradores a ultranza, adherentes con objeciones y aquellos que se desplazan entre el rechazo total y la indiferencia.
Para Olguín, que nació en 1967, Cortázar es uno de los tres autores argentinos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, junto a Jorge Luis Borges y a Rodolfo Walsh. “Sus novelas más importantes, como Rayuela, Libro de Manuel y 62/Modelo para armar, experimentan con la estructura y el lenguaje hasta el desconcierto. Tal vez sean menos ‘perfectas’, pero resultan más atractivas. Contrariamente a lo que auguraron algunos críticos, las novelas de Cortázar no envejecen”, dice el autor de Lanús y Filo. En cambio, Garcés, el más joven de los escritores (nació en 1974), opina que burlarse de los rasgos más ingenuos de Cortázar es fácil. “Creo que hay que criticarlo en serio, para empezar a entender qué pasó en la literatura argentina. La noche boca arriba, por ejemplo (en Final del juego). Es uno de esos cuentos que parecen geniales parafraseados en pocas palabras. Pero releo el texto y encuentro algo prolijo, laborioso, deprimente. Lo particular de esas dos realidades es que se cruzan mediante el artificio del sueño; pero cada una por separado es como para llorar de convencional”, señala el autor de la novela Los impacientes (premio Biblioteca Breve Seix Barral) y El futuro, radicado en Gerona (España). Garcés recuerda un fragmento del cuento para fundamentar su rechazo: Según Garcés, en este relato Cortázar enuncia una visión hollywoodense de la guerra florida o una visión hollywoodense de un sueño.
“Si no puedo creer en los mundos que postula un escritor, o si esos mundos son de cartón piedra, ¿de qué me sirve que estén juntos, contrapuestos o enfrentados como espejos? Ahí, me parece, es donde debería hincarse la crítica a Cortázar: en la banalidad encubierta de su escritura”, critica Garcés. “Rayuela tiene tantas cosas irritantes que no se sabe por dónde empezar; pero todavía hoy uno puede decir ‘esa chica es La Maga’, o ‘ése es un Oliveira’. Y eso, nos guste o no, significa algo.” Suárez, ganadora del premio novela Clarín 2003 con Perdida en el momento, considera que el mayor aporte de Cortázar son los cuentos. “De allí que haya innovado y perdurado a través de la precisión cuentística, lo fantástico, las torceduras de un texto, el asombro, el humor. Disfruto los cuentos de Cortázar y puedo leerlos una y otra vez y encontrar nuevos sentidos, y aprender de ellos. Los cuentos de Bestiario son piezas de joyería”, subraya la escritora rosarina. “No me sucede lo mismo con las novelas. No puedo decir que Rayuela haya ejercido alguna influencia en mí. Tal vez sea una asignatura pendiente.”
“Cortázar inventó un tono, hecho de una combinación de frialdad cerebral y sentimentalismo. Es el sentimentalismo propio de una personalidad cerebral. Cortázar pone en boca de Johnny, el saxofonista, ciertas ideas sobre el arte en boga por esos años. Como se supone que Johnny es un artista inspirado, antiintelectual, lo obliga a recitar esos ensayos en forma entrecortada, con abundancia de puntos suspensivos y de la interjección eh. El artista como tarado genial, la espontaneidad como balbuceo, la pobreza como inocencia: prejuicios clásicos del tilingo y del pseudo intelectual. Que semejante amasijo de lugares comunes se vea como obra maestra del cuento, para mí, es el misterio más interesante de nuestras letras”, esgrime Garcés respecto de El perseguidor.
–¿Qué espacio ocupa hoy Rayuela dentro de la literatura argentina?
Gonzalo Garcés: –Cortázar necesitaba elogiar la libertad, pero al final uno siente que lo inquietaba el caos de sus lecturas personales. Toda obra es abierta. Justamente porque no hay literatura sin lectores activos, los devaneos de Rayuela están de más. Pero hay que apuntar algo: pese a su descrédito como novela, triunfó como forma de leer, tal como lo demuestra el éxito de César Aira, un escritor tan parecido a Cortázar en sus limitaciones y en sus estrategias compensatorias.
Sergio Olguín: –Si usted conoce a algún adolescente con inquietudes literarias, déle a leer Rayuela. Seguramente ese chico va a amar la literatura. No se me ocurren otros libros argentinos de los que se pueda decir lo mismo, a excepción de Triste, solitario y final de Soriano.
–A Cortázar le preocupaban las limitaciones lingüísticas. ¿Comparten esta desconfianza hacia el lenguaje?
S. O.: –Las herencias no se rechazan, se disfrutan, se dilapidan, se las transforma. Prefiero desconfiar de la policía y de los críticos con actitudes policíacas.
Patricia Suárez: –Sí. Pero la comparte todo ser hablante, más o menos consciente de la imposibilidad de comunicarse y de decir. Basta una sesión con un psicoanalista lacaniano para perder la ingenuidad respecto del lenguaje. Beckett, Pinter, Albee, contemporáneos de Cortázar, también hacen dramática esta desconfianza.
G. G.: –No, y por ahí pasa la objeción de principio que le haría a Cortázar. Entiende el lenguaje como algo dado, como una estructura. Y le reprocha su incapacidad para dar cuenta de la “realidad”; en este sentido Cortázar se parece al joven Husserl. Pero el lenguaje literario no es una estructura dada. Y la realidad tampoco. En el momento de la escritura entran en tensión lo banal y lo extraño, lo general y lo singular del lenguaje; de esa tensión surge, cada vez, la realidad. Cortázar me hace pensar en esos adolescentes vírgenes que dicen torciendo la boca: “¿Las mujeres? Todas iguales, che, todas iguales”.

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