ESPECTáCULOS

Las viejas aventuras del conde de Montecristo, bien contadas

El director Kevin Reynolds construyó un film recomendable, en el que respetando el espíritu
de la novela de Dumas entretiene al por mayor.

 Por Horacio Bernades

Más de una vez se le achacó al cine clásico un carácter residual con respecto a la novela decimonónica, por su sujeción al relato lineal, la peripecia y la estructura dramática en tres actos. En plena posmodernidad, cuando lo que alguna vez fue cine popular oscila entre la vacuidad y el exceso autoconsciente, un poco de buen y viejo cine a la manera clásica puede resultar no sólo refrescante sino también novedoso. Basada en uno de los epítomes de aquella tradición novelística –El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas– Montecristo es viva prueba de ello. Sin el menor alarde u ostentación, he aquí una de las películas mejor intencionadas y más disfrutables que haya dado Hollywood en bastante tiempo.
Originalmente publicada en forma periódica, El conde de Montecristo fue una de las cimas de la novela por entregas, lo que se conoce por folletín. En ella, el espíritu lúdico, la fiebre de aventuras y las licencias poéticas son de tal magnitud, que solo quien esté dispuesto a dejar caer las ataduras de la verosimilitud recuperará, y con qué intensidad, los fulgores del joven lector. Pero no hay la menor concesión a la nostalgia, ningún gesto arcaizante en esta versión de Kevin Reynolds, quien hasta ahora había puesto su propensión aventurera al servicio de Kevin Costner en films como Robin Hood, príncipe de los ladrones o la castigada Waterworld. A partir de un guión de Jay Wolpert, que con arte de filigrana eliminó personajes y subtramas sin afectar el corazón del asunto, Reynolds aborda El conde de Montecristo como si fuera la primera vez.
Para el caso, es como si lo fuera: pasó demasiado tiempo desde la clásica versión de los años 30, y las demás (entre ellas una con Depardieu y otra con Richard Chamberlain) no cuentan. Es tal la entrega de todos los involucrados, tanto el ansia de disfrute, que viendo Montecristo daría la sensación de que se filmó la letra misma del original, sin mediaciones. Por más que la historia sea conocida (para los espectadores de menos de 40 tal vez resulte un jeroglífico) es tal la catarata de acontecimientos, tantos los caprichos del azar, tantas las tramas y subtramas, que nunca deja de sorprender. A comienzos del siglo XIX, Edmond Dantès (Jim Caviezel, uno de los soldados de La delgada línea roja) vive en media vida lo que un hombre común no viviría en cien. Marinero del montón, Napoleón lo elige como correo secreto; sin proponérselo es ascendido a capitán y enseguida acusado de espionaje; cuando quiera darse cuenta habrá sido despojado de mujer, posición y pertenencias; en rápida sucesión, será convicto en una prisión, discípulo de un abad libertario, bucanero, espadachín y poseedor de un tesoro hundido. Al inventar para sí un personaje inexistente, el Conde de Montecristo, terminará consumando una venganza exquisita. Dando vueltas y más vueltas en la rueda de la fortuna, Dantès habrá sido todo eso sin dejar de ser jamás el más común de los mortales. Reynolds cuenta esta historia como debe: poniendo oficio y cámara a su servicio y al de sus personajes, sin pretender ponerse por delante de ella. Quien no vibre a pleno con Montecristo debería iniciar un urgente tratamiento de reeducación cinematográfica. Se sugiere dieta sobre la base de seriales, melodramas, películas de espadachines y aventuras, siete días a la semana, 24 horas al día.

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Lejos del clasicismo pesado, este “Montecristo” es pura aventura.
 
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