ESPECTáCULOS › MAÑANA, PAGINA/12 OFRECE A SUS LECTORES “SOLO PIANO”, DE WALDO DE LOS RIOS

Cuando la música es un sinónimo de alegría

Cultivó una verdadera pasión por la vanguardia y llegó a cometer “pecados” como la modernización de piezas clásicas y utilización de sonidos electrónicos que le valió el rechazo de toda la academia. Waldo de los Ríos fue un artista atípico para su tiempo, pero ante todo un músico inspirado que no le escapaba a la diversión.

 Por Diego Fischerman

Waldo de los Ríos es un misterio. Lo es el fenomenal éxito de sus adaptaciones de secciones de obras clásicas, su vanguardismo como músico popular, las bandas de sonido para películas como Boquitas pintadas de Torre Nilsson o la depresión que culminó en su suicidio madrileño, el 28 de marzo de 1977. El próximo 7 de septiembre cumpliría, recién, 70 años. Cuando ganó millones poniéndole batería al comienzo del primer movimiento de la Sinfonía Nº 40 de Mozart y el progresismo musical argentino lo anatemizó como símbolo más acabado del mal, no tenía más de 40. Había estudiado con Teodoro Fuchs y Alberto Ginastera y, en el camino, dejaba una obra tan genial como secreta para el gran público.
Su nombre verdadero era Osvaldo Nicolás Ferrara y, con un grupo llamado Los Waldos, no sólo había sido el primero en recorrer un camino que independizaba los materiales del folklore rural argentino de formas y tímbricas tradicionales –y que trasitarían Eduardo Lagos, Manolo Juárez, Oscar Alem y, más cerca, Guillo Espel o Lilian Saba–, sino, también, en incorporar sonidos electrónicos hasta ese momento impensables en ese repertorio. “Todos los artistas trabajamos por diversión”, decía en 1974, en un reportaje de la revista Siete Días, a raíz de su colaboración con Torre Nilsson y en el medio de las polémicas por sus adaptaciones de clásicos. “Me refiero, claro, a los artistas que crean. No sé si un trombón de sexta fila lo hace por la creación en sí. Yo pienso que, en última instancia, el arte es una diversión”, afirmaba. Y la frase estaba lejos de ser irrelevante en una época en que las ideas de autenticidad estética y compromiso político teñían la mayoría de las valoraciones (y en el año en que Perón volvería a ser presidente de la Argentina). “Si de compromisos se trata, mi único compromiso es con la alegría del ser humano”, completaba. “De política no sé absolutamente nada, soy un bestia en la materia. Por eso no hablo de política. Es como si se le pidiera a un político que hablara de música.”
De los Ríos solía comparar el cine, e incluso las producciones más comerciales, esas que muchos de sus colegas consideraron indignas, como el equivalente contemporáneo de los mecenas de la Antigüedad. “Antes –reflexionaba–, en el Medioevo, existían los mecenas, que hoy, de una manera muy velada, se ven reemplazados por los estudios de grabación y el cine. Yo sería incapaz de sentarme a trabajar para dejar algo a la posteridad. Eso no significa que no pueda hacer algo grande. Pero yo trabajo por pedido.” Las músicas de Alias Gardelito, de la bizarra ¿Quién puede matar a un niño? dirigida en 1976 por Narciso Ibáñez Serrador, Pampa salvaje (Hugo Fregonese, 1965) y Shunko (Lautaro Murúa, 1960) son algunas de las muchas que llevan su firma. “Un músico en esta época debe ser ecléctico; debe hacer de todo”, decía. Y, también: “Si cuando termino mi labor me encuentro satisfecho con lo realizado, el mundo puede opinar lo que quiera porque yo estoy seguro de lo que hago”. De alguna manera trataba de reivindicar el profesionalismo por sobre la idea romántica de la llama interna y de equiparar sus trabajos en el cine, en la música de tradición popular y, también, en esos engendros que no paraban de vender discos y con los que había llenado el Luna Park en 1972. Algunos suponen, sin embargo, que fue ese mismo éxito (y el hecho de que, más allá de las bravuconadas, no se sintiera nada “satisfecho con lo realizado”) el que lo llevó al suicidio.
Entre las joyas dejadas por Waldo de los Ríos, además de sus registros con Los Waldos, hoy inconseguibles, está lo grabado en una actuación suya, solo en piano, en el auditorio de la entonces Radio Municipal, a mediados de la década de 1960. Allí puede escucharse su uso particular de la armonía debussysta –por ejemplo en la bellísima Teluria–, la riqueza rítmica de sus versiones y la inspiración de las composiciones. Siete canciones le pertenecen: La tristeza y el mar, La sombra del tigre, Esteco, Teluria, Pasionaria y Terroncito. El disco Solo piano, que Página/12 ofrece a sus lectores a partir de mañana, abre con Zamba de mis pagos, de los hermanos Avalos, Bailecito, de Walter Coqué, Galopando, de Sergio Villar, y la exquisita Vidala del nombrador, de Eduardo Falú y Jaime Dávalos.
De los Ríos también toca Allá lejos y hace tiempo, de Ariel Ramírez, y el CD se cierra con otros seis temas en los que varios importantes artistas le rinden homenaje. Manolo Juárez toca su Río de los Waldos; La Posta hace, en un excelente arreglo de Guillo Espel, Tero-Tero (de De los Ríos) y Eduardo Lagos ofrece una versión memorable, orquestada por el recordado Oscar Cardozo Ocampo, de Mi amigo Waldo –entre los músicos están el violinista Fernando Suárez Paz, integrante durante años del quinteto de Astor Piazzolla, y el cellista Edgardo Zollhofer, integrante del Cuarteto Buenos Aires y de la Filarmónica de Buenos Aires–. El tema Santiago 1962, de De los Ríos, aparece en versión del sexteto Quique Strega, el grupo Khorus, integrado por Carlos Olivera, Alejandro Ruiz, Rubén Sosa, Víctor Bernal y Marcelo Mutio interpreta, del mismo autor, Fuera de ritmo y Li-tto Nebbia, con un grupo que incluye un notable Marcelo Moguilevsky en flauta dulce, ofrece Cueca para Waldo.

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De los Ríos se suicidó en Madrid en marzo de 1977; el 7 de septiembre cumpliría sólo 70 años.
Solo piano registra una actuación formidable en el auditorio de Radio Municipal, a mediados de los ’60.
 
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