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Si mi abuela tuviera cojones

Por alberto ferrari etcheberry

Hace unos cuantos años, en un seminario que compartíamos, el hoy papable monseñor Darío Castrillón, entonces obispo colombiano de Pereira y presidente del Celam, hizo la defensa de la actividad social y democrática de la Iglesia en América latina. Me permití contradecirlo invocando la experiencia argentina, especialmente bajo el terrorismo de Estado. Monseñor Castrillón, intelectual fino, y ajeno en teoría y práctica a la ambigüedad y a la pasividad, me contestó que en cada lugar la Iglesia refleja a la sociedad en la que está inserta.
Me volvió el recuerdo a propósito de la polémica desatada por la feligresía lectora de La Nación, la tribuna de doctrina que fundó un masón, horrorizada por la exhibición de la obra de León Ferrari. Por respeto a las señoras creyentes, más víctimas que victimarias, resumo la crítica con la cita de una conspicua menemista, pues me permito dudar de su inocencia. Alicia Pierini, secretaria de Derechos Humanos (!) de Carlos Menem, y hoy gracias a nuestros “representantes” (¡oh, ficción de la democracia electoral!) defensora del Pueblo de esta ciudad, rompe un largo silencio condenando, por supuesto que también en La Nación, al artista y a la autoridad por violar “el respeto a los sentimientos religiosos populares”.
Ni ella ni los horrorizados parpadearon cuando la banda menemista entronizada en la Corte Suprema de Justicia instaló una virgen con un altar en el acceso principal del Palacio de Tribunales, agrediendo no sólo a quienes no son católicos (y pagan los impuestos con los que se sostiene el culto católico) sino también al arte, porque el horrible altar se instaló en el mismo nicho donde se encuentra la hermosa Justicia de Rogelio Yrurtia. Vaya como atenuante para los cortesanos que encabezaba el ex jefe de policía riojano que seguramente ninguno tenía, ni tiene, idea de quién es Yrurtia.
Acepto como defensa de Pierini y los horrorizados de hoy que el altar no hirió “los sentimientos religiosos populares”. Me parece justo, entonces, preguntarles por qué callaron cuando el ahora ídolo caído trasandino los ofendió soezmente en la fiesta de casamiento de la hermana de Mauricio Macri.
Dada la jerarquía de Pierini en el santoral menemista, no dudo de que estuvo entre los cientos de invitados, junto a obispos, el entonces secretario de Culto, embajadores y el nuncio. Tampoco ninguno puede alegar ignorancia, porque la crónica fue registrada en los diarios. En Clarín del 9 de marzo de 1992, página 9, se cuenta con foto que el hoy prófugo Menem subió al escenario del palacete nuevo rico de Palermo Chico, tomó el micrófono y ante la alegre concurrencia contó este chiste: dos monjas hacen dedo en una ruta y las alza un imponente Mercedes-Benz conducido por una espléndida y alhajada mujer. A poco, una de las monjas le alaba un anillo de brillantes. “Ah, nada, una noche de amor en Montecarlo”, respondió la señora. Luego un collar. “Dos noches en Punta del Este”, fue la explicación. Siguió el interrogatorio con las otras joyas hasta que la monja preguntona le dice a la otra: “Sor María, yo creo que el padre Juan nos está embromando cuando nos arregla con estampitas”. Silencio de la Pierini, de la Curia, del cardenal primado, del nuncio, del Opus Dei, de la UCA, del párroco del Pilar, de las propias congregaciones de monjas y de frailes.
Con orgullo digo: en ese momento no me quedé en silencio. El periodista Armando Vidal fue el responsable de que Clarín, confieso que para mi sorpresa, publicara esta carta que envié y que resumo:
“Me considero occidental, cristiano y ateo, como alguna vez comentamos jocosamente con el recordado doctor Raúl Prebisch en Nueva Delhi. Mi abuelo, piamontés, carbonario y masón, puso a sus hijos estos nombres: Garibaldi, Dante, Mazzini, Cavour, Rosa Italia y Pierina Saboya. Estas dos últimas profesaron como monjas mercedarias... Cuentan que mi padre, siendo funcionario socialista en Santa Rosa (La Pampa), intentó rematar eledificio de la iglesia parroquial por la falta de pago de las tasas de servicios municipales. Por mi parte, guardo –con orgullo– tan buenos recuerdos de los hermanos lasallanos como de mis racionalistas profesores del Nacional Buenos Aires. Esa mezcla debe ser la causa de la desazón que sentí ante una reciente hazaña del Presidente de la Nación: el chiste soez que compara a dos monjas con una prostituta y a un sacerdote con un gigoló y que él narró (...) en una publicitada fiesta de casamiento (...). No pretendo juzgar ni calificar. Sólo pregunto: ¿el silencio ante estas conductas significa que este señor es representativo de la moral y la cultura medias de nuestro país? Prefiero pensar que simplemente es necesario comenzar a reaccionar y a unir los esfuerzos de quienes tozudamente creemos posible la vigencia de la sobriedad, el respeto, la consideración por el prójimo y las virtudes republicanas, que hacen posible que la democracia sea la forma más justa de selección de los mejores”.
Monseñor Castrillón debe tener razón: la Iglesia de este país es representativa de su feligresía. Por eso conmueve el artículo del padre De la Serna (en Página/12 del jueves último) en el que, marginándose de la reacción hipócrita contra la exhibición de León Ferrari, sostiene que si en la Argentina hubiera otra Iglesia, seguramente más afín a la de Castrillón, merecería más respeto. Claro que su argumento obliga a recordar el viejo refrán español: “Si mi abuela tuviera cojones, sería mi abuelo”.

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