ESPECTáCULOS › EL FESTIVAL DE MAR DEL PLATA Y
LOS HALLAZGOS DE SUS SECCIONES PARALELAS

Hay vida más allá de la competencia

Un film sobre el rocker brasileño Cazuza y otro sobre Iván Zulueta, mítico pionero de la movida madrileña, echan luz sobre las aguas que se agitan por fuera del concurso oficial.

 Por Martín Pérez

Cualquier festival de cine es más de un festival. De hecho, todo buen festival debe poder desdoblarse en varios, pudiendo satisfacer a más de un perfil de espectador. Siempre detrás de una identidad, por supuesto, algo que nunca pudo encontrar Mar del Plata, de Mahárbiz en adelante. Más cuando empezó a tener al festival porteño como referente. Y cuando la identidad real del festival es su funcionalidad a las necesidades del Instituto de Cine. Por eso es que –tal vez siendo repetitivos– se puede afirmar que uno de los grandes hallazgos de la gestión Pereira, y paradójicamente su mayor flaqueza, es haber encontrado la solución a favor del cine dentro de esas múltiples necesidades en una heterogeneidad casi esquizofrénica, donde todo es posible en Mar del Plata.
Aun a riesgo de dejar que cada sección llegue a parecer coto privado de una legión de programadores, este Mar del Plata busca casi al azar encarnar todas sus identidades. Y no se niega a ninguna. Por eso la alfombra roja con una televisación al borde de la autoparodia puede convivir con el cine de la trasnoche más bizarra. Por eso el rock para destruir imperios y no para crearlos de Natas vomite a los tibios durante una noche como invitados de gala con la película Microcosmos de fondo, y que al otro día le toque el turno a Tarragó Ros. Y por eso es que es posible, también, disfrutar de películas que parecen inventarse su propio festival paralelo, ajeno al sol que brilla cada día mejor, a ese cine de medio pelo que aunque nadie lo vea siempre está, y a la argentinidad al palo que exuda cada uno de los actos oficiales.
Una de esas películas es Iván Z, un sorprendente documental cinéfilo del venezolano Andrés Duque, que entrevista en su hogar al mítico cineasta español Iván Zulueta, recluido y en bata casi desde el estreno de la película que lo consagró y fue su canto del cisne: Arrebato (1979). “¿Cuántos años hay que esperar para dejar de considerarla como una película sólo de culto y en el mejor de los casos un film moderno y no uno de los clásicos incontestables de nuestro cine?”, se pregunta Joan Pons en la nota que consagró al film de Zulueta como el mejor de la historia del cine español del siglo pasado para la revista Rock de Lux. Protagonizada por unos jovencísimos Cecilia Roth y Eusebio Poncela, Arrebato es una película maldita, que habla del cine y de la adicción, que, según escribe también Pons, encarnó “la voluntad de ser diferente, de ser internacional, de romper con todo lo anterior; de ser, en resumen, lo que nunca habían dejado ser al cine español: joven”.
Cuando Catherine Deneuve estuvo al frente del jurado más digno de la historia del Festival de Mar del Plata, explicó que premiaban una película iconoclasta, rebelde y odiada por el séquito marplatense de entonces como La pelvis de J.W., de Joao César Monteiro, porque “para eso están los festivales de cine”. Y también los festivales son para películas como Iván Z, un documental de menos de una hora, que tal vez le resulte ajeno para quienes no conozcan la historia de Arrebato, ni se hayan preguntado nunca por el destino de Zulueta, hermano maldito de Almodóvar dentro de la movida madrileña, para quien dibujó los afiches originales de Laberinto de pasiones, Entre tinieblas y ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
De todo esto y de mucho más habla Zulueta con el joven Duque, recorriendo con mucha simpatía y honestidad todos los pliegues de sus miedos artísticos y personales y develando todos los secretos de Arrebato y de su personal ocaso posterior. Resulta un momento particularmente revelador cuando Zulueta, provisto de una cámara y frente a la posibilidad de rodar algún plano después de mucho tiempo, elige filmar la enorme enredadera que está al frente de su hogar, detrás de la cual se ha ocultado durante todo este tiempo. No por nada confiesa que su película preferida es nada menos que El ángel exterminador, de Luis Buñuel.
Otra de las sorpresas de estas primeras jornadas marplatenses es Cazuza, O tempo nao para, la biopic del cantante con cuya trágica muerte terminó la década del ’80 del rock brasileño. Basada en las memorias de su sobreprotectora madre, Lucinha Araujo, la película de la dupla Sandra Werneck-Walter Carvalho no ahonda en la homosexualidad del cantante (“Cazuza no era bisexual sino homosexual”, señaló Frejat, co-compositor de la mayoría de los temas del grupo Barao Vermelho junto a Cazuza), ni en sus actitudes políticas. Y presenta al Río de los ’80 como una ciudad maravillosa, sin favelas ni violencia, que sólo está ahí para que disfrute su protagonista. Narrando diez años de vida en apenas dos horas, Cazuza... no es una gran película, pero la vida del autor de himnos como Ideología (“Mis héroes murieron de sobredosis/ mis enemigos están en el poder/ Ideología/ necesito una para vivir”) no lo necesita para cautivar a su espectador. Alcanza con respetar las canciones y representar cuidadosamente cada uno de sus pasos estéticos y discográficos para no poder evitar preguntarse cómo es que semejantes personalidades artísticas, a pesar de estar tan cerca, más cerca que los últimos éxitos del mercado anglosajón, no logran cruzar la frontera de un idioma mucho más cercano al nuestro que el de los Beatles.
Para el funcionamiento de una película como ésta su protagónico resulta fundamental, y el trabajo del joven Daniel de Olivera sólo se puede calificar como de milagroso. Tan Cazuza es Olivera que cuando aquellas imágenes de archivo a las que se refería Carvalho aparecen a la hora de los títulos, es difícil sacarse de la cabeza al actor para darse cuenta de que el verdadero cantante está ahí, en esas imágenes. “Cazuza... es el primer encuentro de nuestro cine con la música popular”, escribió nada menos que Caetano Veloso para un periódico brasileño. Y agregaba: “Es uno de los más arrebatadores retratos de un personaje romántico que se puede ver proyectado en una pantalla. Es verdad que parece una película menor, pero en realidad estamos ante un film que es grandioso justamente porque nos convence de que su tema lo supera”.

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Cazuza, O tempo nao para, de Sandra Werneck y Walter Carvalho.
 
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