ESPECTáCULOS › “INCONSCIENTES”, CON LEONOR WATLING Y LUIS TOSAR

¿Peligró Freud en Barcelona?

 Por Horacio Bernades

En 1913, poco antes de publicar Totem y Tabú, Sigmund Freud estuvo a punto de ser asesinado en Barcelona. Eso es al menos a lo que juega Inconscientes, opus Nº 5 del catalán Joaquín Oristrell, que se especializa en comedias. Siguiendo la huella de Billy Wilder –que en España cuenta con tantos seguidores como Freud en la Argentina–, Oristrell aúna aquí la farsa sexual con la comedia detectivesca, les toma el pelo a las intrigas de culebrón, le suma datos de actualidad y pone tanto cuidado en el detalle de época como el viejo Billy en Irma la dulce o la mismísima La vida privada de Sherlock Holmes. Pero el resultado no está a la altura, por razones de diversa índole.
Cuando el marido se escapa de casa misteriosamente, Alma (Leonor Watling, la chica vegetativa de Hable con ella) intenta resolver el enigma, pidiéndole ayuda a su cuñado, Salvador (Luis Tosar, el esposo golpeador de Te doy mis ojos). Alma y Salvador son psiquiatras, lo mismo que el propio fugado, León (Alex Brendemühl, el asesino helado de Las horas del día) y el papá de la chica, suerte de gran dama de la escena mental (Juanjo Puigcorbé, cada día más parecido al periodista Fernando Brenner).
Pero no son la misma clase de psiquiatras. Alma es una de las primeras seguidoras ibéricas de ese médico vienés a quien la psiquiatría oficial (ni qué hablar de la española) considera un charlatán de feria. Salvador es tan pero tan retrógrado, que para él la melancolía es un problema endocrino. Sin embargo, entre ambos puede llegar a surgir algo en el curso de la investigación. Y hasta tal vez terminen fugando a Buenos Aires, donde quizás introduzcan el psicoanálisis.
En Inconscientes funciona mejor el segundo plano que el primero. Allí, al fondo, la película de Oristrell revive, con gran precisión histórica, la Barcelona de la época. Una ciudad en la que el impulso modernista se manifiesta con tanto ímpetu en la arquitectura (el art nouveau, Gaudí) como en lo que hace a la liberalidad de las costumbres (filmación de protopelículas porno, cierto club de transformistas al que van a parar los protagonistas). Mientras que en el primer plano, la película incide en el vodevil teatral, el chiste no siempre exitoso, las actuaciones forzadas (incluyendo a la habitualmente magnífica Mercedes Sampietro), los arbitrios de guión y el intento de hacer convivir cierta lógica naturalista con el disparate más descabellado. Como la atropellada cabalgata de revelaciones finales, en la que la mucama resulta ser la mamá, la hermana pacata una lesbiana de rompe y raja, el marido un transformista masoca y así. Por su parte, el actor que hace de Sigmund Freud se parece tanto al autor de La interpretación de los sueños como Leonor Watling a Karl Marx.

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